No les llevó mucho tiempo avistar el circo. Como Jorge había dicho, estaba asentado en una tranquila hondonada, al pie de las colinas. Un lugar silencioso, alejado de las zonas habitadas, donde los animales del circo podían disfrutar de una libertad relativa y ejercitarse con toda tranquilidad.
Los carromatos habían sido colocados formando un amplio círculo y varias tiendas aparecían esparcidas sin guardar un orden determinado.
El inmenso elefante se hallaba atado con una maroma al tronco de un árbol. Los perros corrían por todas partes y una larga fila de cuidados caballos evolucionaba por un prado cercano.
—¡Allí están todos! —gritó Ana, llena de excitación, poniéndose en pie sobre el pescante para ver mejor—. ¡Huy! El chimpancé anda suelto, ¿no? ¡Ah, no! Lo tienen atado con una cuerda. ¿Es Nobby el que está con él?
—Sí, es él —dijo Julián—. ¡Qué suerte poder pasearse con un chimpancé vivo! Mirad, el chimpancé lleva pantalones de fútbol. Seguro que lo visten como a una persona cuando sale a la pista.
Los niños observaban todo con el mayor interés, mientras sus remolques se iban acercando al campamento. En aquella cálida tarde, apenas se veía a nadie por la explanada. Nobby seguía con el chimpancé y una o dos mujeres removían el contenido de sus cazuelas, colocadas sobre pequeñas fogatas. Pero esto era todo.
Los perros del circo armaron una gran algarabía al ver aproximarse los desconocidos carromatos. Algunos hombres salieron de sus tiendas y levantaron la vista hacia el sendero que conducía hasta la explanada. Señalaron a los chiquillos con evidentes muestras de asombro.
Nobby, con el chimpancé firmemente asido de la mano, salió del campamento para curiosear acerca de los insólitos expedicionarios. Julián lo llamó.
—¡Eh, Nobby! No pensarías vernos aparecer por aquí, ¿verdad?
El muchacho se quedó atónito al oírse llamar por su nombre. Al principio no recordaba en absoluto a los chiquillos. De pronto, dejó escapar una excitada exclamación.
—¡Por todos los rayos! Sois los chicos que encontré el otro día en la carretera, ¿no? Pero, ¿qué hacéis aquí?
Tim dejó escapar un gruñido amenazador y Jorge, sujetándolo, preguntó a Nobby:
—¿Crees que se harán amigos aunque mi perro nunca haya visto un chimpancé?…
—No sé —respondió el muchacho, perplejo—. El viejo Pongo hace buenas migas con los perros del circo. De todos modos, no dejéis que vuestro perro se le acerque, o se lo comerá vivo. Ya sabéis la fuerza que tienen estos bichos.
—¿Crees que podría yo hacerme amiga de Pongo? Si me diera la mano o algo así, Tim se daría cuenta de que no intenta hacernos daño y no habría complicaciones. ¿Querrá Pongo ser amigo mío?
—¡Claro! Es el chimpancé más salado que hay bajo las estrellas, ¿verdad. Pongo? Anda, dale la mano a la señorita.
Ana no se sentía muy decidida a acercarse al animal, pero su prima desconocía el miedo. Se adelantó hacia la enorme bestia y extendió la mano. El chimpancé la tomó en el acto, se la llevó a la boca e hizo como si la mordiscara, sin cesar de emitir sonidos amistosos. Jorge se reía.
—¡Qué simpático! Tim, ¿ves? Éste es Pongo, un buen amigo —dijo, al tiempo que le daba unas palmaditas en el hombro, para demostrar al perro sus simpatías por el chimpancé. Éste correspondió en seguida imitando sus movimientos, haciendo amigables muecas. A continuación, le acarició la cabeza y le tiró de uno de sus bucles. Tim agitó la cola débilmente. Parecía perplejo. ¿Quién sería aquella extraña criatura a quien su ama parecía querer tanto? Con cautela avanzó un paso hacia él.
—Vamos, Tim, saluda a Pongo —ordenó Jorge—. Así, ¿ves? —y volvió a estrechar la mano del chimpancé. Pero esta vez el animal no la soltaba, sino que comenzó a sacudir su mano arriba y abajo, como si estuviese manejando la bomba de un pozo.
—¡No me suelta! —exclamó Jorge.
—¡Pongo, pórtate bien! —dijo Nobby con voz agria.
