Capítulo 4

Los remolques bajaban con lentitud por la amplia carretera. Julián se sentía tan feliz que cantaba a voz en cuello. Los demás coreaban los estribillos. Tim ladraba con todas sus fuerzas. Iba sentado a un lado de su ama, y, como Ana ocupaba el otro, se veía literalmente prensado. Sin embargo, una pequeñez así no podía molestarle en absoluto en un día tan radiante.

Dobby mantenía el paso con constancia, gozando del sol y de la brisilla que le agitaba las crines. Trotón le seguía a corta distancia. Se mostraba muy intrigado por la presencia de Tim y, siempre que oía ladrar al perro o le veía echar una carrera, volvía la cabeza para observarle. Era fantástico tener dos caballos y un perro por compañía.

Habían resuelto dirigirse a las colinas en las que esperaban hallar el circo. Julián había localizado el lugar en el mapa y estaba seguro de acertar el camino si se guiaba por el lago que se extendía al pie de las colinas.

—¿Lo veis? —había dicho a los otros señalando en el mapa—. Aquí está. Se llama el lago Merran. Os apuesto a que encontraremos a los del circo por allí cerca. Es un sitio excelente para los animales, con mucha agua y seguramente alguna granja donde aprovisionarse. Además, nadie les molestará.

—También nosotros tendremos que buscar esta noche una buena granja —dijo Dick—y pedir permiso para acampar. Es una suerte contar con ese librillo para saber en dónde nos lo concederán con facilidad.

Ana pensaba con delicia en el crepúsculo que se acercaba, cuando se detuviesen para acampar, hacer la cena, dormitar un rato junto a la hoguera y acostarse después en las literas. No sabría decir lo que le parecía más bonito, si vagar en los remolques por aquellas veredas a través del campo o preparar la acampada para la noche. Estaba segura de que aquéllas iban a ser las mejores vacaciones que habían pasado en su vida.

Tim se bajó del pescante para corretear entre los remolques. Ana se acercó un poco a Jorge su prima y le dijo:

—¿Te has fijado, Jorge, en que todas nuestras vacaciones han resultado muy agitadas? Siempre hemos tropezado con un montón de aventuras, muy emocionantes, es verdad, pero, por una vez, me gustaría pasar unas tranquilas, que fueran unas vacaciones corrientes, ¿no te parece?

—De ninguna manera. A mí me gustan las aventuras —replicó Jorge sacudiendo las riendas para obligar a Trotón a caminar más de prisa—. No me importaría en absoluto que nos saliera otra al paso… aunque, no te preocupes, Ana, no tendremos esa suerte.

A las doce y media hicieron un alto para comer, sintiéndose verdaderamente hambrientos. Dobby y Trotón se encaminaron a una zanja en la que crecía una hierba alta y jugosa, emprendiéndola con ella en el acto. Los niños se sentaron en un lugar soleado para comer y beber.

Ana miró a su prima.

—Oye, Jorge, tienes más pecas este verano que nunca.

—Ya sabes que eso no me importa —respondió ésta, a quien nunca preocupaba en lo más mínimo su apariencia e incluso se desesperaba porque le parecía que sus rizosos cabellos descubrían su condición femenina—. Pásame los bocadillos de tomate. ¡Qué bárbaros! Desde luego, como tengamos todos los días el mismo apetito, vamos a tener que comprar tocino, huevos, leche y mantequilla en todas las granjas que encontremos al paso.

Se pusieron de nuevo en camino. Le tocaba ahora a Dick el turno de llevar las riendas y Julián se apeó para estirar un rato las piernas. Jorge deseaba seguir conduciendo. Ana, en cambio, tenía demasiado sueño para continuar en el pescante sin peligro.

—Si se me cierran los ojos y me quedo dormida, me caeré del asiento. Creo que lo mejor será que me acueste.

Así lo hizo. El interior del remolque aparecía oscuro y fresco, ya que habían tenido la precaución de echar las cortinas a fin de mantenerlo agradable. Ana se encaramó a una de las literas y se acostó. Cerró los ojos y, gracias al suave bamboleo del carruaje, no tardó en quedarse dormida.

Julián entró, echó una ojeada y sonrió. Tim pretendió a su vez acercarse a mirar, pero Julián le impidió entrar a despertarla a lametones, como era su costumbre.

