Realmente, era divertido estar instalados en un escondite tan confortable.
Habían colocado juntos los remolques, y los caballos fueron dejados sueltos en un prado, en el cual pacían los caballos de la granja cuando habían acabado la jornada. Trotón y Dobby parecían muy satisfechos en aquella ondulada pradera. Sobre una piedra socavada caía un hilillo de agua, que se mantenía siempre fresca. Los animales bebieron durante largo rato.
—También es un sitio estupendo para los caballos —comentó Julián—. Se los ofreceremos al granjero para que los utilice, si quiere. Pronto llegará la época de la recolección y a lo mejor le vienen bien dos caballos más. Ellos disfrutarán también teniendo otros compañeros, como antes.
Casi al borde de la plataforma había una piedra desgastada, tapizada de brezos.
—¡Butaca de patio para la película Vista del lago! —exclamó Ana sentándose en ella—. ¡Y está calentita del sol! ¡Qué gusto!
—Voto porque comamos aquí —propuso Jorge, sentándose a su lado—. La piedra es cómoda y amplia y además tan lisa que podemos poner los platos y tazas sin que se caiga nada. Y ¡menudo panorama, eh! ¿Veis algo del circo desde aquí?
—Hay una columna de humo allá a lo lejos —contestó Dick señalándola—. Supongo que pertenece al campamento y… ¡Oíd, hay una barca en el lago! ¡Qué pequeña se ve!
—A lo mejor es Nobby —dijo Ana—. Julián, ¿no trajimos unos anteojos? Yo creo que sí.
—Sí, me parece que sí —replicó Julián, tratando de recordar—. Yo iré a buscarlos.
Se dirigió a la carreta verde, rebuscó en los cajones y volvió al poco tiempo con los anteojos colgando en su funda.
—Vamos a ver —dijo, enfocando hacia el lago—. Sí, ahora se ve bien. Es Nobby… ¡Anda! ¿Sabéis quién viene con él? ¡Pongo!
Utilizaron los anteojos por turno para contemplar a Nobby y al chimpancé en la barca.
—Debíamos hablar con Nobby para que nos hiciese alguna señal desde el bote cuando Lou y su tío estuvieran fuera —dijo Dick—. Entonces sabríamos que no había peligro y podríamos bajar al campamento a visitarlo.
—Sí, es una buena idea —contestó Jorge—. Dame los gemelos, Dick. Tim también quiere mirar.
—Tú estás tonta. Tim no sabe emplear los anteojos —replicó Dick, tendiéndoselos sin embargo.
El animal aplicó con gran dignidad los ojos a los cristales y pareció mirar por ellos con mucho interés.
—¡Guau! —comentó cuando cesó en su observación.
—Dice que ha visto a Nobby y a Pongo —explicó Ana. Los otros se echaron a reír. Ana casi se lo creía en serio. ¡Era un perro tan listo…!, pensaba mientras acariciaba la suave cabezota.
El día se había vuelto en exceso cálido. Hacía demasiado calor para hacer nada, ni siquiera bajar al lago a bañarse. Los niños se sentían felices de encontrarse en las colinas, puesto que soplaba una suave brisa que los refrescaba de cuando en cuando. Ya no esperaban volver a ver a Nobby, al menos por aquel día. Quizás al día siguiente. Si no, bajarían a bañarse al lago. Sería fácil verle por allí.
Al poco rato, el banco de piedra se había recalentado tanto que ya no había manera de permanecer sentados en él. Los muchachos se retiraron al bosquecillo de abedules, donde podía disfrutarse de la sombra. Se llevaron unos libros y Tim se les unió jadeando como si hubiese pasado corriendo todo el día. Continuamente se acercaba al manantial para beber. Ana llenó un gran cacharro de agua fresca y lo depositó a la sombra, junto con una taza para sacarla. Durante todo el día, a causa de su sed, pudieron saborear la agradable sensación del agua límpida y fría extraída del manantial.
