Capítulo 5

Los tres o cuatro días siguientes transcurrieron para los chicos de un modo en absoluto perfecto.

Cielo azul, sol brillante, riachuelos donde chapotear y bañarse… y dos casas sobre ruedas que recorrían, chirriando, muchos kilómetros, por carreteras y caminos desconocidos por entero para ellos. ¿Qué más podían desear los niños?

Tim parecía disfrutar ampliamente. Al fin se había decidido a entablar una gran amistad con Trotón, el caballito negro. Trotón le buscaba de continuo para correr a su lado y le llamaba relinchando cuando sentía necesidad de su compañía. También se había hecho amigo del otro caballo y cuando ambos eran desenganchados de noche, los tres animales marchaban juntos al riachuelo de turno y se metían en el agua restregándose cariñosamente unos a otros.

—Éstas son las vacaciones más divertidas que hemos pasado jamás —comentaba Ana, mientras guisaba con aplicación algo en una olla—. Son emocionantes, pero sin peligros. Y aunque Julián se cree que es él quien nos cuida, soy yo en realidad la que cuida de todos. Si no fuera por mí, nunca tendríais las camas hechas, ni la comida a punto, ni los remolques limpios.

—¡Bueno, bueno, no presumas tanto! —replicó Jorge, que en su fuero interno se sentía culpable por permitir que Ana llevase a cabo todas las faenas.

—¡No estoy presumiendo! —contestó ésta, indignada—. ¡Es la pura verdad! Tú misma, Jorge, no has hecho tu cama ni una sola vez. Y no es que me queje, me encanta tener dos casitas para cuidar.

—Eres un ama de casa en pequeño, pero muy buena —la ensalzó Julián—. No sé qué haríamos sin ti.

Ana se ruborizó de satisfacción. Retiró del fuego la cazuela y repartió su contenido en los cuatro platos.

—¡Venid! —exclamó en el mismo tono en que su madre lo hubiera dicho—. Tomaos la comida antes de que se enfríe.

—Gracias. Yo prefiero tomarme lo mío cuando se enfríe —contestó su prima—. ¡Que barbaridad! ¡Cualquiera diría que es de noche! Hace el mismo calor que a mediodía.

Llevaban ya cuatro días en la carretera. Ana había desistido de otear el horizonte en busca de las colinas donde esperaban hallar acampada a la gente del circo. En realidad, hacía votos en su interior por que no llegasen a encontrarlos, ya que se sentía completamente dichosa con su labor diaria en aquellos hermosos parajes.

Tim se acercó a lamer los platos. Los chiquillos le dejaban hacerlo porque habían descubierto que así les resultaba mucho más sencillo fregarlos. Ana y Jorge fueron a aclarar los cacharros a un oscuro regato, mientras Julián sacaba el mapa y él y Dick lo examinaban con atención.

—Estamos poco más o menos aquí —dijo Julián señalando—. Si estoy en lo cierto, supongo que mañana llegaremos a las colinas, junto al lago. Allí veremos el circo.

—¡Estupendo! —contestó Dick—. Espero que localicemos a Nobby. Seguro que le encantará enseñárnoslo todo. A lo mejor, incluso nos busca un buen lugar para acampar.

—¡Bah! Eso podemos hacerlo nosotros, sin ayuda de nadie —replicó Julián, que se preciaba de saber escoger los mejores lugares—. Además, será preferible que no nos acerquemos demasiado al circo. Me imagino que los animales lo harán bastante apestoso. Prefiero que nos instalemos un poco más arriba, en las colinas. En un sitio desde donde se disfrute de una buena vista.

—Como quieras —asintió Dick.

Julián dobló el mapa. En aquel momento, las dos niñas volvían con los cacharros limpios, que Ana colocó con gran cuidado en los estantes de su vivienda.

Trotón acudió a buscar a Tim, que permanecía echado, jadeante, bajo uno de los remolques. Al ver que el perro no se movía. Trotón intentó meterse también bajo el remolque y, al no conseguirlo a causa de su mayor tamaño, terminó por tumbarse a la sombra, lo más cerca de Tim que le fue posible.

—Desde luego. Trotón es un animal de lo más divertido. Yo creo que haría un buen papel en un circo. ¿No le viste ayer corriendo detrás de Tim como si estuviese jugando?

