Descendieron por la colina, acompañados por Tim. Julián le había dado a Dick algunas instrucciones.
—Comeréis en la ciudad —le dijo—y os mantendréis todo el día apartados de aquí, para que esos dos tengan una oportunidad de acercarse. Podéis ir a la oficina de correos para preguntar si ha llegado alguna carta. De paso, podéis comprar alguna fruta en conserva, para variar de postre.
—A la orden, jefe. Y cuídese, viejo, que esos animales son bastante peligrosos —contestó Dick.
—Cuida de las niñas y no dejes que Jorge haga ninguna locura.
—¿Conoces a alguien capaz de impedirle a Jorge hacer lo que le venga en gana? —contestó el muchacho, sonriendo.
Se hallaban ya al pie de la colina. El campamento del circo no quedaba muy lejos. Desde allí se percibían los ladridos de los perros y el penetrante trompeteo de la Señorona.
Con la mirada buscaron a Nobby, pero no se le veía por parte alguna. ¡Vaya chasco! De nada serviría marchar a la ciudad con un plan tan cuidadoso si no podían comunicarle a Nobby que se iban.
Ninguno se atrevía a adentrarse en el campamento. Julián recordaba los dos paños rojos que habían enarbolado Nobby y Pongo como señal de peligro. ¡Peligro doble! No, indudablemente sería mejor no pisar el campamento aquella mañana. No sabiendo qué hacer, se decidió por llamarle.
—¡Nobby! ¡Nobby!
No hubo respuesta. Nobby no daba señales de vida. Entre tanto, el dueño del elefante les había oído gritar y se acercó.
—¿Buscáis a Nobby? —les dijo—. Voy a ver si lo encuentro.
—Gracias —contestó Julián.
El hombrecillo se alejó silbando. A los pocos minutos, de detrás de un carromato, surgió Nobby, amedrentado, confuso y pálido. Ni siquiera se atrevió a acercarse a Julián.
—¡Nobby, nos vamos a la ciudad a pasar el día! —le gritó éste a pleno pulmón—. Nos vamos…
De súbito, «Tigre Dan» apareció junto a su sobrino, asiéndole del brazo con fuerza. En un gesto instintivo, el muchacho lo levantó para protegerse la cara, como si temiese recibir un golpe. Julián siguió gritando impertérrito:
—¡Nos vamos a la ciudad y no volveremos hasta la noche! ¿Me oyes? ¡Nos vamos a la ciudad!
Todo el campamento debía haberse enterado de las palabras de Julián, pues éste estaba resuelto a que «Tigre Dan» lo oyera con toda claridad.
Nobby trató de soltarse de las manos de su tío y abrió la boca para responder algo. Dan no le dio tiempo. Se la tapó brutalmente y se lo llevó a rastras, sacudiéndole como un gato a un ratón.
—¿Cómo está Ladridos? —gritó Julián.
Pero Nobby ya había desaparecido en el interior de la carreta de su tío, arrastrado por éste. El dueño del elefante contestó por él:
—Mal —dijo—. Aún no se ha muerto, aunque está casi a punto. En mi vida he visto a un bicho tan enfermo. Nobby está desesperado.
Los muchachos se alejaron. Jorge tuvo que sujetar al perro durante todo el tiempo, pues tan pronto como vio a Dan empezó a gruñir, intentando escapar al control de su ama.
—Menos mal que no se ha muerto —dijo Ana—. Ojalá que se cure pronto.
—No sé si tendrá esa suerte —contestó Julián—. Esa carne debía de estar bien empapada de veneno. ¡Pobrecito Nobby! ¡Qué horrible debe ser vivir bajo las garras de un tipo como ése!
—No me lo puedo imaginar de payaso, al «Tigre Dan», quiero decir —comentó Ana—. Los payasos son siempre tan divertidos, tan alegres y tan simpáticos…
—Bueno, eso es cuando actúan —la atajó Dick—. Un clown no tiene por qué ser lo mismo en la pista que fuera de ella. Si miras fotos de payasos cuando no están disfrazados, verás qué caras más largas tienen todos.
