Capítulo 1

—Me encanta el comienzo de las vacaciones de verano —dijo Julián—. Siempre me da la sensación de que van a durar siglos y siglos.

—¡Al principio marchan tan despacio y tan bien…! —repuso Ana, su hermana menor—. Lo malo es que en seguida empiezan a galopar.

Los otros se echaron a reír. Comprendían muy bien lo que Ana quería decir.

—¡Guau! —emitió una voz profunda, como indicando amplio asentimiento.

—También Tim piensa que tienes razón, Ana —comentó Jorge, dando una palmada al jadeante perrazo que reposaba junto a ellos. Dick la imitó y Tim les respondió con una cariñosa lengüetada.

En aquella primera semana de vacaciones, los cuatro niños se hallaban tumbados en el soleado jardín. Por regla general solían pasarlas en Kirrin, en casa de su prima Jorgina, pero esta vez, para variar, estaban todos en casa de Julián, Dick y Ana.

Julián era el mayor de todos, un muchacho alto y robusto, de rostro sano y agradable. Le seguían Dick y Jorgina, que parecía más bien un chico con bucles que una niña. Incluso insistía en ser llamada Jorge. Las mismas profesoras de su escuela la denominaban así. Ana era la menor, aunque, con gran satisfacción de su parte, estaba creciendo más de prisa que ninguno.

—Papá ha dicho esta mañana que, si no queríamos quedarnos aquí todas las vacaciones, podíamos elegir lo que nos gustase hacer —concluyó Ana—. Yo voto por que nos quedemos aquí.

—Pues yo creo que, para variar —replicó Dick—, podríamos pasar dos semanas en algún otro sitio.

—¿Qué os parece si vamos a Kirrin a visitar a los padres de Jorge? —preguntó Julián, pensando que quizás a ella le agradaría.

—No puede ser —rechazó ésta de inmediato—. Estuve en casa a mediados de trimestre y mi madre me dijo que papá estaba empezando uno de sus experimentos. Ya sabéis lo que eso significa. Tendríamos que andar de puntillas, hablar en voz baja y no acercarnos a él durante todo el tiempo.

—Ésa es la pega de tener a un sabio por padre —contestó Dick, tendiéndose boca arriba y cerrando los ojos—. Además, tu madre no podría atendernos a nosotros y a tu padre al mismo tiempo. Cuando se dedica a uno de sus experimentos, es capaz de dejarse escapar los átomos.

—A mí me es simpático el tío Quintín, aunque me da miedo cuando le entra una de sus rabietas —comentó Ana—. ¡Grita de un modo…!

—Bien. Queda decidido que no vamos a Kirrin —concluyó Julián bostezando—, por lo menos en estas vacaciones. Tú, Jorge, podrás ir a ver a tu madre siempre que quieras, una semana o así. ¿Qué haremos nosotros entonces, quedarnos aquí todo el tiempo?

Continuaban los cinco tumbados boca arriba al sol, con los ojos cerrados. ¡Qué tarde tan calurosa! Tim estaba echado sobre Jorge, con su rosada lengua colgando y jadeando sonoramente.

—¡Vaya, Tim! —exclamó Ana—. Haces más ruido que si hubieses estado corriendo kilómetros y kilómetros. Me estás dando todavía más calor del que hace.

Tim colocó su amistosa pezuña sobre la cintura de Ana, que soltó un chillido.

—¡No, Tim! ¡Qué pata más pesada! ¡Quítamela de encima!

—Oíd una cosa. Yo creo que si nos dejasen ir por nuestra cuenta a algún sitio, resultaría bastante divertido —opinó Jorge, mordiendo una brizna de hierba y bizqueando los ojos en dirección a! cielo, de un intenso azul—. Aquella vez que estuvimos solos en la isla de Kirrin, por ejemplo, nos divertimos como nunca. ¿No podríamos marcharnos a algún lado?

—Pero, ¿adónde? —repuso Dick—. ¿Y cómo? No somos bastante mayores como para llevar un coche, aunque os apuesto que yo sabría conducirlo. Y en «bici» no sería muy divertido, porque Ana no puede correr tanto como nosotros.

—Además, siempre hay alguien que tiene un pinchazo —concluyó Julián.

—Sería una cosa fantástica ir a caballo —suspiró Jorge—. Lo malo es que no. disponemos de ninguno.

—De uno por lo menos, sí. Tenemos al viejo Dobby —contestó Dick—. Es nuestro. Solía tirar del carricoche, pero, como ahora ya no lo usamos, se pasa la vida pastando en el prado.

—¿Y qué? Un caballo no podría llevarnos a los cuatro, tonto —dijo Jorge—. Dobby no sirve.