El lago aparecía coloreado de un intensísimo azul, y tan plácido como un cristal. La barca de Nobby ya no se hallaba en el agua. Él y Pongo se habían retirado y ni un solo movimiento turbaba la paz del lago.
—A la tarde, cuando refresque, podemos ir a bañarnos —propuso Julián a la hora del té—. Hoy no hemos hecho nada de ejercicio y nos sentará bien. No nos llevaremos a Tim por si nos tropezamos con Lou o Dan. Nosotros podremos escurrirnos al verlos, pero el perro se les echará encima tan pronto como los descubra y, si estamos en el agua, no podremos evitarlo.
—Además, lo mejor es que se quede para cuidar de los remolques —concluyó Ana—. Bueno, me voy a enjuagar los platos. ¿Alguien quiere comer más?
—¡Qué calor! —dijo Dick, tumbándose boca arriba—. Ojalá estuviéramos en la orilla. Me metería en el agua ahora mismo.
A las seis y media refrescó un poco el ambiente, y los cuatro niños se dirigieron al lago. Tim se sentía dolorido y furioso al ver que no le permitían acompañarlos.
—Hoy te toca quedarte, Tim —ordenó Jorge con firmeza—. ¿Comprendido? No dejes que nadie se acerque. ¡Mucho ojo!
—¡Guau! —contestó el animal en tono lúgubre, abatiendo la cola. ¡Dejarlo de guardián! ¿No sabía su ama que las carretas no podían marcharse solas y que lo que a él le apetecía era darse un buen chapuzón en el lago? Sin embargo, quedose vigilante en el banco de piedra, hasta ver desaparecer a los muchachos, con las orejas rígidas para escuchar sus voces y la cola tristemente caída. Luego se volvió junto a la carretera de Jorge y se echó a esperar, armado de paciencia, a que volviesen sus amigos.
Entretanto, los chiquillos bajaban por la ladera, tomando por los atajos y saltando como gamos para salvar los empinados desniveles. Cuando subieron en los carromatos, les había parecido un camino largo e interminable. Ahora que podían ir a pie por senderos de cabras y atajos, lo encontraron mucho más corto.
Un profundo corte en el terreno los obligó a volver al sendero, que siguieron hasta llegar a una curva cerrada, un lugar abrupto y escarpado, donde, ante su desmayo y asombro, se toparon de repente con Lou y el tío Dan.
—No les hagáis caso —aconsejó Julián en voz baja—. Continuemos juntos, sin detenernos y haciendo como si Tim viniese detrás.
—¡Tim, Tim…! —gritó Jorge—¡Ven corriendo!
Lou y Dan parecieron tan sorprendidos al ver a los chiquillos, como éstos habían quedado al divisarlos a ellos. Se pararon y se quedaron mirándolos. Julián obligó a sus compañeros a que se apresuraran.
—¡Eh, esperad un momento! —les gritó Dan—. Tenía entendido que os habíais largado ya más allá de las montañas.
—Lo siento, pero no podemos entretenemos —respondió Julián—. Tenemos bastante prisa.
Lou buscó a Tim con la mirada. No estaba dispuesto a perder de nuevo los estribos y ponerse a gritar, por si acaso aquel feroz animal se le volvía a echar encima. Esforzándose en aparentar tranquilidad, se dirigió a los chicos en voz alta.
—¿Dónde están vuestros carromatos? ¿Estáis acampados por aquí cerca?
Los chiquillos continuaron andando, sin molestarse en responder, y los hombres se vieron forzados a ir tras ellos para hacerse oír.
—¡Eh! ¡Oye! ¿Por qué no os paráis? Si no vamos a haceros nada malo… Sólo queríamos saber si estáis acampando aquí arriba. Abajo hay sitios mejores.
—Seguid andando —murmuró Julián—. No les contestéis. ¿A qué viene ahora decimos que es mejor acampar abajo, cuando ayer estaban deseando que nos fuésemos? Están locos.
—¡Tim, Tim! —llamó Jorge de nuevo, esperando que los hombres se detendrían si la oían llamar al perro. En efecto, cesaron de molestarlos y no volvieron a hablar. Llenos de furia, dieron la vuelta y prosiguieron su camino.
