Capítulo 13

Jorge estaba temblando. Sus piernas se negaban a sostenerla y se dejó caer en el banco de piedra, abrazándose a su perro.

—¡Ay, Tim, esa carne era para ti! ¡Gracias a Dios, gracias a Dios que fuiste tan listo como para no tocarla! ¡Ahora estarías envenenado!

El perrazo daba lametones a su ama, como si pretendiera consolarla. Los demás los miraban mohínos, sin saber qué hacer. Pobre Ladridos, ¿moriría? ¿Y si hubiese sido Tim? Le habían dejado solo todo el día y podía haber comido la carne.

—Nunca, nunca más te dejaré aquí solo —repetía Jorge.

—¿Quién le echaría esa carne envenenada? —preguntó Ana, con un hilo de voz.

—¿Quién iba a ser? —le contestó su prima con voz áspera y burlona—. Lou y «Tigre Dan».

—Está claro que se han empeñado en que nos marchemos —dijo Julián—, pero, ¿por qué?

—Por lo menos es seguro que pretenden quitar a Tim de en medio, pero tampoco alcanzo a comprender el porqué —apuntó Dick.

—¿Qué puede haber aquí que haga desear a esos hombres que dejemos el campo libre? —se preguntaba Julián en voz alta—. Son unos verdaderos canallas. ¡Pobre Nobby! Ya es bastante horrible verse forzado a vivir con ellos. Y ahora van y encima le envenenan a su perro.

Aquella noche, nadie demostraba sentir mucho apetito. Ana sacó el pan, la mantequilla y un tarro de mermelada. Jorge no quiso ni probarlo. ¡Qué final más trágico para un día tan hermoso! Se acostaron pronto y nadie protestó cuando Julián les anunció que iba a cerrar los carromatos.

—No es que tema que vayan a volver esos dos tipejos, pero nunca se sabe…

Si vinieron o no, no lograron averiguarlo los chicos, pues, aunque por la noche Tim empezó de repente a ladrar y a arañar frenético la puerta cerrada, cuando Julián abrió la puerta y proyectó hacia afuera la luz de su linterna, no pudo ver a nadie.

Tim no volvió a ladrar. Se quedó muy tranquilo, si bien durmió el resto de la noche con una oreja en tensión. Entre tanto, Julián se agitaba en su cama, tratando de aclarar lo sucedido. Probablemente, Lou y «Tigre Dan» se habían acercado, amparados en la oscuridad, para comprobar si el perro había tomado el veneno y muerto. No obstante, al oírle ladrar, se habrían dado cuenta de que no le pasaba nada y entonces se habrían retirado a toda prisa. ¿Qué pensarían hacer ahora?

«Hay algo muy raro detrás de todo esto —se repetía Julián una y otra vez—, pero ¿qué puede ser? ¿Por qué quieren que nos vayamos precisamente de este rincón?»

Por más que lo intentó, no consiguió imaginarlo siquiera, y, por fin, desistió, maquinando vagos proyectos. Ya se los expondría a los otros al día siguiente. Quizá pudiesen hacer pensar a Lou y a Dan que se habían ido a pasar el día fuera, con el perro. En realidad, él se quedaría escondido y, si Lou y Dan se acercaban por allí, cabía en lo posible averiguar algo…

Julián se quedó dormido mientras calculaba su plan. Como los otros, soñaba con elefantes que le escupían agua encima, con Pongo que corría tras los monos, con los perros jugando al fútbol. De pronto, irrumpían en sus sueños extrañas imágenes de carnes envenenadas. ¡Era espantoso!

Ana se despertó sobresaltada, soñando que alguien había metido veneno en los huevos duros que iban a comer. Se arropó temblando en su litera y llamó a Jorge con una vocecilla apenas perceptible.

—¡Jorge, Jorge! He tenido una pesadilla horrible.

Jorge se levantó al tiempo que Tim se estiraba, desperezándose. La niña encendió una linterna.

—Yo también he tenido unos sueños horrorosos —exclamó—. Estaba soñando que esos dos hombres andaban tras de Tim. Voy a dejar la linterna encendida un rato y así podremos charlar, porque supongo que, con lo nerviosos que nos hemos sentido todo el día, estamos propensos para tener pesadillas. Menos mal que sólo son sueños.

