Capítulo 15

Julián se sentía invadido por el pánico. Se preguntaba si no sería mejor dejarse caer del tejado y echar a correr. Si el carricoche caía dando volteretas por aquella empinada ladera, no se le ofrecían muchas posibilidades de escapar con bien. No obstante, no se movió, sino que se aferró con ambas manos a la chimenea, mientras los hombres seguían empujando su escondite. Lo trasladaron casi hasta el borde, pero allí se detuvieron. Julián notó que la frente se le humedecía y las manos le temblaban violentamente. Y aun sintiéndose avergonzado de tener tanto miedo, no podía evitarlo.

—¡Eh, tú, no la vayas a tirar por el terraplén! —oyó decir a Lou. La calma renació en su espíritu. Resultaba evidente que no pensaban destruir de aquel modo la vivienda. Se habían limitado a moverla a fin de alcanzar algo que estaba debajo. ¿Qué podría ser? Julián se estrujaba el cerebro, tratando de localizar en su memoria el aspecto que presentaba el suelo, mientras Dobby y Trotón arrastraban sobre él los remolques. Todo lo que podía recordar era un prado vulgar y corriente cubierto de plantas y matojos.

Los hombres volvieron a arañar junto a la parte trasera de la carreta. El muchacho estaba recomido de curiosidad, pero no se atrevía a moverse. Ya se enteraría del misterio cuando los hombres hubiesen abandonado el lugar. Entre tanto, tendría que mostrarse paciente y esperar o lo echaría todo a perder… Comenzaron a sonar unos murmullos, en voz tan baja que no logró entender de lo que hablaban. Luego se hizo el silencio, un silencio repentino y profundo. Cesaron los golpes contra el remolque…, cesaron los gruñidos y los jadeos… No se oía nada.

Julián seguía inmóvil. Quizá los hombres continuasen allí y no quería delatarse. Se mantuvo en la misma postura un largo rato, esperando, haciéndose preguntas, sin conseguir aclarar sus dudas.

Al poco rato, un petirrojo se posó en unas zarzas cercanas, se aseó las plumas, estiró las alas y empezó a buscar migas. Era un pajarillo que rondaba el campamento todos los días, acechando a los niños mientras comían. No se confiaba demasiado y nunca se acercaba hasta que los chiquillos se habían ido. Al poco rato, apareció también un gazapillo que, saliendo de su madriguera de la colina, se puso a corretear por toda la plataforma.

«Bueno —pensaba el muchacho—. Si estos animales se pasean por aquí tan tranquilos es señal de que no están los hombres, cuando menos a la vista… Otro conejo… ¡Vaya! Seguro que esos dos se han metido en algún sitio. ¡Aunque sólo Dios sabe dónde! Yo creo que podría echar un vistazo sin peligro alguno.»

Se dio la vuelta, siempre arrastrándose, y se asomó por la parte trasera de la carreta. En el suelo no había ningún indicio que le sirviera para indicarle lo que los hombres habían estado haciendo o adónde se habían dirigido. El brezo crecía por allí en profusión, como en todas partes. Nada señalaba el objeto de los esfuerzos de aquellos dos individuos.

«¡Qué cosa más rara! —se repetía el chico, empezando a dudar de si no habría soñado toda la escena—. Los hombres se han ido. Juraría que se han esfumado en el aire. De otro modo, no me lo explico. ¿Habrá peligro en bajar a echar una ojeadita? No, no. Hay que ser sensato. Esos tipos pueden aparecer en cualquier momento y está bien claro que se pondrían como fieras si me encontrasen aquí. Entonces sí que me tirarían por ahí abajo y, la verdad, no me apetece demasiado. Está bastante empinado.»

Así, pues, continuó allí tumbado, pensando. Se sentía hambriento y muerto de sed. Menos mal que había tenido la previsión de llevarse comida a su escondrijo. Por lo menos, podría tomar alguna cosilla hasta que volviesen los hombres, ¡si es que volvían! Empezó a comerse los bocadillos, que le supieron a gloria. Los terminó y la emprendió con el bizcocho. También estaba muy rico. Se había traído además unas cuantas ciruelas. Ahora se alegraba de ello, pues le servirían para apagar la sed. Sin pensar lo que hacía, empezó a tirar los huesos al suelo.

Cuando advirtió su descuido, se lamentó una y otra vez. Pero, ¿cómo se le habría ocurrido una cosa semejante? Si los hombres regresaban y veían en el suelo los despojos de la fruta, podrían darse cuenta de que eran recientes, de que no estaban allí antes… Por suerte, la mayoría habían caído entre los matorrales.