—Tú vente a dar un paseo conmigo. Te estás poniendo muy gordo. Un poco de ejercicio te sentará bien.

—¡No se está poniendo gordo! —rechazó Jorge, indignada—. Tiene un aspecto estupendo. No le hagas caso, Tim.

—¡Guau! —contestó éste, correteando tras Julián.

La expedición recorrió aquel día una buena distancia, pese a que avanzaba a escasa velocidad. Julián no se desvió ni una vez del recorrido trazado en el mapa. Cuando, a la puesta del sol, advirtió que no se veían siquiera las colinas hacia las que marchaban, Ana se sintió desilusionada.

—¡Pero, mujer, si están a kilómetros y kilómetros! ¡No seas tonta! —dijo Julián—. No llegaremos hasta dentro de tres o cuatro días, por lo menos. Ahora, chicos, a buscar una granja. Tiene que haber alguna por aquí cerca, donde podamos pedir permiso para acampar esta noche.

—Seguro que aquello es una granja —exclamó Jorge al cabo de unos minutos de observar el horizonte.

Señaló a un edificio de tejado rojo, que resplandecía al sol de la tarde. Había un pajar cubierto de musgo y unas cuantas gallinas escarbaban alrededor de él, bajo la mirada vigilante de dos perros.

—Sí, ésa es —asintió Julián, tras consultar el mapa—. La granja de Longman. El mapa señala un arroyo por aquí cerca… Sí, allí está… Mirad, en aquel prado. Si nos dieran permiso para acampar justamente ahí, sería estupendo.

Julián se encaminó en seguida a visitar al granjero y Ana marchó con él para pedir que les vendieran algunos huevos. El granjero no se encontraba allí, pero su mujer, encantada por el aspecto del alto y correcto muchacho, les concedió en el acto el permiso para pasar la noche en el prado situado junto al riachuelo.

—Estoy segura de que no pondréis aquello perdido con montones de basura y desperdicios, ni perseguiréis a los animales de la granja, ni me dejaréis abiertos los portones, como algunos mal educados han hecho. ¿Y usted qué desea, cocinerita, algunos huevos recién puestos? Sí, desde luego que te los daré, pequeña. Puedes coger también todas las ciruelas que haya maduras en ese árbol, para añadirlas a la cena.

Ya de regreso, y puesto que contaban con tocino entre sus provisiones, Ana dijo que lo freiría, junto con un huevo para cada uno. Sentíase muy orgullosa de saber guisar. Los días anteriores a la partida se había dedicado a ensayar con la cocinera y estaba ansiosa por demostrarles a los demás sus conocimientos.

Julián, asegurando que hacía demasiado calor para guisar dentro de las viviendas, encendió una hermosa hoguera al aire libre. Entre tanto, Dick desenganchó los caballos, que se dirigieron al riachuelo, metiéndose en el agua fresca hasta las corvas y retozando llenos de alegría. Trotón restregaba el morro contra Dobby. Trató de hacer lo mismo con Tim cuando el perrazo se puso a beber a su lado.

—¿Verdad que el tocino huele estupendamente? —preguntó Ana a Jorge, que se ocupaba en sacar los platos y los vasos del remolque—. Vamos a beber un poco de cerveza de jengibre, ¿no te apetece? Yo estoy reseca. ¡Eh, vosotros!, mirad cómo casco los huevos en el borde de la taza para freírlos.

¡Crac! El huevo se partió contra el filo, pero su contenido cayó fuera del tazón, en lugar de hacerlo en el interior. Ana enrojeció ante las ruidosas carcajadas con que corearon su actuación. Tim acudió en seguida a lamer el desperdicio. En aquellas ocasiones resultaba muy útil.

—Eres un cubo de basura estupendo —lo alabó Ana—. Toma también esta piel de tocino.

Después de aquel primer incidente, Ana frió sin contratiempos todos los huevos y el tocino. Los demás, incluso Jorge, se mostraron asombrados ante su habilidad y se esmeraban en limpiar sus platos con migas de pan, a fin de que fuesen fáciles de fregar.

—Jorge, ¿crees que le gustaría a Tim que le friera sus galletas, en lugar de dárselas frías? —preguntó Ana—. Las cosas fritas saben mucho más ricas. Estoy segura de que Tim las preferiría así.

