Lo encontraron en seguida. Apareció paseando entre los carricoches y aparentaba sentirse muy satisfecho de sí mismo.
Se acercó a Ana y, emitiendo cariñosos ruiditos, le entregó una cosa como si tratara de hacerle un regalo. La niña la cogió y, al mirarla, exclamó:
—Nobby, es un huevo duro. ¡Ay!, seguro que ha estado hurgando en la cesta de la merienda.
Así era; en efecto, faltaban dos huevos y algunos tomates. Nobby pegó al animal y lo castigó a permanecer encerrado en la jaula. El chimpancé se mostraba triste y emitía un extraño sonido, como si llorase; con la cabeza escondida entre sus enormes manazas.
Ana se conmovió.
—¿Está llorando? Pobrecito. Perdónale, Nobby, seguramente no pretendía portarse tan mal.
—¡No, qué va a estar llorando! ¡Lo está fingiendo, el muy «cara»! ¡Y claro que sabía que se estaba portando mal! ¡Si le conoceré yo…!
La mañana transcurrió Como un soplo visitando a los animales. Antes de que hubiesen tenido tiempo para ver a los monos, había llegado la hora de comer.
—Bueno, luego los veremos —dijo Nobby—. Vamos a comer ahora. Venid. Nos acomodaremos junto al lago.
Para particular satisfacción de los muchachos, Dan y Lou no habían aparecido ni por un momento.
—¿Dónde están? —preguntó Julián—. ¿Han salido a pasar el día por ahí?
—Sí, gracias a Dios —contestó Nobby—. Salieron a dar uno de sus misteriosos paseos. Porque, ¿sabéis? Cuando vamos por los caminos de un lado para otro, mi tío acostumbra desaparecer de pronto por la noche. Yo me levanto, ¡y ya no está!
—Y ¿adónde va? —se interesó Jorge.
—¡Cualquiera se lo pregunta! —repuso el chico—. Bueno, lo cierto es que hoy no andan por aquí, dando la lata como de costumbre, y no creo que vuelva hasta la noche.
Se fueron a comer junto al lago, que lanzaba destellos a sus pies y constituía una tentación, con sus aguas azules y tranquilas.
—¿Qué tal nos vendría un bañito? —preguntó Dick, tras haber comido a más no poder. Julián consultó el reloj.
—No se puede uno bañar después de haber comido de este modo —rechazó—. Ya sabes, Dick, hay que esperar un rato.
—Bueno —contestó éste, echándose en el suelo—, echaré una siestecita… ¿O vamos a ver a los monos?
Dormitaron un rato y luego iniciaron el regreso para visitar a los monos. Cuando llegaron al campamento, éste hervía de gente excitada, que corría de un lado para otro, dando chillidos.
—¿Qué os pasa? —preguntó Nobby—. ¡Por todos los demonios! ¡Si se han escapado todos los monos!
Así ocurría, en efecto. A cualquier parte que se dirigiera la mirada, se veía un monito castaño, parloteando consigo mismo, encima del tejadillo de un carromato o de una tienda.
Una mujer morena, de ojos penetrantes, se acercó a Nobby y, agarrándolo por los hombros, lo sacudió.
—Mira, mira lo que ha hecho tu chimpancé —dijo—. Cuando lo metiste en la jaula, seguro que no la cerraste bien y el bicho se salió y soltó a todos los monos. ¡Así reviente! ¡Como lo coja, le voy a arrear un escobazo que…!
—¿Dónde está Lucila? —preguntó Nobby, escapando de las garras de la enfurecida mujer—. ¿No puede encerrarlos?
—Lucila se ha marchado a la ciudad —bramó ella—. ¡Y buena se va a poner cuando se entere de esto!
—Bueno, deja a los monos en paz —replicó Nobby—. No le van a hacer daño a nadie. Esperarán tranquilamente a que vuelva Lucila.
—¿Quién es Lucila? —preguntó Ana, pensando que la vida en un circo era verdaderamente emocionante.
—La dueña de los monos —repuso Nobby—. ¡Eh, mirad, ya viene Lucila! Bueno, ya está todo solucionado.
Una apergaminada viejecilla se acercaba a toda la velocidad que le permitían sus piernas al campamento. Era muy semejante a sus simios, pensó Ana. Tenía los ojos vivos y penetrantes y sus manos, que sujetaban el rojo echarpe que la cubría, semejaban oscuras garritas.
—¡Se han escapado los monos! ¡Se han escapado los monos!
