Capítulo 17

En el transcurso de aquella noche nadie molestó a los chiquillos y Tim no hubo de ladrar ni una sola vez. Nobby dormía sobre una cama improvisada con unas alfombrillas en el carromato de los chicos, abrazado a Pongo, que parecía encantado de quedarse con los excursionistas. Tim, bastante celoso de tener a otro animal como contrincante en el afecto de los niños, apenas le hacía caso.

A la mañana siguiente, después del desayuno, discutieron sobre quiénes se encargarían de ir a la ciudad.

—Nobby no puede, a causa de Pongo, porque seguramente no le dejarían subir al autobús. Mejor será que se queden —dijo Julián.

—¿Solos? —preguntó con alarma Nobby—. ¿Y si suben Lou y Dan? Aunque estuviera Pongo conmigo, me moriría de miedo.

—Bueno, yo me quedaré contigo —determinó Dick—. Para comprar unas linternas no hace falta que vayamos todos. Julián, no te olvides de echar la carta para papá y mamá.

Todos habían escrito una larga carta a sus padres contándoles sus peripecias. Julián se la metió en el bolsillo. —La echaré al buzón —dijo—. Bueno, supongo que ya podemos salir. Vamos, niñas. Dick, ten el ojo bien abierto por si esos bandidos vuelven.

Jorge, Tim, Ana y Julián bajaron juntos. El animal iba delante, correteando y moviendo la cola frenéticamente en su alegría. Pongo se subió al tejado de una de las carretas para, verlos marchar mejor. Los dos muchachos, entre tanto, se sentaron al sol en el banquillo, con la cabeza apoyada en los mullidos brotes de hierba.

—Se está «chipén» aquí arriba —comentó Nobby—. Mucho mejor que abajo. Supongo que todos se estarán preguntando qué ha sido de Pongo y de mí, y si el señor Gorgio, el dueño del circo, se cree que el chimpancé se ha perdido estará como loco. Me imagino que nos mandará buscar.

Nobby se hallaba en lo cierto. Dos personas venían en su búsqueda, Lou y «Tigre Dan», medio ocultos entre la maleza y los arbustos, con los ojos y los oídos alerta por si se topaban con Tim o Pongo. Éste los presintió mucho antes de verlos y avisó a Nobby. El muchacho palideció. Aquellos dos salvajes le causaban verdadero pánico.

—Escóndete en una de las viviendas —cuchicheó Dick—, date prisa. Ya me las entenderé yo con esa parejita, si es que se trata de ellos. Pongo me echará una mano si me hace falta.

Nobby se metió en la carreta y se apresuró a cerrar la puerta, mientras Dick continuaba sentado en el mismo lugar en que se encontraba Pongo, apostado en el tejado de la vivienda, acechando.

De pronto Lou y Dan hicieron su aparición. Vieron a Dick, pero no descubrieron a Pongo. Echaron una ojeada, tratando de localizar a los demás.

—¿Qué desean? —preguntó Dick.

—A Nobby y a Pongo —gruñó Lou—. ¿Dónde están?

—Van a quedarse con nosotros —repuso el chiquillo, con firmeza.

—No, ni hablar «de la peluca». Nobby está a mi cargo, ¿com-pren-di-do? —recalcó Dan—. Yo soy su tío.

—Pues hay que confesar que es usted un tío muy raro —comentó Dick—. ¡Ah! Y, a propósito, ¿qué tal sigue el perro que usted envenenó?

El rostro de «Tigre Dan» adquirió un intenso color de vino tinto. Por su expresión se adivinaba que de buen grado hubiese arrojado a Dick por el precipicio.

—¡Mucho ojo con lo que dices! —contestó, levantando la voz a un tono muy alto.

Nobby, siempre oculto en la vivienda, se estremeció al oír el terrible aullido de su tío. Pongo, con el rostro atento y un gesto feroz, se mantenía en su escondrijo.

—Creo que lo mejor que podían hacer ustedes era despedirse y marcharse —prosiguió Dick, tan tranquilo—. Ya les he dicho que Nobby y Pongo se quedan con nosotros, al menos de momento.

—¿Dónde está Nobby? —preguntó «Tigre Dan», tan rabioso que parecía a punto de sufrir un ataque de epilepsia—. Espera a que le ponga las manos encima, espera a que…

Se dirigió hacia la carreta. Sin embargo, Pongo no se sentía dispuesto a consentir que llevase a cabo sus amenazas. Abalanzándose sobre el aterrado individuo, lo derribó al suelo. Emitía tales gruñidos que Dan no pudo menos de quedarse aterrado.

—¡Llámale! —aullaba—. ¡Lou, por favor, ven a ayudarme!

—No creo que Pongo me obedezca aunque lo llame —repuso Dick, que seguía sentado e impasible como si el asunto no le concerniera en absoluto—. Lo mejor será que se marchen, antes de que los haga migas.