Se produjo un silencio, mientras todos pensaban perezosamente en las vacaciones. Tim intentó cazar una mosca y sus dientes se unieron con un ruidoso chasquido.

—¡Ojalá supiera yo cazar las moscas así! —comentó Dick, espantando una moscarda—. ¡Ven a coger ésta, Tim!

—¿Qué tal os parecería una excursión a pie? —apuntó Julián, tras una pausa. Hubo un coro de protestas.

—¿Queeé?… ¿Con este tiempo? ¡Tú estás loco!

—No nos lo permitirían tampoco.

—¡Qué horror! ¡Andar kilómetros y kilómetros con este calor!

—Bueno, bueno —los calmó Julián—. Pensad en algo mejor entonces.

—A mí me gustaría ir a algún sitio donde pudiéramos bañarnos —propuso Ana—. A un lago, por ejemplo, si es que no podemos ir al mar.

—Suena bien —dijo Dick—. ¡Madre mía! Me estoy durmiendo. O nos damos prisa en resolver este asunto o empezaré a dar ronquidos.

Sin embargo, el asunto no era tan fácil de solucionar. Ninguno quería ir a un hotel o una pensión, donde los mayores se empeñarían en ir con ellos y vigilarlos, ni les apetecía tampoco ir a pie o en bicicleta, en aquel caluroso mes de agosto.

—Me parece que vamos a quedarnos todas las vacaciones en casa —dijo al fin Julián—. Bueno, voy a echarme una siestecita.

A los dos minutos dormían todos sobre la hierba, excepto Tim. Cuando los chicos se dormían al aire libre, Tim se consideraba obligado a mantener la guardia.

El perrazo dio un suave lametón a Jorge, su ama, y se sentó con determinación a su lado, enhiestas las orejas y brillantes los ojos. Jadeaba con fuerza, pero nadie le oía ya. Dormitaban con deleite al sol, tostándose poco a poco.

El jardín se extendía sobre la falda de una colina. Desde el punto en que Tim se hallaba sentado, podía divisar un extenso trecho de la carretera que bordeaba la casa, una carretera ancha, si bien no demasiado frecuentada, por pertenecer a un distrito rural.

De pronto Tim percibió el ladrido de un perro en la lejanía y sus orejas giraron en aquella dirección. Después oyó que pasaba un grupo de gente por la carretera, y sus orejas se movieron de nuevo. Nada se le ocultaba, ni siquiera el petirrojo que bajaba de un arbusto no lejano para coger una oruga. Le gruñó quedamente, tan sólo para indicar que estaba en guardia, que no se descuidase.

En aquel momento apareció en la ancha calzada algo que hizo a Tim estremecerse de excitación al olfatear los extraños olores que ascendían hasta el jardín.

Una gran caravana se acercaba serpenteando por la carretera, entre el rumor y el estruendo de las ruedas. Un lento desfile, encabezado por un extraño ser.

El perro no tenía la menor idea sobre lo que sería aquel monstruo que aparecía al frente del desfile. En realidad era un enorme elefante. Tim percibió su olor fuerte y anómalo, que encontró desagradable. También llegó hasta él el tufo de los monos y la algarabía de los perros amaestrados. Les contestó desafiante.

—¡Guau, guau, guau!…

El fuerte ladrido despertó en el acto a los cuatro chicos.

—¡Cállate, Tim! —reprendió Jorge, enojada—. Buena la estás armando mientras dormimos.

—¡Guau! —repetía Tim con obstinación, empujando con las patas a su ama para obligarla a incorporarse. La niña se sentó. Inmediatamente vio la caravana y profirió un chillido.

—¡Eh, vosotros, despertad! ¡Está desfilando un circo! ¡Mirad!

Sus primos se incorporaron, despejados ya por completo. Con ojos atónitos, contemplaron las carretas que pasaban lentamente y oyeron el aullido de un animal y los ladridos de los perros.

—Mirad ese elefante que arrastra el carromato —dijo Ana—. Debe de ser terriblemente fuerte.

—¿Por qué no bajamos hasta el portón del camino? —propuso Dick.

Se levantaron y descendieron corriendo por el jardín, dando vuelta a la casa, hasta alcanzar el sendero que desembocaba en la carretera. El desfile pasaba en aquel momento ante la cancela.

Constituía un alegre espectáculo. Los remolques aparecían pintados con brillantes colores y, desde fuera, semejaban nuevos y flamantes. Cortinillas floreadas colgaban ante las ventanas. En el pescante de cada carreta se sentaba el dueño o la dueña, dirigiendo al caballo que arrastraba. Sólo el remolque delantero iba tirado por un elefante.

—¡Caramba! ¿No es emocionante? —exclamó Jorge—. Me encantaría formar parte de un circo que anduviese vagando todo el año de un sitio a otro. Ésa es la clase de vida que me gustaría.