Lucila lo oyó y, levantando la voz, insultó al mundo entero, con un amplio y profuso vocabulario. Luego se quedó quieta, extendió los brazos y emitió algunas dulces «palabras mágicas», como más tarde afirmaría Ana, en un idioma que los niños desconocían.
Uno por uno, los traviesos animalillos fueron regresando en dirección a su ama, descolgándose de los tejados, de las carretas, y musitándole incomprensibles ternezas. Trepaban hasta los hombros de su dueña y se le colgaban de los brazos, estrechándose contra ella, como diminutos negrillos. Ni un animal rehusó acercarse. Todos acudían hacia Lucila, como arrastrados por un encantamiento.
Lucila se dirigió muy despacio a la jaula, murmurando las mismas dulces palabras. Los presentes contemplaban la escena en silencio.
—¡Qué «tipa» más rara! —le cuchicheó la mujer morena a Nobby—. No quiere a nadie más que a los monos. Y nadie más que los monos la quieren a ella. Ándate con mucho ojo, no vaya a ser que la tome ahora con tu chimpancé por haberle dejado escapar sus preciosos bichos.
—Me lo llevaré con la Señorona a tomar un baño —comentó apresuradamente Nobby—. Cuando volvamos, ya se le habrá olvidado la rabieta a Lucila.
Fueron a buscar al elefante y descubrieron al travieso Pongo escondido bajo un carromato. Tan de prisa como les fue posible, volvieron al lago, siguiendo el trotecillo de Señorona, que ansiaba ver llegar el momento del baño.
—Supongo que estas cosas pasan continuamente en un circo —dijo Ana—. No se parece en nada a la vida corriente.
—¿Ah, no? —preguntó Nobby, sorprendido—. A mí siempre me ha parecido normal.
El agua estaba fresca y todos se divirtieron nadando y chapuzándose. A Pongo no le gustaba adentrarse mucho, pero salpicaba a todo el que se ponía a tiro, riéndose y parloteando a voz en cuello. De un modo inesperado, se subió sobre la Señorona de un brinco y le tiró de una oreja. El animal, sorprendido, metió la trompa en el agua, la levantó sobre la cabeza y expulsó todo el líquido que aquélla podía contener sobre el desconcertado chimpancé.
Los muchachos se desternillaban de risa, retorciéndose al ver al aterrado Pongo escurrirse del lomo del elefante y caer al agua. El chapuzón fue monumental y el animal se mojó de pies a cabeza, cosa que odiaba con todas sus fuerzas.
—¡Te viene de perilla, bandido! —le gritó Nobby—. ¡Eh, Señorona, estate quieta, que soy yo!
Mas el elefante, encantado del descubrimiento, no quería detenerse, de modo que los niños hubieron de mantenerse fuera de su alcance, ya que tenía un tino excelente.
—En mi vida había pasado un día más divertido —comentó Ana, mientras se secaba—. Creo que voy a soñar toda la noche con monos, chimpancés, elefantes, caballos y perros.
Para completar la jornada, Nobby dio, por lo menos, veinte volteretas, que Pongo imitó rápidamente, haciéndolo incluso mejor que su mismo amo. Ana probó a su vez, cayéndose al primer intento. Después, se encaminaron al campamento.
—Siento no poderos invitar al té —dijo Nobby—, pero ya sabéis que nosotros, los del circo, no acostumbramos tomarlo. Además, después de la comilona, no tengo ganas. ¿Y vosotros?
Se mostraron de acuerdo, y sólo se comieron los toffees caseros de la señora Mackie, invitando también a Pongo a probarlos.
Éste mordió el caramelo con fuerza y, ante el regocijo de los chiquillos, recibió una gran sorpresa al comprobar que no podía separar los dientes. El animal se sentó en el suelo, balanceándose de un lado a otro y gimiendo con angustia. Sin embargo, el caramelo se deshizo pronto y el perplejo chimpancé pudo al fin abrir la boca. Entonces se dedicó a chupar ruidosamente el resto, pero no quiso probar otro.
Los muchachos paseaban por el campamento examinando los distintos carricoches. Nadie se extrañaba ya de su presencia. Todos sabían que eran los amigos «finos» de Nobby. Algunos de los chiquillos más pequeños se asomaban a las carretas y les sacaban la lengua, aunque ante los chillidos de Nobby desaparecían en el acto.
—¡Son de lo más mal educado! —dijo Nobby—. Bueno, en el fondo, son buenos chicos.
En su paseo llegaron adonde se hallaban los vagones grandes, atestados con los adminículos del circo.