Dan, tambaleándose, se dirigió hacia el banco de piedra. Aparentaba sentirse dispuesto a retorcerle el cuello al impávido muchacho. No obstante, algo en su expresión le impidió atreverse a tocarlo. Pongo los dejó marchar, pero se les quedó mirando con una fiera mueca, con sus poderosos brazos peludos colgando, dispuesto a arrojarse sobre ellos si volvían a acercarse.

«Tigre Dan» se agachó y cogió una piedra, mas Pongo, rápido como un relámpago, se abalanzó de nuevo sobre él y de un simple golpe lo hizo rodar por la colina abajo, mientras Lou huía aterrorizado. Su compañero, levantándose, lo siguió a toda marcha, sin cesar de lanzarles furiosos gritos de amenaza durante la carrera. El chimpancé, encantado con la diversión, los persiguió largo trecho, lanzándoles piedras con una afinada puntería, de modo que, durante un buen rato, siguió Dick oyendo sus exclamaciones de susto y de dolor.

Pongo regresó al fin y, al parecer muy satisfecho de sí mismo, se dirigió a la carreta de los chicos, en tanto Dick gritaba a Nobby:

—¡Victoria, Nobby! Ya se han ido, Pongo y yo ganamos la batalla.

El muchacho salió de su escondite y el animal le echó en seguida un brazo por los hombros, murmurándole cariñosas incoherencias al oído. Nobby semejaba avergonzado.

—Soy un gallina, ¿verdad? Os he dejado solos…

—Pero si me he divertido mucho —le respondió Dick, entusiasmado—, y me parece que Pongo más todavía.

—Tú no sabes lo peligrosos que son Lou y Dan —replicó el muchacho mirando hacia abajo para asegurarse de que se habían ido realmente—. Te digo que no se paran por nada. Os quemarán las carretas y os las tirarán por ahí abajo, os envenenarán al perro y os harán todo el daño que puedan. ¡No los conocéis como yo!

—Bueno, nosotros ya nos las hemos tenido que ver con algunos tipos tan temibles como Lou y Dan —lo consoló Dick—. No sé cómo, pero el caso es que siempre nos vemos metidos en algún jaleo. Fíjate, el año pasado estuvimos en un sitio llamado Montaña de Smugler. Nos pasó cada cosa que, ¡palabra!, no las podrías ni creer.

—¡Cuéntamelo! —pidió Nobby—. Tenemos mucho tiempo libre, hasta que vengan los otros.

Así, pues, Dick empezó el relato de algunas de las emocionantes aventuras en que se habían visto envueltos. El tiempo se les pasó volando. Tan abstraídos estaban, que se sobresaltaron al oír los ladridos de Tim a lo lejos, notificándoles su llegada.

Jorge venía literalmente «desempedrando», con el perro pegado a sus talones.

—¿Qué ha pasado? ¿Estáis bien? ¿Qué ha sucedido mientras nosotros no estábamos aquí? ¿Sabéis que Lou y Dan se subían al autobús en el momento en que nosotros nos bajábamos? Llevaban equipaje, como si se fuesen de viaje.

El pequeño rostro de Nobby se iluminó.

—¿De verdad? ¡Viva! Vinieron hace un rato, ¿sabes? Pongo los echó colina abajo. Seguro que marcharon derechos al campamento, recogieron sus cosas y se largaron en el autobús. ¡Qué alegría!

—Hemos comprado unas linternas estupendas —intervino Julián—. Muy potentes. Ésta es para ti, Dick, y ésta para ti, Nobby.

—Mu… muchas gracias —balbució Nobby y, a continuación, enrojeció—, pero es que yo no… no tengo dinero para pagar una linterna tan buena —añadió torpemente.

—Es un regalo, tonto —le atajó Ana con viveza—, un regalo para Nobby, nuestro mejor amigo.

—¡Co… órcholis! ¡Un montón de gracias! —exclamó el chiquillo, con visible emoción—. Nunca había recibido un regalo. Sois… sois los tipos más decentes que me he echado jamás a la cara.

El chimpancé extendió la mano hacia Ana, cuchicheando bajito, como si preguntase: «¿Y para mí no hay una?»

—¡Oh, se nos ha olvidado traerle una a Pongo! —exclamó contrita la niña—. ¿Cómo se nos pasaría?

—Pues, menos mal —dijo Nobby—. No dejaría de apagarla y encenderla en todo el día y le gastaría las pilas en un santiamén.

—Bueno, pues le daremos la mía y en paz —dijo Jorge—. Está rota, pero no creo que le importe.

