Nobby se sentía francamente tentado por la idea de acompañar a sus amigos a la colina y cenar con ellos, pero le asustaba la posibilidad de encontrarse con su tío y Lou cuando éstos regresasen de su paseo.
—Bueno, no hay por qué preocuparse. Iremos vigilando todo el camino y el primero que los vea o los oiga avisa en seguida y tú te escondes volando detrás de un matorral hasta que pasen. Además, ten por seguro que no descuidaremos la guardia, porque tampoco a nosotros nos apetece encontrarlos.
—De acuerdo —decidió al fin el muchacho—Llevaré conmigo a mis perros para que visiten a Tim.
Así, pues, los cinco, seguidos por los dos perrillos, se encaminaron hacia la colina. Al principio subieron por los atajos. Sin embargo, pronto jadeaban de cansancio y resolvieron tomar el camino que, aunque más largo, no era tan empinado.
Mantenían los ojos bien abiertos por si aparecían los dos hombres, pero no se veía ni rastro de ellos.
—Estamos llegando a nuestro campamento —dijo Julián.
En aquel momento se oyó a lo lejos el furioso ladrido de Tim.
—¿Habéis oído? ¿Por qué ladrará de esa forma? Me temo que esos tipejos hayan localizado nuestro refugio.
—Si es así, menos mal que hemos dejado a Tim —repuso Dick—. De otro modo, a lo mejor nos desaparecía algo.
Al darse cuenta de que se estaba refiriendo al tío de su amigo, el muchacho enrojeció hasta la raíz del cabello, suponiendo que Nobby se ofendería al oír hablar de su tío como si fuera un vulgar ratero. Mas Nobby no se mostró ofendido en absoluto.
—No te preocupes por haber dicho eso de mi tío —contestó alegremente—. Sé muy bien que es una mala pieza. Y, además, no es tío mío en realidad. Cuando mis padres murieron me dejaron una pequeña cantidad de dinero, pidiéndole al «Tigre Dan» que me cuidase. Así que él se llevó el dinero, hizo que le llamase tío y me obligó a quedarme para siempre con él.
—¿Ya formaba parte entonces del circo? —preguntó Julián.
—Sí, mi padre y él actuaban juntos como payasos —repuso Nobby—. Siempre ha habido payasos en mi familia. Bueno. Espera a que yo sea mayor de edad y ya veremos quién hace los trucos. Pienso largarme y meterme en otro circo, donde pueda trabajar con los caballos. Me «chiflan» los caballos, pero el tipo que se ocupa de ellos no me deja acercarme. Debe de tenerme manía porque los sé manejar mejor que él.
Los niños contemplaban a Nobby con asombro. Nunca habían conocido a una persona tan extraordinaria. Se paseaba con un chimpancé domesticado de la mano, amaestraba montones de perros, vivía con el payaso principal de un circo, sabía dar unas volteretas maravillosas y… resulta que su única ambición era andar con caballos. ¡Qué tipo! Dick casi lo envidiaba.
—¿No has ido nunca a la escuela? —preguntó Ana. El muchacho denegó con la cabeza.
—Nunca, no sé escribir, aunque leo un poquillo. A casi todos los del circo les pasa lo mismo, así que a nadie le importa. ¡Por todos los rayos! A lo mejor vosotros sí sabéis. ¡No me digas que hasta Ana, la chiquitilla, sabe leer un libro!
—Sé leer hace «siglos» —dijo Ana—. Ahora voy ya por las fracciones.
—¡Córcholis! ¿Qué son fracciones? —preguntó el muchacho, impresionado.
—Pues… eso de los cuartos, medios, siete octavos y todas esas cosas. Pero te aseguro que preferiría saber dar volteretas como tú que hacer quebrados.
—¿Por qué ladrará Tim? —comentó Jorge al acercarse al bosquecillo de abedules.
De pronto se detuvo. Acababa de ver dos figuras tumbadas en el suelo, bajo los árboles. Lou y «Tigre Dan». No hubo tiempo para que Nobby se escondiese. Ambos hombres lo descubrieron al momento. Se pusieron en pie y esperaron a que los chiquillos se acercaran. Jorge daba interiormente gracias al cielo, pensando que, al primer silbido o grito, Tim acudiría en su auxilio. Julián miró a los hombres y, sorprendido, comprobó que parecían estar en plan amistoso. Una súbita sombra pasó por el rostro de «Tigre Dan» cuando posó la vista en Nobby. No obstante, se desvaneció en seguida.