—Sí, pero es que «Tigre Dan» no tiene la cara larga, ni triste. La tiene repugnante, fea, cruel, salvaje, diabólica… —contestó Ana, con una fogosa indignación, haciendo reír a sus compañeros.
Mientras se dirigían a la parada del autobús que llevaba a la ciudad, Dick se volvió para comprobar si alguien los seguía.
—Lou nos está espiando —dijo—. ¡Estupendo! Oye, Julián, ¿crees que se verá la parada desde donde él se encuentra?
Éste se volvió.
—Sí, seguro. Además, ya procurará mantenerse bien atento para cerciorarse de si nos vamos todos. Mejor será que yo también coja el autobús y me baje en la primera parada. Luego regresaré por algún atajo, para que no me sorprenda.
—Muy bien —contestó Dick, encantado de hacerle una jugarreta a Lou—. Vamos, que ya está ahí. Tendremos que correr para cogerlo.
Montaron los cinco en el vehículo. Lou, allá a lo lejos, continuaba al acecho. Dick sintió la tentación de volverse para dirigirle algunos gestos de burla, pero logró contenerse a tiempo.
El autobús arrancó. Los niños pagaron tres billetes hasta la ciudad y uno hasta la parada más próxima. Adquirieron también un billete para Tim, quien lo ostentaba con orgullo en el collar. Le encantaba viajar en autobús.
Julián se apeó en la primera parada.
—Bueno, hasta la tarde —les dijo—. Cuando volváis, dejad que vaya Tim delante, por si ésos siguen rondando aún. A lo mejor a mí me resulta imposible avisaros.
—Muy bien —contestó Dick—. ¡Adiós y buena suerte!
Julián agitó la mano en señal de despedida y se volvió por la misma carretera que acababan de recorrer. Tropezó con un senderillo que subía por la ladera y decidió tomarlo. Pasaba muy cerca de la granja de los Mackie, con lo que en seguida pudo orientarse. Pronto llegó a los remolques y se preparó unos bocadillos para llevárselos a su escondite, cortando también un pedazo de bizcocho, por si la espera se tornaba demasiado larga.
«¿Dónde me esconderé? —pensaba el muchacho—. Tiene que ser algún sitio desde el cual pueda dominar el camino. Así descubriré a los hombres tan pronto como suban. Además, tendrá que verse también esta plataforma para enterarme de lo que hacen.» ¿Dónde estaría mejor? ¿En un árbol? No. No había ninguno lo suficientemente frondoso ni lo bastante cerca como para que le sirviese. ¿Detrás de un matorral? No, sería muy fácil que los hombres diesen la vuelta y le vieran. ¿Qué tal estaría meterse entre unos tojos? Sí, ésa era una buena idea. No obstante, el muchacho tuvo que desistir de su propósito, dado que el arbusto tenía demasiado espesor para intentar meterse dentro de él y, además, le arañaba las piernas y brazos de un modo terrible.
«¡Caramba! Pues tengo que encontrar pronto un lugar apropiado o van a llegar antes de que esté escondido.»
De repente tuvo una inspiración que le hizo esponjarse de orgullo. ¡Ya lo había encontrado! ¡El escondite ideal!
«Me subiré al tejado de uno de los remolques —pensó—. Nadie me verá ahí arriba y ni se les ocurrirá pensar que pueda haber alguien escondido ahí. Ésta sí que es una buena idea. Disfrutaré de una buena vista sobre el camino, y de un asiento de primera fila sobre estos tipos y todo lo que hagan.»
Sin embargo, topó con algunas dificultades para encaramarse al tejado. Tuvo que buscar primero una cuerda, hacer en ella una lazada y engancharla a la chimenea. Por fin lo logró y la cuerda quedó preparada para trepar por ella. Lanzó entonces sobre el tejado su paquete de comida y subió luego, recogiendo la cuerda y arrollándola a su lado. Después se tendió con objeto de asegurarse de que nadie podría vislumbrarle desde abajo, aunque, naturalmente, si los hombres subían por la ladera a mayor altura que la plataforma, sí que lo descubrirían. No obstante, no tenía más remedio que correr el riesgo.