—Cuando estamos descansando, no tenemos que molestarnos en desempaquetar todo este montón de cosas —dijo Nobby—. Aquí no las necesitamos. En cambio, cuando va a haber función, uno de mis trabajos consiste en ayudar a colocar todos esos chismes. Hay que armar la lona, poner los bancos en su sitio y todo eso. Entonces sí que hace falta arrimar el hombro, os lo aseguro.
—¿Qué hay en ese carro? —preguntó Ana con curiosidad, acercándose a una vagoneta cubierta por una ajustadísima lona embreada.
—No tengo ni idea —replicó Nobby—. Ese carro es de mi tío, pero no me deja entrar en él. No sé qué tiene ahí metido. A veces he pensado si serían las cosas de mis padres. Ya os he dicho que murieron. Una vez que iba a mirar dentro, me cogió mi tío y por poco me estrangula.
—Pues yo creo que, si eran cosas de tus padres, tienen que ser para ti —opinó Jorge.
—Lo divertido es que, a veces, este carro aparece lleno hasta reventar y otras veces no. A lo mejor, también Lou guarda ahí algunas de sus cosas.
—Bueno. Ahora no parece que nadie pueda meter aquí ni un alfiler. Está atestado.
Al poco tiempo ya se habían olvidado del vagón y se dirigían a ver las «propi» del circo, como les llamaba Nobby.
Ana se imaginaba que se trataría del vestuario. Sin embargo, resultaron ser mesas y sillas doradas, los brillantes soportes de la cuerda floja, cascabeles de alegre colorido para los perros amaestrados y otras «propi» circenses del mismo tipo.
—Propiedades, Ana —corrigió Julián—, propiedades del circo. «Propi» es una mala abreviatura.
—Oye, ¿no se nos está haciendo demasiado tarde? Se me ha parado el reloj. ¿Qué hora es?
—¡Ahí va! ¡Claro que es tarde! —repuso Dick, mirando el suyo—. Son las siete. Por eso tengo un hambre tan feroz. Bueno, tenemos que dar la vuelta. ¿Te vienes, Nobby? Puedes cenar arriba con nosotros, si quieres. Supongo que, aunque se haga de noche, no te perderás por el camino.
—Me llevaré a Pongo y a los perros —contestó Nobby, encantado ante la invitación—. Y si yo me pierdo, seguro que ellos sabrán guiarme.
Se pusieron en marcha hacia la colina, agotados tras el largo y emocionante día. Ana iba pensando en qué prepararía de cena para toda la «tropa». Jamón, desde luego, y tomates y el licor de frambuesa disuelto en el agua helada del manantial.
Estaban llegando ya a sus viviendas, cuando oyeron los furiosos ladridos de Tim. Ladraba sin parar, con decisión y energía.
—Está enfadado —dijo Dick—. ¡Pobre Tim! Debe de estar pensando que le hemos hecho traición.
Se acercaron a los remolques. Tim se arrojó sobre Jorge como si hiciese un año que no la veía. Le daba la pata, la lamía, volvía a tenderle la pata… Gruñón y Ladridos parecían encantados de volverle a ver y Pongo se mostraba dichosísimo. Le estrechó la cola repetidas veces y pareció desencantado al ver que Tim no le prestaba demasiada atención.
—¿Eh, qué está royendo Ladridos? —exclamó de repente Dick—. ¡Carne cruda! ¿Cómo habrá llegado hasta aquí? ¿Habrá venido el granjero a traerle algo? ¿Y por qué Tim no se la habrá comido?
Contemplaron en silencio a Ladridos, que mordisqueaba un trozo de carne en el suelo. Gruñón también se acercó, pero Tim no quería aproximarse y se mantenía retirado, con la cola caída, al lado del chimpancé, quien, escondiendo su gesticulante cara entre las manos, también permanecía alejado.
—¡Qué extraño! —comentaban los chicos, asombrados del raro comportamiento de los dos animales. De pronto comprendieron muy bien lo que pasaba. El pobre Ladridos dio un terrible y súbito aullido, se estremeció de pies a cabeza y se desplomó sobre un costado.
—¡Cielo, está envenenada! —gritó Nobby, apartando a Gruñón de un puntapié de la carne. Levantó a Ladridos en sus brazos y los chiquillos, conmovidos, comprobaron que lloraba.
—Ya le ha hecho efecto —decía con voz entrecortada—. ¡Pobrecito Ladridos!
Llevando al perrillo en los brazos y seguido de Gruñón y Pongo, el apenado Nobby emprendió, tambaleándose, el camino hacia el campamento. Ninguno se atrevió a seguirle. ¡Carne envenenada! ¡Qué cosa más horrible…!