—¡Guau! —concluyó Tim, empezando a rascarse.

—¡Quieto! —le gritó su ama—. Cuando te rascas de esa manera, sacudes toda la casa. ¡Estate quieto!

El perro obedeció. Suspiró y se dejó caer pesadamente con la cabeza entre las patas, mirando a Jorge con ojos adormilados, como si le dijese: «Apaga la linterna, tengo sueño, quiero dormir.»

Al otro día no hizo tanto calor y el cielo apareció nuboso. Ninguno se sentía muy alegre, porque no lograban dejar de pensar en el pobre Nobby y en su perrillo. Se desayunaron casi en silencio. Luego, Ana y Jorge se dedicaron a apilar los platos para fregarlos en el manantial.

—Hoy iré yo a la granja —anunció Julián—. Tú, Dick, siéntate en el banco y coge los gemelos. Veremos si aparece Nobby a hacer la señal. Tengo la impresión de que hoy no querrá que bajemos, porque, si sospecha que su tío y Lou fueron los que pusieron la carne que envenenó a su perro, habrá tenido una buena trifulca con ellos.

Se dirigió a la granja con los dos cestos vacíos. La señora Mackie lo tenía todo preparado y el muchacho adquirió una completísima provisión de alimentos de delicioso aspecto. El regalo de la buena mujer consistió esta vez en un bizcocho de jengibre, que conservaba aún el calorcillo del horno. Mientras le pagaba, Julián preguntó:

—¿Vienen los de ese circo a comprar comida aquí?

—Algunas veces —repuso la granjera—. A mí no me importa despachar a las mujeres o a los niños, aunque están bastante sucios y de vez en cuando me desaparece algún pollo. Pero a los hombres no los soporto. El año pasado estuvieron por aquí dos tipos husmeando por todas partes. Mi marido tuvo que echarlos.

Julián agudizó el oído.

—¿Dos hombres? ¿Qué aspecto tenían?

—Muy desagradable. Uno de ellos tenía los dientes más amarillos que he visto en mi vida. Dos personas muy antipáticas. Vinieron de noche y supusimos que andarían tras nuestras gallinas. Sin embargo, ellos nos juraron que no venían por eso. Pero, ¿qué otra cosa podrían estar buscando en estos parajes y a esas horas?

—Pues… No sé, pero me lo puedo imaginar —contestó Julián, teniendo ya la completa seguridad de que los dos hombres a quien la señora Mackie se refería eran Lou y «Tigre Dan». ¿Por qué se dedicarían a recorrer de noche las colinas?

Al cabo de un rato recogió las provisiones y se marchó. Cuando se aproximaba al campamento, Dick lo llamó con voz excitada.

—¡Eh, Julián! Ven a mirar con los gemelos. Ahí están Nobby y Pongo, en la barca, pero no entiendo qué intentan decirnos.

Julián tomó los prismáticos y recorrió con la mirada la superficie del lago. Allá abajo se veía el botecillo de Nobby, quien, imitado por Pongo, agitaba en el aire una prenda de un rojo intenso.

—No distingo qué es lo que mueven, aunque eso me parece lo de menos —comentó el muchacho—. Lo principal es que han traído un trapo rojo, no blanco. Rojo significa peligro. Seguro que tratan de hacernos una advertencia.

—Claro, no se me había ocurrido. Si seré idiota, una cosa tan fácil. Rojo: peligro. ¿Qué pasará?

—Por lo pronto, ya sabemos que hoy será mejor que no bajemos al circo —dijo Julián—. Y además, cualquiera que sea el peligro, es bastante grande porque no sólo es Nobby el que agita una cosa roja, sino también Pongo. En una palabra, peligro doble.

—Julián, qué listísimo eres —afirmó Jorge, qué estaba escuchando—. El único que ha aclarado todo este jaleo. Peligro doble… ¿Qué pasará?

—Quizá pretenda informarnos de que hay peligro en el circo y también aquí arriba —contestó éste, pensativo—. Ojalá el pobre Nobby esté en seguridad. «Tigre Dan» se porta con él como un salvaje. Estoy por afirmar que ya se ha llevado una paliza o dos desde ayer.

—¡Es vergonzoso! —exclamó Dick.