La palabra «circo» les hizo recordar a Nobby y a su gente y todos se pusieron a charlar con animación acerca de los animales que allí había.

—Lo que más me gustó fue el elefante —afirmó Jorge—. ¿Cómo se llamará? ¡Cuánto me gustaría tener un mono!

—Os apuesto a que el más listo es el chimpancé —dijo Dick—. A ver qué le parece a Tim. Espero que se lleve bien con todos los animales, sobre todo con los perros.

—Lo que no me gustaría sería tener que tratar al tío de Nobby —intervino Ana—. Parecía capaz de arrancarle a uno las orejas con sólo atreverse a replicarle.

—Bueno. Las mías no las tocará, os lo aseguro —contestó Julián—. Nosotros no nos meteremos en sus cosas. No me dio la impresión de ser un tipo muy agradable, es verdad, pero a lo mejor ya no se encuentra con ellos.

—¡Tim! Sal de ahí debajo —gritó Jorge—. Aquí también hace fresquito. ¡Ven!

El animal se acercó jadeando. Trotón se levantó en el acto y se acercó a él, se echó a su lado y lo acarició con el morro. Tim le correspondió con un lametón y se alejó con aspecto aburrido.

—¿Verdad que Trotón es muy gracioso? —exclamó Ana al ver la escena—. Tim, ¿te gustarán los animales del circo? ¿Alcanzaremos las colinas mañana, Julián? Aunque a mí, desde luego, os confieso que no me importaría un comino no encontrarlas. ¡Sería tan divertido seguir solos como hasta ahora!

Durante la jornada siguiente, mientras los caballos arrastraban ruidosamente los remolques por el sendero, los chicos oteaban en la distancia, buscando las colinas. Por la tarde, las divisaron al fin a lo lejos, grandes y azuladas.

—Allí están exclamó Julián—. Aquéllas son las colinas de Merran. El lago Merran debe de estar al pie. Confío en que los caballos tengan fuerza suficiente para subir esas cuestas. Se debe de gozar de una vista maravillosa sobre el lago desde allí arriba.

Se iban acercando a las colinas. Eran bastante altas y aparecían magníficas a la luz de la tarde. Julián consultó su reloj.

—Me temo que hoy ya no nos queda tiempo para subir y encontrar un sitio a propósito para acampar. Mejor será que pasemos aquí esta noche y mañana por la mañana iniciaremos la ascensión.

—¡A sus órdenes, mi capitán! —repuso Dick—. Según el libro, hay una granja a unos cuatro kilómetros. Acamparemos allí.

Llegaron a la granja, construida junto a un ancho y rápido torrente. Julián, como de costumbre, fue a pedir permiso para acampar. Dick le acompañó, dejando al cuidado de las niñas la tarea de preparar la cena.

Los muchachos obtuvieron el permiso con facilidad y la hija del granjero, una rolliza y alegre muchacha, les vendió huevos, tocino, leche y mantequilla, junto con una mazorca de crema amarilla, ofreciéndoles también las frambuesas de su jardín para tomar con la crema.

—¡Caramba! Muchísimas gracias —dijo Julián—. Por favor, ¿podrías decirme si hay un circo acampado en aquellas colinas? Por allí, junto al lago.

—Sí. Pasaron hace una semana —contestó la muchacha—. Todos los años vienen por aquí para descansar. Yo siempre salgo a verlos cuando pasan. Resulta una diversión desacostumbrada en un lugar tan tranquilo como éste. Un año trajeron leones y, por la noche, los oía rugir desde mi cama. ¡Se me ponían los pelos de punta!

Los chicos se despidieron y se alejaron, entre burlones comentarios sobre la chica del granjero, a quien se le ponían «los pelos de punta» por oír a lo lejos un rugido.

—Me parece que mañana, si no se presentan contratiempos, estaremos en el campamento del circo —dijo Julián—. Creo que va a ser delicioso acampar en las colinas, ¿no te parece, Dick? Me imagino que allá arriba hará algo más de fresco. En las colinas siempre suele soplar la brisa.

—Confío en que el ruido de los animales del circo no nos ponga «los pelos de punta» por la noche —comentó Dick con una sonrisa—. ¡Se me ponen «los pelos de punta» del sol que hace!

