A la mañana siguiente, mientras Ana recogía las cosas del desayuno, ayudada por Jorge, y Dick se dirigía a la granja para recoger lo que la granjera les había ofrecido, Julián sacó los anteojos y se sentó en el banco de piedra, esperando ver aparecer a Nobby en el bote.
Dick se alejó silbando. La granjera se mostró encantada de verle y le enseñó dos grandes cestos repletos de deliciosos alimentos.
—Lonchas de jamón curado en casa por mí —enumeró levantando el blanco paño que cubría uno de los cestos—y una olla de magro. Procurad guardarlo en un sitio fresco. Esto son lechugas y rábanos que cogí de la huerta esta mañana temprano, y algunos tomates.
—¡Qué fantástico! —exclamó el muchacho, contemplando encantado la comida—. Todas las cosas que nos gustan. Muchísimas gracias, señora Mackie. ¿Qué hay en el otro cesto?
—Huevos, mantequilla, leche y un bizcocho de hojaldre—contestó la mujer—. Creo que con esto tendréis bastante hasta mañana para los cuatro. Y en ese papel va un hueso para el perro.
—¿Cuánto le debo? —preguntó Dick. Pagó la cuenta y cogió los cestos. La señora Mackie deslizó un paquete en su bolsillo.
—Sólo son unos dulces caseros —dijo. Éste era el pequeño regalo que les había prometido. Dick le hizo un cariñoso guiño.
—Bueno, no intentaré abonárselos, porque la verdad es que le tengo un miedo atroz a su rodillo. Pero muchas, muchísimas gracias.
Se marchó encantado, pensando en la alegría de Ana cuando viese los cestos. Ya se la imaginaba colocándolo todo en la despensa, trasladando la mantequilla a un plato, metido en un cacharro de agua fría, y depositando los huevos en su sitio.
Tan pronto como llegó, oyó que Julián le gritaba.
—Nobby está en la barca, ven a ver. Nos hace señales con algo que no puede ser un pañuelo. Tiene que ser una sábana por lo menos.
—Nobby no duerme con sábanas —rechazó Ana—. No sabía ni para qué servían cuando las vio en nuestras literas. A lo mejor ha cogido un mantel.
—De todas maneras es algo grande. Sin duda, quiere indicarnos que podemos bajar al campamento con toda tranquilidad —dijo Julián—. ¿Estáis listos?
—Todavía no —respondió Ana, en tanto vaciaba los cestos que Dick había traído—. Tengo que sacar de aquí todas estas cosas y si pretendéis que lleve la comida en plan de campo, tendré que prepararla. ¡Fijaos qué cosas más ricas!
Todos se volvieron a mirar.
—La señora Mackie es un cielo —dijo Ana—. Desde luego todo es «exquisitísimo». Mirad, mirad qué jamón tan bueno, ¡huele a gloria!
—Y aquí está su regalito: dulces caseros —dijo Dick acordándose del paquete que llevaba en el bolsillo—. ¿Queréis uno?
Ana dispuso todo lo accesorio en media hora. Habían decidido llevarse la comida para ellos y para Nobby. No debían olvidarse, además, de sus bañadores y algunas toallas.
—¿Nos llevamos a Tim o no? —preguntó Jorge—. Me gustaría que viniese con nosotros, pero si ese dúo sigue tan interesado por nuestras carretas, será mejor que lo dejemos de guardia otra vez. No tendría ninguna gracia encontrarnos al volver con algo estropeado o la mitad de nuestras cosas desaparecidas.
—Desde luego —concluyó Dick—. Además, acordaos de que ni las carretas ni los muebles son nuestros. Por eso hay que tener muchísimo más cuidado con todo. Yo opino también que deberíamos dejar a Tim de guardia. ¿A ti qué te parece, Julián?
—Lo mismo —contestó éste en seguida—. Estos remolques son demasiado valiosos para dejarlos a merced de cualquier vagabundo. Aunque supongo que podríamos cerrarlos con llave. De todos modos, hoy dejaremos a Tim. Pobrecito, no hay derecho, ¿verdad, viejo?
Tim no contestó. Presentaba un aspecto triste y abatido. ¡Qué barbaridad! Se iban a marchar otra vez abandonándole allí. De sobra sabía lo que significaba «de guardia». Tendría que permanecer sin moverse al lado de las casas de ruedas hasta que los chicos regresaran. ¡Con las ganas que él tenía de ver a Pongo!