—Buenas tardes —dijo Julián brevemente, dispuesto a seguir sin una palabra más, pero Lou se puso ante él.
—Ya hemos visto que habéis acampado aquí —dijo mostrando sus dientes amarillentos en lo que quería ser una sonrisa—. ¿No pensabais iros al otro lado de la montaña?
—No tenemos por qué discutir nuestras decisiones ni con usted ni con su amigo —replicó Julián con gesto y voz varonil—. Nos hemos marchado de abajo cuando ustedes nos dijeron, ¿no? Lo que hagamos ahora ya no les importa en absoluto.
—Sí, claro que nos importa —apuntó «Tigre Dan», esforzándose por parecer tranquilo y educado—. Subimos hasta aquí buscando un sitio para traer a alguno de nuestros animales, ¿comprendes? Y no queremos que corráis ningún peligro al quedaros aquí.
—No se preocupe —contestó Julián con sorna—. En las colinas hay sitio de sobra para sus animales y para nosotros, creo yo. No se moleste en asustarnos, porque no lo va a conseguir. Nos quedaremos aquí todo el tiempo que nos parezca oportuno y, si necesitamos ayuda, avisaremos al granjero y su gente, que están bien cerca, sin contar con nuestro perro.
—¿Habéis dejado al perro de guardia? —preguntó Lou al oírle ladrar—. Habría que matar a ese animal. Es peligroso.
—Sólo es peligroso para los vagabundos y los bandidos —intervino Jorge—. De lo que deben preocuparse es de alejarse de nuestro campamento cuando Tim esté de guardia. Los hará trizas si intentan acercarse.
Lou comenzaba a perder la paciencia.
—Bueno, ¿os vais o no? Ya os hemos dicho que necesitamos este terreno. Podéis bajar y acampar junto al lago si queréis.
—Sí, eso es —concluyó «Tigre Dan», ante el creciente asombro de los niños—. Así podéis bañaros en el lago todos los días y Nobby os enseñará todo el campamento y os podéis hacer amigos de los animales y…
En aquellos momentos le tocaba el turno a Nobby de sentirse francamente atónito.
—¡Por todos los rayos! ¿No me has puesto negro esta mañana por hacerme amigo de estos chicos? —preguntó—. ¿A qué estáis jugando ahora? Nunca en la vida has tenido a los animales en la colina y…
—¡Cierra el pico! —ordenó «Tigre Dan» en un tono tan furioso que los muchachos se quedaron aterrados. Lou propinó un codazo a Dan y éste se esforzó para aparecer de nuevo tranquilo y agradable.
—No queríamos que Nobby hiciese amistad con gente tan fina —comenzó a decir—, pero si a vosotros os gusta su compañía, pues adelante. Vosotros bajáis, acampáis junto al lago y Nobby os enseñará todo el circo. No se puede hablar más claro, ¿eh?
—Usted tiene otros motivos para hacernos todas esas concesiones —dijo Julián, zumbón—. Lo siento mucho, pero ya hemos hecho nuestros planes y no pensamos discutirlos con usted.
—Vámonos —intervino Dick—. Tenemos que tranquilizar a Tim. Se va a quedar sin pulmones de tanto ladrar. Además, nos debe estar oyendo y no tardará en aparecer por aquí. Entonces sí que nos va a resultar difícil separarlo de esos tipos.
Los cuatro chiquillos se pusieron en marcha. Nobby, indeciso, miró a su tío. No sabía si ir con ellos o no. Lou volvió a dar a aquél un codazo.
—Vete, vete con ellos si te apetece, hombre —dijo Dan al fin al sorprendido muchacho, tratando de hacer una mueca amistosa—. Sigue con tus elegantes amigos. Pueden hacerte mucho bien, ¿no crees?
La mueca se tornó súbitamente dura y Nobby pudo escapar del alcance de sus manos sólo gracias a su agilidad. Se sentía confuso y se preguntaba qué se escondería tras aquel súbito cambio de opinión de su tío. Echó a correr tras sus amigos. Tim acudió a su encuentro, ladrando y agitando su peluda cola, frenético de alegría.