A la mañana siguiente, los muchachos se pusieron de nuevo en marcha, para efectuar, según esperaban, la última etapa del viaje. No cabía duda de que encontrarían un lugar maravilloso para acampar y se quedarían allí hasta que llegara el momento de regresar a casa.

Conforme a lo prometido, Julián se había acordado de enviar a sus padres una postal cada día, comunicándoles en dónde se hallaban y lo bien que lo estaban pasando. Se había enterado por la muchacha de la granja de la dirección del distrito y había resuelto ponerse de acuerdo con la oficina de correos más próxima para que les guardasen las cartas que fueran llegando. Como es natural, mientras anduvieron con el remolque de un lado a otro, no habían recibido ningún correo.

Dobby y Trotón ascendían con firmeza por el estrecho sendero que conducía a las colinas. De pronto, Jorge vislumbró un reflejo azul entre los árboles.

—¡Mirad! ¡Allí está el lago Merran! —gritó—. Obliga a Dobby a avanzar más de prisa. Me muero de ganas de llegar a una explanada y ver el lago.

El sendero desembocó muy pronto en un amplio camino de carro, que subía a través de un boscoso monte comunal. El montículo descendía en suave pendiente hasta el borde de un enorme lago, que lanzaba azules destellos bajo el sol de agosto.

—¡Madre mía! ¿Verdad que es magnífico? —exclamó Dick, deteniendo a Dobby de un tirón—. Vamos, vamos a bajar hasta la orilla, Julián. Acercaos, niñas.

—¡Es precioso! —contestó Ana, saltando del pescante—. Vamos a bañarnos en seguida.

—Sí, vamos —concedió Julián.

Se metieron corriendo en las viviendas, arrancándose literalmente los shorts y las camisas y poniéndose los bañadores. Luego, sin coger siquiera una toalla para secarse, se lanzaron a toda velocidad hacia la orilla, deseosos de zambullirse en las refrescantes aguas azules.

Al principio, en la orilla encontraron el agua casi tibia, pero más adentro, donde había más profundidad, tenía un frescor delicioso. Los cuatro chiquillos sabían nadar y retozaron vigorosamente, lanzando gritos de alegría. El fondo del lago era arenoso, por lo que el agua aparecía transparente como un cristal. Cuando se cansaban salían del agua para tumbarse en la arenosa orilla del lago. Tan pronto como se secaban al sol y volvían a sentir calor, se metían de nuevo, dando chillidos al notar el contacto del agua fría.

—¡Lo que nos vamos a divertir bajando todos los días a bañarnos! —dijo Dick—. Tim, hazme el favor de no subirte encima de mí cuando esté nadando de espaldas, ¿quieres? ¡Oye, Jorge! A Tim le gusta tanto el agua como a nosotros, ¿eh?

—Trotón también se quiere bañar —gritó Julián—. ¡Miradle, ha arrastrado el remolque hasta la orilla y lo va a meter en el agua como no logremos detenerle!

Decidieron hacer un alto junto al lago y soltar a los caballos para que se bañasen si querían. Sin embargo, todo lo que éstos deseaban era beber y meterse hasta las rodillas en el agua, agitando las colas para espantar las moscas que no cesaban de martirizarlos durante todo el día.

—¿Dónde estará el campamento del circo? —preguntó Jorge de repente, mientras se comía un sándwich de tomate y jamón—. No lo veo.

Los chiquillos recorrieron con la vista toda la orilla del lago, que se extendía más allá de donde alcanzaba la vista. Por fin, los penetrantes ojos de Jorge descubrieron una pequeña columna de humo que se elevaba en el aire, a una distancia de dos kilómetros bordeando el lago.

—Deben de haber acampado en aquella hondonada, al pie de las colinas —dijo—. Supongo que la carretera llevará hasta allí. Podemos seguir ese camino y subir las colinas por detrás.

—Sí —concedió Julián—. Tendremos tiempo de sobra para charlar un rato con Nobby y encontrar un buen sitio para acampar antes de que se nos eche la noche encima. Buscaremos también una granja donde podamos comprar comida. ¿Qué cara pondrá Nobby cuando nos vea llegar?

Limpiaron todo, engancharon de nuevo a los caballos y se dirigieron hacia el campamento del circo. ¡Y ahora un poco de emoción!