El animal, con las orejas caídas y la cola colgando, parecía la estampa de la tristeza, pero no cabía otra solución. Los muchachos comprendían que no podían privar a las carretas de vigilancia mientras mantuvieran dudas acerca del comportamiento de Lou y Dan. Así, pues, le dieron todos consoladoras palmadas, lo acariciaron y se despidieron de él. Tim, con gran dignidad, se sentó en el banco de piedra, dándoles la espalda para no verlos siquiera marchar.
—Se ha ofendido —dijo Jorge—. ¡Pobrecito Tim!
No les llevó mucho tiempo bajar hasta el campamento.
Allí encontraron esperándolos a Nobby, Pongo, Ladridos y Gruñón. Nobby sonreía de oreja a oreja.
—¿Pescasteis la señal? —preguntó—. El tío sigue en sus trece. Y creo que os ha cogido cariño. Dice que os tengo que enseñar todo lo que os dé la gana ver. Y hasta me prestó su camisa para haceros la señal. Pensé que si la hacía con algo grandísimo ya sabríais que todo iba bien.
—¿Dónde podemos guardar los trajes de baño y la cesta de la merienda mientras visitamos el campamento? —preguntó Ana—. En algún lugar fresco, si puede ser.
—Ponlos en mi carreta —dijo Nobby. Y los condujo a una carreta pintada de azul y amarillo, con ruedas rojas. Los muchachos se acordaban de haberla visto pasar ante su casa, apenas hacía dos semanas.
Entraron en ella. No valía ni la mitad que las suyas. En primer lugar, era mucho más pequeña y, además, aparecía sumida en el más profundo desorden. Todo estaba sucio y despedía un tufo repugnante. Ana la miró con desagrado.
—No es tan buena como las vuestras —dijo Nobby—. Me gustaría tener una igual. Viviría como un príncipe. Bueno, ¿qué queréis ver primero? ¿El elefante? Venid por aquí.
Se acercaron al árbol en que se hallaba atado el elefante. La Señorona arrolló la trompa en tomo a Nobby y contempló a los visitantes con sus inteligentes ojillos.
—Oye, Señorona, ¿te apetece bañarte?
El elefante trompeteó y los chiquillos retrocedieron asustados.
—Luego te llevaré —prometió Nobby—. Y ahora, ¡arriba, vamos, vamos, vamos!
Ante estas palabras, el inmenso animal lo ciñó con fuerza por la cintura y lo levantó hasta colocarlo con sumo cuidado sobre su inmensa cabeza.
Ana apenas osaba respirar.
—¡Oh! ¿Te has hecho daño, Nobby?
—¡Qué va! —respondió Nobby—. La Señorona no hace daño a nadie, ¿verdad que no, grandullona?
Mientras transcurría la escena, se había aproximado a ellos un hombrecillo de amplia sonrisa y ojos resplandecientes, que brillaban como si hubiesen sido barnizados.
—Buenos días —dijo—. ¿Les gusta a ustedes mi Señorona? ¿Querrían verla jugar al criquet?
—¡Sí, sí! —exclamaron todos.
El recién llegado sacó un palo de criquet, que tendió al animal. Éste lo tomó con la trompa y lo agitó en el aire. Nobby se deslizó con habilidad hasta el suelo.
—Yo jugaré con ella, Larry —decidió, tomando una bola de manos del hombrecillo. Desde lejos se la arrojó a Señorona, quien la golpeó con el palo con excelente puntería. La pelota salió disparada. Julián la detuvo y se la arrojó al elefante otra vez. Y de nuevo el animal la devolvió de un certero golpe.
Todos los niños tomaron parte en el juego, disfrutando con toda su alma. Atraídos por los gritos y las risas, algunos chiquillos del campamento se habían acercado a mirar, pero eran tan asustadizos como conejos y tan pronto como Julián o Jorge les dirigían la palabra, huían a esconderse en sus carromatos. Estaban sucios y harapientos. Sin embargo, casi todos poseían hermosísimos ojos y un cabello apretadamente rizado, que reclamaba a voces un buen lavado y un peine.
Nobby corrió en busca de Pongo, que corría de un lado a otro de la jaula emitiendo angustiosos gruñidos, sintiéndose olvidado. Cuando se vio al lado de los niños, se mostró feliz. En seguida abrazó a Ana, al tiempo que tiraba del pelo a Jorge, escondiendo la cara entre las manos y gesticulando con malicia.
—¡Ya te había avisado! ¿Es que no te acuerdas, Pongo? —le dijo Nobby—. Estate quieto y a mi lado o te encierro otra vez, ¿comprendido?