—Bueno, ya nos hemos librado de ellos —suspiró Dick, aliviado—. No pongas esa cara de susto, Ana. Lo que me gustaría saber es lo que buscan en las colinas. No creo que sean de los que pasean sólo por gusto.
—Dick, no estaremos metiéndonos en otra aventura, ¿verdad? —preguntó Ana de repente, con voz quejumbrosa—. No me apetece ninguna. Por una vez, podíamos pasar unas vacaciones tranquilas y corrientes.
—Claro que no vamos a tener aventuras —repuso Dick con sorna—. No hemos hecho más que tropezamos con dos tipos malencarados y ya te imaginas que nos estamos metiendo en un jaleo. Pues ¿sabes lo que te digo? Que me encantaría que tuvieras razón. Toda la vida hemos pasado las vacaciones juntos y siempre nos ha sucedido algo fuera de lo normal. Y no te atreverás a decirme que no te gusta luego hablar de ello y contarlo a todo el mundo.
—Bueno, me gusta después, pero no mientras está sucediendo —confesó la niña—. Me parece que no soy una persona muy aventurera.
—No, desde luego —confirmó Julián, ayudándola a salvar un profundo escalón—. En cambio eres una personita muy trabajadora, así que no te preocupes. Y además, si pasara algo, no te gustaría que te dejásemos a un lado, ¿a que no?
—¡No, no! De ninguna manera —repuso la pequeña—. Mira, ya estamos casi en la orilla. ¡Huy! El agua está helada.
A los pocos segundos estaban todos en el agua. Poco después apareció Nobby, dando gritos y haciéndoles señas.
—¡Eh! ¡Ya estoy aquí! Mi tío y Lou se han largado no sé adónde. ¡Viva!
Acompañaban al muchacho sus dos fieles perritos, pero no el chimpancé. Se arrojó al agua en seguida, nadando sin el menor estilo y salpicando a Jorge cuando estuvo a su lado.
—Vimos a tu tío y a Lou cuando bajábamos —le gritó ésta—. Quédate quieto un momento, Nobby, que te estoy hablando. Te decía que nos encontramos a la parejita al bajar. Se dirigían a las colinas.
—¿A las colinas? —preguntó, asombrado, el muchacho—. Si ellos no van de compras a la granja. Eso lo hacen las mujeres por la mañana temprano. ¿A qué irían?
—Pues sí, nos los encontramos allá arriba —intervino Dick, acercándose con vigorosas brazadas—. Creo que se quedaron de una pieza al vernos. Supongo que no nos volverán a molestar.
—Yo he tenido un día de perros —dijo Nobby, al tiempo que les mostraba unas señales oscuras en los brazos —¡Mi tío me pegó como un loco, por haberme hecho amigo vuestro. Dice que nunca más vuelva a hablar con extraños.
—¿Por qué? —preguntó Dick—. ¡Qué tipo más grosero y más egoísta! Bueno. En realidad, no parece que le hagas demasiado caso.
—¡Desde luego! Ahora está bien lejos, ¿no es verdad? Lo único que tengo que hacer es vigilar para que no me vea con vosotros. En el campamento ninguno se «chivará». Todos les tienen una manía…
—Te vimos en el bote con Pongo —dijo Julián, aproximándose a su vez para intervenir en la conversación—y pensamos que, si alguna vez quieres comunicarnos alguna cosa, puedes ir en el bote y hacernos señales con un pañuelo o algo por el estilo. Como tenemos anteojos, te veremos perfectamente y sabremos que está el camino libre para reunimos contigo.
—¡Formidable! —contestó Nobby—. Vamos a echar una carrera. ¡Os apuesto a que llego el primero!
Nobby no había aprendido a nadar con profesor, por lo que incluso Ana le alcanzó. A los pocos minutos se hallaban todos en la orilla, secándose mediante violentos ejercicios.
—¡Caramba! Estoy hambriento —dijo Julián—. Sube con nosotros, Nobby, y acompáñanos a cenar.