—¡Menudo papel harías tú en el circo! —comentó Dick con aspereza—. Ni siquiera sabes hacer la rueda.

—¿Qué es la rueda? —preguntó Ana.

—Lo que hace aquel chico —respondió Dick—. ¡Mira!

Y señaló a un muchacho que estaba haciendo rápidos volatines, apoyándose sucesivamente en las manos y en los pies, girando como una verdadera rueda. Aparentaba muy sencillo, pero no lo era, como Dick sabía muy bien.

—¡Qué maravilla! —dijo Ana con admiración—. Me gustaría saber hacerlo a mí también.

El muchacho se les acercó y les dirigió una mueca. A su lado caminaban dos terriers. Tim empezó a gruñir y Jorge lo sujetó por el collar.

—No te acerques mucho —le gritó al muchacho—. Tim saltará sobre ti. No te conoce.

—No les haremos daño —contestó el muchacho, con otra mueca. Tenía un rostro feo y pecoso y una cabellera revuelta y descuidada—. No permitiré que mis perros se coman a vuestro Tim.

—Como si pudieran —repuso Jorge burlona, echándose a reír.

Los terriers se mantenían pegados a los talones del muchacho. Éste chasqueó los dedos y de inmediato ambos perros se levantaron sobre sus patas traseras y echaron a andar tras él, muy formales, dando unos curiosos pasitos.

—¡Oh! ¿Son perros amaestrados? —preguntó Ana—. ¿Son tuyos?

—Los dos —dijo el muchacho—. Éste es Ladridos y éste Gruñón. Los tengo desde que eran cachorros. ¡Son más listos que el hambre!

—¡Guau! —articuló Tim, muy disgustado en apariencia al ver a sus congéneres andar de un modo tan especial. Nunca se le hubiera ocurrido que un perro pudiese hacerlo sobre las patas traseras.

—¿Dónde vais a dar la próxima función? —preguntó Jorge con ansiedad—. Nos gustaría mucho verla.

—Estamos de descanso —repuso el muchacho—. Tenemos permiso para acampar con los animales allá arriba, en unas colinas que tienen al fondo un lago azul. Es un sitio salvaje y solitario y no molestaremos a nadie. Allí mismo instalaremos nuestros remolques.

—Eso suena bien —dijo Dick—. ¿Cuál es tu carreta?

—La que pasa en este momento —contestó el muchacho, señalando a un carricoche pintado de brillantes colores, azul y amarillo en los lados y con las ruedas rojas—. Vivo en ella con mi tío Dan, el payaso principal del circo. Aquel que va sentado en el pescante guiando el caballo.

Los niños contemplaron al payaso principal, pensando que nunca en su vida habían visto a nadie con menos aspecto de clown. Llevaba puestos unos astrosos pantalones de franela gris y una camisa roja cubierta de porquería, abierta sobre un cuello igualmente sucio. Aparentaba ser una persona incapaz de llegar a hacer una sola broma, ni nada que tuviese la menor gracia. En realidad, parecía bastante malhumorado, según la opinión de los niños, y ponía un gesto tan atroz mientras chupaba su vieja pipa, que Ana se sintió invadida por el miedo.

No se dignó dirigir una sola mirada, pero llamó con voz áspera al muchacho.

—Nobby, mantente a nuestro paso. Entra en el carricoche y hazme una taza de té.

El chico les guiñó un ojo y corrió hacia la caravana. Estaba claro que el tío Dan lo tenía en un puño. Se asomó a la ventanilla lateral de la carreta más cercana a los chicos.

—Siento no poder invitaros a tomar el té a vosotros y al perro —gritó—, pero a Gruñón y a Ladridos no les gustaría ni chispa conocerlo.

La caravana continuó su camino, llevándose al ceñudo payaso y al gesticulante muchacho. Los chicos siguieron contemplando el paso de los restantes carromatos. Se trataba de un circo bastante grande. Había una jaula de monos, otra en la que dormía un chimpancé, una hilera de preciosos caballos, bruñidos y relucientes, y un vagón grande que transportaba bancos, aparatos y tiendas. Pasaron después los remolques que servían de vivienda a las gentes del circo, con un ejército de personajes extraños, sentados en las escaleras de sus carretas o andando al lado para estirar las piernas. Al fin, desapareció el desfile y los chicos regresaron lentamente a su soleado rincón. Se sentaron en silencio. De pronto Jorge anunció algo que los hizo a todos ponerse en pie de un brinco.

—¡Ya sé lo que vamos a hacer estas vacaciones! ¡Alquilaremos un remolque y nos marcharemos en él por ahí!

—¡Eso!… ¡Eso!…