El sol volvió a salir durante un rato y Julián se sofocó de nuevo. ¡Ojalá apareciesen aquellos hombres de una vez y se marchasen, dejándole tranquilo! Estaba cansado de permanecer en aquella postura, yaciendo sobre el duro tejado. Y además tenía muchísimo sueño. Bostezó silenciosamente y cerró los ojos.

No supo cuánto tiempo había pasado durmiendo. Despertó, sobresaltado, al sentir que el carromato se movía. Se aferró, asustado, a la chimenea, prestando atención a las palabras que ambos hombres murmuraban.

Estaba empujando la vivienda, con objeto de volver a colocarla en su sitio primitivo. Cuando hubieron terminado, Julián oyó el rascar de una cerilla y percibió de nuevo el olor del tabaco. Los hombres se dirigieron al banco de piedra y, sentándose sobre él, se dispusieron a despachar la comida que se habían traído. El muchacho, aun a sabiendas de que le daban la espalda, no se atrevía a asomarse para observarlos. Después de comer cuchichearon durante un largo rato y, luego, para desesperación de Julián, se tumbaron para dormir. A los pocos minutos, escuchaba sus pacíficos ronquidos.

«¿Es que voy a tener que quedarme aquí tumbado todo el día? —pensaba—. Estoy molido de pasar tanto tiempo sin moverme. Necesito sentarme por lo menos.»

Los ronquidos continuaron y el muchacho imaginó que no pasaría nada aunque se incorporase, puesto que los hombres se hallaban bien dormidos. Así, pues, se enderezó con cautela y se estiró respirando de alivio.

Echó una mirada en dirección a los hombres, que dormían panza arriba, con la boca abierta. A su lado aparecían dos sacos fuertes y gruesos. Julián trató de imaginar en qué consistía su contenido.

Estaba seguro de que, cuando subieron hasta allí, no los traían. Pensativo, examinaba toda la ladera, tratando de encontrar una solución al misterio de la desaparición de aquellos dos hombres, cuando algo le hizo estremecerse. No pudo evitar mirar con fijeza, como si no pudiese dar crédito a sus ojos.

Un rostro feo y rechoncho se dejaba entrever en medio de unos zarzales. Apenas tenía nariz, pero poseía una boca inmensa. ¿Quién podría ser? ¿Sería alguien que se dedicaba a espiar a Lou y Dan? ¡Qué cara más horrible! No parecía pertenecer a un ser humano.

El desconocido alzó una mano para rascarse el rostro y Julián observó que era oscura y peluda. Al hacer un movimiento, comprendió de pronto, espantado, que se trataba de Pongo, el chimpancé. Ahora se explicaba por qué le había parecido tan inhumano aquel rostro. Para un chimpancé resultaba bastante agraciado, pero, en un ser humano, hubiera sido monstruoso.

Pongo miraba en actitud solemne a Julián y éste lo contemplaba a su vez con el alma en un hilo. ¿Qué estaría haciendo Pongo por allí? ¿Vendría Nobby con él? Si así era, el muchacho se encontraba en peligro, puesto que, en cualquier momento, los hombres podrían despertarse. No sabía qué hacer. Si gritaba para avisar a Nobby, despertaría a los dos hombres.

Indudablemente, el animal se alegraba de ver a Julián y no parecía extrañarle en absoluto que estuviese subido al techo del carromato. Al fin y al cabo, también él se paseaba muy a menudo por sitios como aquél. Hizo guiños y muecas al muchacho y luego se entretuvo un largo rato en rascarse la cabeza.

De súbito, apareció junto a él la cara de Nobby. Una cara hinchada, llena de magulladuras y de chafarrinones producidos por las lágrimas. Cuando divisó a Julián en aquel insólito lugar, abrió la boca como si fuese a llamarlo, pero éste denegó frenético con la cabeza para impedírselo y señaló hacia abajo, intentando avisar a su compañero de la presencia de sus dos enemigos. Sin embargo, éste no llegó a entenderle. Le sonrió y Julián vio con horror que empezaba a subir por la ladera, en dirección al banco de piedra. El inconsciente chiquillo iba a trepar, materialmente, por encima de los hombres que continuaban durmiendo.

—Cuidado, cuidado, cabezota —cuchicheó en voz baja, aunque perentoria.

Ya era demasiado tarde. Nobby se izó sobre el borde del banco y comprobó, aterrado, que a pocos centímetros de él apareció el cuerpo de «Tigre Dan». Dejó escapar un chillido y trató de huir, pero Dan, rápido como una flecha, se enderezó, enganchándole con una mano. Lou también se había despertado. Los dos hombres examinaron de pies a cabeza al pobre chiquillo, que empezó a temblar y a pedir perdón.