Siguió tendido, quieto, observando el lago y el camino con los ojos y los oídos bien abiertos por si alguien se acercaba. Dio gracias al cielo porque el día no hubiese amanecido muy caluroso, pues, de haber ocurrido así, se habría asado sobre aquel tejadillo. Lamentó no haber tomado la precaución de traerse una botella de agua por si tenía sed.
Contempló las columnas de humo que se alzaban muy abajo, en el campamento del circo, y un par de barquitas que surcaban el lago. «Gente pescando», pensó el muchacho. Una pareja de conejos jugueteaban no lejos de su posición. El sol se asomó entre las nubes y lució unos diez minutos. El muchacho sentíase abrasado. Por fortuna, se ocultó y pronto notó un gran alivio.
De pronto escuchó un silbido y se quedó tenso, esperando…, pero no era más que alguien de la granja que bajaba por la colina, a bastante distancia, aunque el silbido había resonado claramente en el silencioso paraje. Julián estaba muy aburrido. Los conejos se habían marchado y no se veía ni una mariposa. Tan sólo un pequeño verderol, en la cima de un arbolillo, repetía un sonsonete monótono y exasperante. De súbito el pájaro, alarmado al parecer, salió volando. Había percibido algo que lo había puesto en alerta. También Julián podía oírlo ahora y exploraba con ansiedad el camino que conducía a la colina. El corazón, golpeteaba con fuerza dentro de su pecho. De pronto divisó a dos hombres. ¿Serían Lou y Dan…? Aunque no se atrevió a asomar la cabeza cuando se acercaron, por si lo descubrían, comprobó por sus voces que sí lo eran. Efectivamente, no había modo de confundir aquellas voces ásperas y desagradables. Los hombres penetraron en la plataforma y el muchacho pudo distinguir sus palabras.
—Pues es verdad que no hay nadie. Los críos se han largado por fin y se han llevado a ese maldito chucho.
—Ya te dije que les vi coger el autobús esta mañana, con perro y todo —refunfuñó Lou—. Se quedarán fuera todo el día, así que podemos coger lo que queramos.
—Pues, ¡hala! Vamos por ello.
Julián esperaba que emprenderían la marcha de nuevo, pero no se movieron de la explanada. Al parecer permanecían allí al lado, junto a las viviendas. El muchacho no osaba aproximarse al borde para ver lo que hacían, aunque se alegró de haber echado las contraventanas y cerrado bien las puertas.
En aquel momento empezó a oír unos extraños jadeos, algo así como si dos personas resoplaran. La carreta sobre la que Julián se encontraba se movió un poco.
«¿Qué estarán haciendo?», se preguntaba el muchacho, intrigado. Movido por una irresistible curiosidad, se arrastró hasta el borde del remolque y miró hacia abajo, aunque se había hecho el firme propósito de no hacerlo.
Recorrió el contorno con la vista. No había nadie. Quizás estuviesen al otro lado. Cuidadosamente se arrastró hasta el borde opuesto y se asomó con idénticas precauciones sobre el otro costado de la vivienda, que aún se movía un poco, como si los hombres estuviesen empujándola. ¡Al otro lado tampoco había nadie! ¡Qué extraño…! ¡Claro! Se habían metido debajo del remolque. ¡Debajo…!, se repetía el muchacho cada vez más asombrado, volviendo a ocupar el centro del tejadillo. Pero, ¿por qué? ¿A qué extraña faena se dedicaban?
Puesto que desde donde él se hallaba resultaba imposible mirar debajo del carromato, tuvo que contenerse con suposiciones. Los dos hombres gruñían y resoplaban y parecía como si estuviesen escarbando o arañando algo. Sin embargo, nada podía comprobar. En aquel momento, Julián los oyó salir de debajo de su escondrijo, profiriendo exclamaciones de ira y desilusión.
—Vamos a echarnos un pitillo —decía Lou con su desagradable voz—. Estoy hasta la coronilla de esto. Habrá que apartar esta maldita carreta. ¡Condenados mocosos! ¡Para qué cuernos irían a escoger precisamente este sitio!
Julián oyó el rascar de una cerilla y hasta él llegó el aroma de los cigarrillos. Luego, algo le hizo estremecerse. ¡La carreta se movía! ¡Cielos! ¿Pretendían aquellos individuos arrojarla por el borde de la plataforma, colina abajo?