Al momento, el animal dejó en libertad la mano de Jorge y se cubrió la cara con su peludo brazo, como si se sintiese avergonzado. Sin embargo, los chicos se dieron cuenta de que por entre sus dedos asomaban sus maliciosos ojillos, llenos de animación.
—Es todo un mono —comentó Jorge riendo.
—No confundas, hombre. ¡Es todo un chimpancé! —replicó Nobby—. Mira, ya viene Tim a hacer las paces. ¡Por todos los diablos, se dan la mano!
En efecto, Tim, una vez convencido de que Pongo era un amigo, recordó sus buenos modales y levantó la pata derecha, como le habían enseñado. El chimpancé se la estrechó con fuerza. Después dio la vuelta alrededor del perro y repitió el saludo, estrechándole también la cola.
Ante comportamiento tan insólito, el pobre Tim no supo cómo responder.
Los chiquillos se retorcían de risa. Por último, Tim se sentó sobre su cola, protegiéndola. Mas en el acto se levantó agitándola, al ver acercarse corriendo a Ladridos y Gruñón. Pronto, sin embargo, se recordaron mutuamente.
—Bueno, todo marcha bien. Ya se han hecho amigos —comentó Nobby, complacido—. Ahora ellos le presentarán al resto de perros y no habrá jaleos. ¡Eh, tú, cuidado con Pongo!—El chimpancé se había escurrido detrás de Julián y estaba deslizando la mano en el bolsillo del muchacho. Nobby se acercó y le pegó en ella con fuerza.
—¡Malo! ¡Travieso! ¡Ratero!
Los chicos volvieron a reírse cuando, de nuevo, el chimpancé ocultó su rostro, mostrándose avergonzado.
—Tendréis que tener cuidado cuando Pongo os ande rondando. Le encanta birlarle las cosas de los bolsillos a la gente. Oye, dime, ¿son vuestras esas carretas? ¡Vaya elegancia!
—Nos las han prestado —respondió Dick—. La verdad es que cuando os vimos pasar con todas esas carretas tan alegres se nos ocurrió que nos encantaría marcharnos también a descansar, como vosotros. Por eso las pedimos.
—Y como nos habías dicho adónde pensabais acampar —prosiguió Julián—, os seguimos, pensando que no te importaría enseñarnos todo esto. ¿Te molesta?
—¡Quiá! Me encanta —respondió Nobby, entusiasmado—. Uno no se encuentra todos los días con gente que quiera tener tratos con un chico de circo como yo, es decir, gente fina, como vosotros. Me hará mucha ilusión enseñaros todo esto y podéis haceros amigos de todos los monos, perros y caballos de aquí.
—¡Oh! ¡Gracias! —exclamaron todos a la vez.
—Eso es hablar de verdad —dijo Dick—. ¡Corcho! Mirad al chimpancé. Quiere estrecharle la cola a Tim, como antes. En la pista debe ser divertidísimo, ¿verdad, Nobby?
—Es la monda —repuso éste—. Cuando sale, se hunde el circo de risa. Tendríais que verle actuar con tío Dan, que es el payaso principal, ¿sabéis? Pongo es tan buen clown como mi tío. Hay que ver actuar a estos dos chalados juntos. ¡Como para revolcarse!
—Me gustaría verlos —dijo Ana—, quiero decir actuando en la pista. ¿Le molestará a tu tío que nos enseñes los animales y todo lo demás?
—¿Por qué? Bueno, de todos modos no se lo preguntaremos. Pero, por favor, procurad estar muy amables con él. Es peor que un tigre cuando coge una rabieta. Aquí le llaman el «Tigre Dan», por esos ataques de furia que le entran.
A Ana cada vez le gustaba menos el aspecto que tomaban las cosas. ¡«Tigre Dan»!… Sonaba a crueldad y fiereza.
—Supongo que no andará por aquí ahora —dijo nerviosa, mirando a su alrededor.
—No, se ha ido no sé adónde —contestó Nobby—. Es un tipo solitario. No tiene más amigos en el circo que Lou, el acróbata, aquel que está allí.
Señaló a un individuo de largos miembros, desmadejado, con un rostro desagradable y una mata de aceitoso pelo negro, que se ensortijaba en apretados rizos. Se hallaba sentado en la escalerilla de una carreta fumando en pipa y leyendo un periódico. Los chiquillos pensaron que él y «Tigre Dan» debían formar una extraña pareja. Mal encarados, agrios e insociables los dos. Interiormente todos ellos se prometieron tener el menor trato posible con el acróbata y el payaso.