Pongo se quedó entusiasmado. Apretaba sin cesar el botón que la encendía y, al advertir que no se iluminaba, miraba a su alrededor por el suelo, como si la luz se le hubiese escapado. Los chiquillos se reían como locos y el noble animal se mostraba dichoso al verlos reír. Incluso se ponía a bailar en torno a ellos, para demostrarles lo feliz que se sentía.

—¡Escuchad un momento! ¿No os parece que deberíamos explorar ahora la cueva, ya que Dan y Lou no andan por aquí rondando? —preguntó Julián de repente—. Puesto que llevaban equipaje, es señal de que piensan pasar por lo menos la noche fuera y no regresarán hasta mañana. Por lo tanto, no correremos el peligro de tropezamos con ellos abajo.

—Sí, eso está muy bien —contestó Jorge con viveza—. Me muero de ganas de bajar a ver qué descubrimos.

—De acuerdo. Será mejor que comamos algo antes, sin embargo —dijo Dick—. Hace ya tiempo que pasó la hora, debe de ser ya la una y media… Sí, eso es.

—Jorge y yo prepararemos alguna cosilla —resolvió Ana—. En el camino de vuelta pasamos por la granja y compramos un buen lote de comida. Ven, Jorge.

Su prima se levantó, aunque no de muy buena gana. Tim la siguió, oliscando con expectación. A los pocos momentos, las dos chiquillas se hallaban muy atareadas en disponer una buena comida y todos se sentaron en el banco dispuestos a despacharla.

—La señora Mackie nos dio esta enorme barra de chocolate. Es su regalo de hoy —dijo Ana, entregando a Nobby y a Dick un buen trozo—. ¿Verdad que tiene buen aspecto? No, no, Pongo, no es para ti. Cómete tus sándwiches como Dios manda y no le eches mano a esto.

—Creo que debemos llevarnos algo de comida a la cueva. A lo mejor tenemos que quedarnos allí un buen rato y no nos apetecerá subir a la hora del té —dijo Julián.

—¡Qué estupendo! Una merienda debajo de tierra —exclamó Ana—. Me parece que va a resultar de lo más emocionante. Voy a meter algo a toda prisa en la cesta, pero no me voy a entretener en preparar los sándwiches. Nos llevaremos un pan entero, jamón y bizcocho. Y así podremos cortar lo que nos apetezca. ¿Os parece que meta algo para beber?

—Hombre, yo creo que podremos resistir hasta la vuelta —contestó Julián—. No lleves más que algo que comer, para que aguantemos bien hasta que terminemos la exploración.

Jorge y Nobby se encargaron de fregar los platos, mientras Ana empaquetaba la comida en papel encerado, colocándola con sumo cuidado en una cesta para que Julián la llevase. También metió en ella la gruesa barra de chocolate. Sería agradable comer algo en los momentos más emocionantes.

Al poco rato se encontraba ya todo dispuesto. Tim, sabiendo que iban a ir a alguna parte, movía la cola. Entre todos corrieron la carreta para dejar bien al descubierto el agujero, ya que la noche anterior la habían vuelto a colocar encima a fin de que Lou y Dan no los descubriesen si volvían. Habían tenido ocasión de comprobar que, en tanto la carreta se mantuviese encima, nadie podría meterse dentro.

Las tablas habían sido colocadas al descuido sobre el agujero, de manera que los chiquillos las quitaron en seguida, depositándolas a un lado. Tan pronto como Pongo vio el hoyo, retrocedió unos pasos, asustado.

—Seguro que se acuerda de lo poco que le gustó la oscuridad de ahí abajo —dijo Jorge—. Vamos, Pongo, esta vez no pasará nada. ¿No ves que todos llevamos linternas?

Nada en el mundo hubiese sido capaz de persuadir a Pongo para que descendiese de nuevo al laberinto. Cuando Nobby intentó obligarlo, comenzó a gimotear como un niño.

—Déjalo —aconsejó Julián—. Lo malo es que vas a tener que quedarte aquí con él.

—¡Ya! ¡Perderme toda la emoción! —exclamó Nobby, indignado—. ¡Ni hablar! Ataremos a Pongo a la rueda de una carreta para que no se largue por ahí. Ya sabemos que Lou y Dan están lejos y no creo que nadie más se atreva a acercarse a un chimpancé tan grande. Vamos a atarle.

Así, pues. Pongo fue sólidamente amarrado a una de las ruedas de un remolque.

—Pórtate bien y quédate quietecito hasta que volvamos—le ordenó Nobby dejándole al lado un cacharro con agua por si deseaba beber—. Estaremos pronto de vuelta, ¿eh?

Pongo se entristeció mucho al verlos marchar, pero no se decidió a seguirles, tal era su miedo a la oscuridad del pozo. Contempló cómo los niños iban desapareciendo uno a uno de su vista. También Tim se metió de un salto, con lo que el chimpancé se quedó completamente solo.

Todos se habían ido en busca de una nueva aventura. ¿Qué les sucedería?