—Eres un sol, un sol —le dijo Jorge, dándole palmadas—, y sabes hacer guardia de maravilla. ¿A que sabías que si te necesitaba daría un silbido, a que sí? Eres un sol, ¡de verdad!
—Ahora os preparo la cena —anunció Ana—. Estamos desfallecidos, así que mejor será que dejemos la charla para mientras comemos. Jorge, ven a ayudarme. Julián, ¿quieres traer la cerveza de jengibre? Y tú, Dick, haz el favor de llenar de agua los cacharros.
Los chicos se guiñaron el ojo. Les divertía ver a Ana tomar el mando y dar órdenes a diestro y siniestro, si bien todos la obedecían con sumo gusto.
Nobby fue a ayudarla y juntos cocieron los huevos en un pucherillo. Luego la pequeña preparó sándwiches de carne asada y tomate y colocó sobre la improvisada mesa el bizcocho que la mujer del granjero le había dado. También se acordó de sacar el licor de frambuesas, que encontraron exquisito.
Al poco rato se hallaban todos sentados en el banco de piedra, todavía tibio, viendo ocultarse el sol en un lago que parecía tan azul como una gigantesca hortensia en aquel bellísimo atardecer. El cielo se iba cubriendo poco a poco de jirones rosáceos.
Los muchachos, con un huevo cocido en una mano y un pedazo de pan y mantequilla en la otra, masticaban a dos carrillos, mojando los huevos de cuando en cuando en el platillo de la sal.
—No sé por qué, pero la comida en el campo siempre está mucho más sabrosa que la de casa —comentó Jorge—. Aunque tomásemos en casa lo mismo, nunca sabría tan rico.
—¿Quién puede con dos huevos? —preguntó Ana—. He preparado dos por barba y queda un montón de bizcochos, más sándwiches y algunas ciruelas que cogimos esta mañana.
—La mejor comida que he tomado en mi vida —exclamó Nobby, cogiendo el segundo huevo—. Y también la mejor compañía que he tenido en mi vida.
—Gracias —dijo Ana.
Todos se sintieron orgullosos. Ciertamente, Nobby no poseía muy buenos modales. Sin embargo, quizá por intuición, parecía saber decir siempre la cosa más oportuna.
—Menos mal que tu tío no te obligó a volverte con ellos —dijo Dick—. ¿Por qué se habrán vuelto tan amables de pronto…?
Se entabló una animada discusión. Julián se sentía confuso e incluso había empezado a pensar que sería mejor dar la vuelta a la colina y buscar otro sitio para acampar. Cuando los otros oyeron tal sugerencia, pusieron el grito en el cielo y le miraron burlones.
—¡Julián! No seas cobarde. Aquí estamos bien y nos quedaremos.
—¿Marcharnos ahora…? y ¿por qué? No estorbamos a nadie, digan lo que digan esos dos.
—Yo no muevo mi carro de aquí, pase lo que pase.
Naturalmente, ésta era Jorge.
—No, no os vayáis —intervino Nobby—. No hagáis caso de Lou y de mi tío. No os pueden hacer nada. Sólo pretenden molestaros. Si os quedáis, yo os enseñaré todo el circo.
—Bueno…, no es que yo admita las imposiciones de esos tipos —contestó Julián—, sino que…, bueno, yo estoy encargado de todos, y… no me gusta el aspecto de Lou y «Tigre Dan»… Además…
—Bueno, bueno, tómate otro huevo y olvídalo —dijo Dick—. Vamos a quedarnos en este refugio por mucho que Lou y Dan intenten echarnos de él. Y además, me gustaría ver quién es el listo que lo consigue. Me iba a extrañar mucho conocerlo.
El sol se puso, transformando el cielo en una inmensa llamarada rojiza, cuyo reflejo pareció incendiar el lago.
Nobby, pesaroso, se levantó y sus dos fieles perrillos, que habían estado jugueteando con Tim, le siguieron.
—Tengo que irme. Todavía he de hacer algunas cosas allá abajo. ¿Qué tal si bajáis mañana a ver los animales? Seguro que Señorona, la elefanta, os gustará mucho. Es un sol. Y Pongo se alegrará de veros otra vez.
—A lo mejor tu tío vuelve a cambiar de opinión y no nos quiere ver por allí —dijo Dick.
—Os haré una señal desde el bote agitando un pañuelo. Así sabréis si hay o no peligro. Bueno, hasta pronto entonces.