Luego fueron a ver a los perros y los soltaron a todos. La mayoría eran terriers o cruzados, ágiles y bien cuidados, que saltaban con alegría en torno a Nobby, mostrándole su cariño, su confianza y su excitación al verse libres.
—¿Os gustaría verlos jugar al fútbol? —preguntó Nobby—. ¡Eh, Ladridos, ve a buscar la pelota, rápido!
El animal se dirigió hacia la carreta del muchacho. La puerta estaba cerrada, pero el inteligente perrillo se levantó sobre las patas traseras y empujó el pestillo con el morro hasta lograr abrirlo. Penetró en el interior de la carreta y salió a los pocos momentos empujando un balón con el hocico. Bajó las escaleras y se dirigió hacia la explanada. El resto de los perros se abalanzó en tromba hacia el mismo sitio, lanzando gruñidos de alegría. ¡Guau, guau, guau! Conducían el balón, regateaban a los contrarios, mientras Nobby se colocaba en un extremo, con las piernas abiertas, para servir de portería. Gruñón y Ladridos se encargaban de meter los goles y los demás perros de pararlos, con lo que el juego resultaba de lo más emocionante.
De pronto, en el momento en que Ladridos acababa de marcar un tanto, arrojándose sobre la pelota e introduciéndola a toda velocidad por entre las abiertas piernas de Nobby, Pongo decidió intervenir en la refriega y, lanzándose en medio del campo, cogió el balón y huyó a toda velocidad con él.
—¡Bandido, «chalao»! —vociferaba su amo.
Los perros corrían tras el travieso chimpancé, que, de un brinco, se subió al tejado de uno de los carromatos, empezando a botar la pelota al tiempo que hacía incesantes muecas a los enfurecidos perros.
—¡Ay, ay qué risa! —decía Ana, secándose las lágrimas—. Me duelen los costados de reírme tanto.
Nobby tuvo que trepar al tejado de la carreta para recuperar la pelota. Pongo se bajó de un salto por el otro lado, abandonándola sobre la chimenea. Era un animal realmente juguetón.
A continuación se dirigieron al lugar donde se encontraban los magníficos caballos. Todos ellos iban revestidos con brillantes petos y estaban ejercitándose en un amplio prado, a las órdenes de un esbelto jovencillo llamado Rossy, a cuya mínima palabra obedecían los animales.
—¿Me dejas montar a la Reina Negra, Rossy? —preguntó Nobby con ansiedad—. ¡Por favor!
—Bueno —concedió éste. Su cabello negro relucía tanto como los petos de los caballos.
Entonces, Nobby asombró aún más a los va admirados niños. Saltó sobre un caballo negro y, de pie sobre su lomo, recorrió al trote todo el prado.
—¡Se va a caer! —gritaba Ana, aterrada. Sin embargo, no sucedió nada semejante. Súbitamente, el muchacho se dejó caer sobre las manos y se mantuvo derecho, con los pies en alto sobre el lomo del caballo.
—¡Bravo, bravo! —aplaudía Rossy—. Eres formidable en el caballo, jovencito. Monta ahora a Furia.
Furia era un animal de aspecto nervioso y violento, cuyos brillantes ojos denunciaban fiereza. Nobby se le acercó corriendo y saltó sobre él, montándolo a pelo. El animal se irguió sobre las patas traseras, bufando, y trató en vano de desprenderse del jinete, que, pese a todos sus esfuerzos, se mantenía agarrado a él como una lapa a una roca.
Por último, ya cansado, el caballo emprendió un trote ligero en torno al prado. De improviso, inició un frenético galope, frenando luego en seco con la esperanza de arrojar a Nobby sobre su cabeza. No obstante, el muchacho, que conocía y esperaba el truco, se echó hacia atrás en el momento preciso.
Rossy, asombrado por la habilidad del chiquillo, lo animaba.
—¡Bravo! ¡Muy bien! ¡Ya es tuyo! ¡Eres un gran tipo!
—Nobby, ¿cómo sabes hacer tantas cosas? ¡Qué listo eres! —chillaba Ana a pleno pulmón—. ¡Dios mío, cómo me gustaría a mí saber hacer eso!
Nobby desmontó con aspecto satisfecho. Resultaba muy agradable poderse exhibir un poco ante sus amigos «señoritos». De pronto echó una ojeada a su alrededor y exclamó:
—¿Dónde está el mono? ¡Seguro que haciendo de las suyas! ¡Vamos, vamos, hay que encontrarlo rápido!