—No le digáis a Ana que hay moros en la costa, ¿eh? —cuchicheó Julián, al verla acercarse—. Se asustaría mucho. La pobrecilla estaba deseando pasar unas vacaciones tranquilas, sin complicaciones. Y creo que nos hemos metido en una sin saber cómo ni por qué: La verdad, estoy pensando que lo mejor sería que nos marchásemos a otra parte.

En realidad, no se mostraba excesivamente sincero, ya que, en su fuero interno, deseaba con ardor aclarar el misterio que provocaba el curioso comportamiento de Lou y Dan. Al momento, los otros le abuchearon.

—¿Que nos vamos a ir? ¡No seas gallina, Julián!

—Yo no me marcho y Tim tampoco.

—Callaos de una vez, que viene Ana.

Nadie añadió una palabra más. Julián pudo ver aún durante unos momentos a Nobby. Luego el muchacho y el chimpancé se dirigieron a la costa y desaparecieron.

Cuando se reunieron todos en el banco, Julián expuso el plan que había elaborado la noche anterior.

—Siento gran curiosidad por saber qué es lo que atrae de esa forma a Lou y Dan. Estoy seguro de que hay algo, no lejos de aquí, que les hace desear librarse de nuestra presencia. Pues bien, supongamos que los cuatro, acompañados por Tim, bajamos al circo, que nos vamos todos a la ciudad a pasar el día. Después, vosotros tres os marcháis, efectivamente, pero yo regreso aquí en seguida y me escondo. Si Lou y Dan aparecen, me enteraré de qué es lo que andan buscando.

—O sea que fingimos como que nos vamos los cuatro, pero tú te quedas por aquí escondido —comentó Dick—. Claro…, no está mal la idea.

—Te escondes en algún sitio y esperas a que vengan esos hombres —dijo Jorge—. Bueno, pero, ¡por lo que más quieras, Julián!, procura que no te vean. No vas a tener contigo a Tim para que te eche una mano y entre esos dos podrían hacerte picadillo.

—Hombre, seguro que lo están deseando —añadió Julián, algo ceñudo—. De todas formas no tengáis miedo. Procuraré mantenerme bien oculto.

—¿Y por qué no vamos a echar una ojeada a ver si encontramos la cueva, o lo que sea que busquen esos dos tipos? Si ellos pueden encontrarla, nosotros también. ¿No os parece?

—No sabemos si se trata de una cueva —repuso Julián—. La señora Mackie me contó que ya el año pasado estuvieron rondando por aquí. Su marido los echó porque creía que andaban tras las gallinas, pero yo no opino lo mismo. Tiene que haber algo, algo más importante que atrae a esos dos y que es por lo que intentan obligarnos a marchar.

—¡Pues vamos a echar un vistazo! —exclamó Jorge, excitada—. Hoy tengo ganas de aventuras.

—¡Por Dios, Jorge! —replicó Ana, sin poder contener su nerviosismo.

Se levantaron y Tim los siguió, agitando la cola. Se sentía feliz al comprobar que sus amigos no trataban de abandonarlo también aquel día, dejándolo solo y de guardia, como los anteriores.

—Iremos por separado —determinó Julián—, hacia arriba, hacia abajo y a los lados. Yo iré hacia arriba.

Se separaron y cada uno tomó una dirección. Tim, naturalmente, iba con Jorge. Entre ambos exploraron la colina, buscando posibles cuevas o cualquier otro tipo de escondrijo. El perro oliscaba todas las madrigueras de conejo, sintiéndose también muy responsable y atareado.

Pasada una media hora, los niños oyeron gritar a Julián y se apresuraron hacia el campamento, pensando que habría tropezado con algo extraordinario. Sin embargo, no había nada nuevo. Simplemente, cansado de buscar, había decidido dejarlo. Cuando vio que todos se acercaban corriendo, preguntándole qué había encontrado, negó con la cabeza.

—Nada —dijo—, y ya estoy harto de investigar. Por aquí no hay ninguna cueva, eso seguro. ¿Habéis localizado vosotros algo?

—Ni rastro —repusieron todos, desanimados—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Poner el plan en práctica —contestó Julián con rapidez—. Vamos a dejar que ellos mismos nos muestren lo que andan buscando. Vamos a bajar y, cuando estemos cerca, le gritaremos a Nobby que nos vamos a pasar el día fuera. Confiemos en que «Tigre Dan» y Lou nos oigan.