—¡Qué va! Bueno se pondría el pobre —contestó Jorge.

—¿Por qué? ¿Y tú qué sabes?

—Yo sé de sobra lo que le gusta a Tim y lo que no —atajó Jorge—. Los bollos fritos no le gustarían. Pásame las ciruelas, Dick. Tienen un aspecto soberbio.

Permanecieron en torno a la hoguera durante un largo rato, hasta que Julián decidió que ya era hora de acostarse. Ninguno intentó poner objeciones, dado que todos estaban deseando probar las confortables literas.

—¿Dónde nos lavamos, en el arroyo o en la pileta de los platos? —dudó Ana—. No sé qué será más divertido…

—El agua del arroyo es más barata, ¿no crees? Bueno, daos prisa, que quiero cerraros la puerta para que podáis dormir tranquilas.

—¿Cerrarnos la puerta? —saltó Jorge, indignada—. ¡No se te ocurra ni en broma! ¡A mí no me encierra nadie! A lo mejor me apetece dar un paseo a la luz de la luna, o algo por el estilo.

—Sí, pero puede pasar un vagabundo o alguien que… —empezó a decir Julián. Jorge le interrumpió, burlona.

—¿Y Tim, qué? Sabes perfectamente que no permitirá a nadie acercarse a los remolques. No quiero quedarme encerrada, ¿lo oyes? No lo soportaría. Además, Tim es mejor guardián que cualquier cerrojo.

—Sí, supongo que sí… Bueno, Jorge, no es necesario que te pongas tan furiosa. Dedícate a pasear a la luz de la luna, si te apetece, aunque estoy seguro de que esta noche no habrá luna. ¡Aaah! ¡Qué sueño tengo!

Tras haberse lavado en el arroyo, subieron a sus respectivos carricoches, se desnudaron y se metieron en las apetecibles literas. Cada una de ellas contaba con sus correspondientes sábanas, una manta y un cobertor. Sin embargo, los chiquillos apartaron estos últimos tapándose tan sólo con las sábanas.

Al principio, Ana trató de dormir en la cama de abajo, mas, como el perro no cesaba de intentar subirse a la de arriba para dormir a los pies de su ama, como tenía por costumbre, la chiquilla terminó por irritarse.

—¡Jorge, más vale que me cambies el sitio! Tim no deja de pisotearme y dar saltos encima de mí, para subirse a tu cama. No me deja dormir.

Así, pues, cambiaron sus puestos. Tim no volvió a hacer más ruido, contentándose con echarse a los pies de Jorge, sobre la manta, mientras Ana descansaba en la litera superior, intentando no dormirse en seguida. La sensación era tan deliciosa de encontrarse en un remolque, junto a un arroyuelo, en pleno campo, que le daba pena no disfrutarla.

Los búhos se llamaban unos a otros en la oscuridad. Tim les gruñó sordamente. En medio del extraordinario silencio, se percibía con toda claridad el murmullo del riachuelo. Ana sintió que se le cerraban los ojos. ¡Qué pena! Se dormía sin remedio…

De pronto, algo la hizo despertar, sobresaltada. Tim comenzó a ladrar con tanta furia que ambas niñas, aterradas, estuvieron a punto de caer de las literas. Algo golpeaba con violencia el remolque, haciéndolo retemblar. ¿Pretendería alguien penetrar en su interior?

Tim saltó al suelo y corrió hacia la puerta, que las niñas habían dejado entornada a causa del calor. Entonces oyeron las voces de Dick y Julián.

—¿Qué pasa? ¿Estáis bien, niñas? Ya vamos.

Los dos muchachos se acercaban corriendo en pijama, sobre la hierba húmeda. Julián tropezó de pronto con algo tibio, duro y sólido. Dio un respingo. Dick encendió su linterna y, sin poderlo evitar, estalló en carcajadas.

—Te has lanzado contra Dobby de una manera que… Mira, mira con qué cara de susto te mira el pobre. Seguro que habrá estado rondando junto a los remolques y haciendo todos esos ruidos que hemos oído. ¡Niñas, no pasa nada, era Dobby!

Ya calmados, volvieron a dormirse hasta bien entrada la mañana, sin estremecerse siquiera cuando Trotón se acercó a los remolques, bufando suavemente.