—¿Es buen acróbata? —preguntó Ana en voz muy baja, aunque Lou estaba tan lejos que no podía oírles.
—Bárbaro! ¡De primera! —contestó Nobby en tono admirativo—. Puede trepar por cualquier cosa, y a cualquier sitio. Podría subirse a aquel árbol con tanta facilidad como un mono. Yo le he visto escalar un edificio altísimo, subiendo por una tubería. ¡Parecía un gato! Es una maravilla. También deberías verlo en la cuerda floja. ¡Hasta baila encima!
Los niños lo observaron con una mezcla de admiración, temor y reverencia. Él, sintiendo pesar sobre sí sus miradas, levantó la vista y les dirigió una torva ojeada.
«¡Vaya! —pensó Julián—. Puede que sea el mejor acróbata del mundo, pero resulta un tipo repulsivo. Entre él y «Tigre Dan» no sé con cuál me quedaría.»
Lou se levantó desperezando su cuerpo, como un felino. Sus movimientos parecían suaves y ágiles. Se deslizó junto a Nobby, todavía con el ceño fruncido y una agria expresión en el rostro.
—¿Quiénes son estos críos? —preguntó—. ¿Qué hacen aquí, ensuciándolo todo?
—Nosotros no ensuciamos nada —protestó Julián en tono cortés—. Vinimos a visitar a Nobby. Lo conocíamos ya de antes.
Lou lo miró con repugnancia, como si fuese algo que oliese a podrido.
—¿Son vuestras esas carretas? —preguntó, señalándolas con la cabeza.
—Sí.
—Sois gente importante, ¿no? —dijo desdeñoso.
—Pues no mucho —respondió Julián manteniendo a duras penas su cortesía.
—¿Hay mayores con vosotros?
—No, yo cuido de todo —replicó Julián—. Y también este perro, que ataca a quien no le agrada.
A Tim, con toda claridad, le desagradaba Lou. Permanecía junto a él sin cesar de gruñir. Lou levantó el pie en dirección al animal. Jorge alcanzó a sujetar a éste en el momento preciso.
—¡Quieto, Tim, quieto! —gritó. Luego se volvió a Lou con los ojos centelleantes—. ¡No se atreva a pegar a mi perro! —le chilló—. Si lo hace, le tirará por el suelo. Apártese pronto o se le echará encima.
Lou escupió con desprecio y giró sobre sus talones para irse.
—¡Largaos! —dijo—. No queremos críos aquí pegados. ¡Ah! Y que conste que no me asusta ningún perro. Yo tengo mis sistemas para tratar a los malos bichos.
—¿Qué quiere usted decir? —le gritó Jorge, temblando aún de rabia.
Pero Lou no se dignó contestar. Subió las escalerillas de su carreta y cerró con un fuerte portazo.
Tim ladraba furioso, pugnando por arrancarse el collar que su ama sujetaba con fuerza.
—Ya lo habéis estropeado —comentó Nobby con voz lúgubre—. Si Lou os coge otra vez por aquí, os dará de coces. ¡Menudo es! Y tened mucho cuidado con el perro o desaparecerá.
Jorge estaba alarmada y furiosa.
—¿Que desaparecerá? Pero, ¿qué dices? Si piensas que mi Tim va a dejarse raptar, te equivocas.
—Bueno, bueno, sólo os estoy advirtiendo, no hace falta que te pongas así conmigo —protestó Nobby—. ¡Por todos los rayos! El chimpancé se ha metido en una de vuestras carretas.
La reciente escena fue olvidada al instante y todos se abalanzaron hacia el remolque verde. Pongo se encontraba en su interior, sirviéndose con liberalidad de una caja de dulces. En cuanto vio a los niños, empezó a gemir y se cubrió el rostro con las manos, aunque sin dejar de chupetear los dulces con glotonería.
—¡Pongo, eres un bandido! Ven aquí. Voy a tener que darte con el látigo —dijo Nobby.
—¡Oh, no! ¡Por favor! —rogó Ana—. Es un pillo, pero muy simpático. Además tenemos dulces de sobra. Coge tú también, Nobby.
—Bueno, gracias —contestó éste aceptando la invitación y haciendo una mueca—. Es estupendo tener amigos como vosotros, ¿verdad. Pongo?