—¡No sabía que estabais aquí, os lo juro! ¡Por favor, dejadme marchar, dejadme marchar! Sólo venía a buscar una navaja que perdí ayer aquí.

Dan lo sacudió por los hombros con salvaje furia.

—¿Cuánto tiempo llevas ahí? ¿Nos has estado espiando?

—¡No, no! ¡Acabo de llegar ahora mismo! He estado en el campamento toda la mañana. Puedes preguntarle a Larry y Rossy, les he estado ayudando.

—Tú has estado espiándonos, eso es en lo que te ocupas—afirmó Lou, con una voz tan dura y tan cruel que llenó de pánico a Julián. Ya te has llevado esta semana unas cuantas «sobas», pero al parecer no te has quedado conforme. Bueno, aquí nadie te va a oír aunque chilles. Ahora verás lo que es una buena paliza. Si después de esto puedes bajar tú solo hasta el campamento, me llevaré una sorpresa.

Nobby estaba aterrorizado. Les pidió perdón, les prometió hacer cuanto ellos quisieran y trató de defender su pobre cara hinchada de los golpes de su tío.

Julián ya no podía soportar por más tiempo aquella brutal escena. Aunque no quería denunciar el hecho de que había sido él quien les había estado espiando, ni deseaba en absoluto enfrentarse con aquellos dos salvajes, conociendo de antemano que llevaba todas las de perder, se sentía incapaz de seguir allí, callado, viendo como aquellos brutos maltrataban a su amigo. Se hizo el ánimo de saltar del tejado sobre los hombres. De este modo, protegido por la sorpresa, quizá lograse rescatar de sus manos al pobre muchacho.

Nobby profirió un angustioso grito al sentir el golpe de la correa de Lou, mas, antes de que Julián llegase a saltar para acudir en su socorro, alguien se abalanzó hacia ellos con el mismo propósito. Un ser que enseñaba los dientes, entre espantosos rugidos de rabia, alguien cuyos brazos eran mucho más fuertes que los de Lou o Dan, alguien que adoraba al maltrecho chiquillo y que no estaba dispuesto a consentir que fuese azotado una vez más. Era Pongo, el chimpancé. Escondido entre los matorrales, por temor a Lou y «Tigre Dan», el inteligente animal había permanecido observando la escena con sus agudos ojillos. Al oír los gritos de Nobby, saltó fuera de su escondrijo y se lanzó como una catapulta sobre los atónitos bribones.

Dio una fuerte dentellada en el brazo de Lou, mordiendo a continuación la pierna de Dan. Los dos hombres chillaban mucho más fuerte de lo que el pobre Nobby lo había hecho. Lou sacudió la correa y alcanzó al animal en el hombro. El chimpancé emitió una especie de chirrido muy agudo y se precipitó sobre Lou con los brazos abiertos. Lo estrechó contra él y trató de morderle en el cuello.

«Tigre Dan» descendía corriendo a toda velocidad por el terraplén, acobardado ante la súbita aparición del furioso animal. Lou suplicó a Nobby:

—¡Llámale, chico, me va a matar!

—¡Pongo! —gritó Nobby—. ¡Para! ¡Pongo, ven aquí!

El animal le dirigió una mirada de sorpresa. No podía comprender por qué su amo no le dejaba castigar a aquel monstruo que le había pegado. «Bueno —parecía decir—, si tú lo quieres, por algo será.» Y asestando a Lou un último golpe, sin poder contenerse, le dejó marchar.

Lou siguió a Dan, descendiendo a galope tendido la ladera de la colina. Julián le oyó bajar rompiendo los arbustos a su paso, como si lo persiguiese una manada de chimpancés furiosos.

Nobby, aún temblando, se sentó en el suelo. Pongo, que no se sentía muy seguro de si su amo estaba o no enfadado con él, se acercó encorvado, apoyándole una mano en la rodilla. Nobby le echó el brazo encima del hombro y el cariñoso animal comenzó a parlotear con alegría. Julián se deslizó del tejado del remolque y se aproximó a Nobby, sentándose también a su lado. Rodeando al tembloroso muchacho con sus brazos, lo estrechó con fuerza.

—Ya bajaba yo a echarte una mano, cuando Pongo se disparó y no me dejó intervenir —le dijo.

—¿De veras? —exclamó Nobby, con el rostro encendido y los ojos brillantes de alegría—. Eres un amigo de verdad, tan bueno como Pongo.

Y Julián se sintió muy orgulloso al ser equiparado en valor a un chimpancé.