LA MUERTE DE UN GOBERNADOR
Roma, otoño de 70 d. C.
Partenio se había ganado la confianza absoluta del emperador. Su discreción y su tenaz negativa a dar crédito alguno a cualquiera de los rumores con relación a una posible rebelión de Tito le habían elevado a una posición muy próxima a Vespasiano. Eso hacía que todos los informes de las provincias imperiales, desde Germania Inferior hasta las lejanas Egipto o Siria, pasaran primero por sus manos. El decidía qué era relevante y qué no. No era infrecuente el envío de regalos acompañados de interminables cartas de gobernadores aduladores que, con poca habilidad, intentaban ocultar tras esas dádivas una mala gestión o, peor, una administración corrupta. Partenio sabía leer entre las líneas de aquellos mensajes con destreza y transmitía entonces sus certeros informes al emperador.
Vespasiano, satisfecho de que el trabajo de gestión de las provincias imperiales estuviera bien supervisado, le permitía que consultara el correo imperial sobre las mismas con total libertad. Además, Partenio no tenía esposa, ni hijos. Era un solitario que estaba convencido de que trabajando para un emperador de Roma lo mejor era no tener flancos vulnerables. Sin descendencia, por otro lado, se hacía menos peligroso a los ojos del emperador, pues no tenía ni hijos ni familiares de primer grado que colocar en diferentes puestos del cursus honorum. Y, en otro orden de cosas, algo ya desconocido para Vespasiano, Partenio, en gran medida, era un filántropo. Creía que el mundo podía mejorar, aunque fuera poco a poco, con una buena administración. Aun en sus años de madurez, sobrevivía en su ánimo un destello de ingenuidad, que lo mataba porque le daba energías para seguir allí. Otras veces se decía a sí mismo que sólo estaba allí porque era lo único que sabía hacer bien: leer informes y dar opiniones normalmente adecuadas sobre decisiones de política y, hasta cierto punto, de logística militar. Partenio sabía que era un hombre de salud débil, siempre estaba constipado, aunque procuraba estornudar a escondidas y ocultar su enfermedad. No valía para el ejército y en las calles de Roma, sin protección y sin trabajo, duraría vivo menos que en medio de una batalla campal contra los dacios o los catos. No, su vida, si quería seguir adelante con ella, se basaba en escucharlo todo, en leer mucho y en hablar lo justo con los miembros de una familia, la familia imperial de Roma, la familia más poderosa del mundo.
Aquella mañana habían llegado cartas desde las provincias imperiales de Panonia y Tarraconensis y de la provincia senatorial de Moesia. Desde la frontera del Danubio llegaron, una vez más, quejas sobre los ataques de los dacios. Ese era, sin duda, un problema que se tendría que acometer en algún momento. El emperador aún consideraba que estaba consolidando su posición en Roma, pero ya había dado a entender a Partenio que, en cuanto se concluyera la guerra contra los judíos, se pondría a estudiar el asunto del Danubio con calma. Era una respuesta razonable. Partenio abrió entonces el papiro que llegaba de la Tarraconensis. Como de costumbre, esperaba leer otro detallado informe elaborado por el desterrado y divorciado Lucio Elio, así lo denominaba Partenio en sus pensamientos, que con tanta seriedad y empeño estaba ejerciendo como gobernador en el occidente del Imperio, pero, para su sorpresa, la carta venía firmada por uno de los tribunos de la legión VII.
Partenio leyó con atención: en el transcurso de una comida en Tarraco, el gobernador había muerto; los médicos habían certificado que se trataba de una indigestión, pero el tribuno, una vez más sin escribirlo palabra a palabra, daba a entender que aquélla había sido una muerte muy extraña y, finalmente, como procedía en las actuales circunstancias, solicitaba del emperador que se nombrase a un nuevo gobernador, no sin antes recordar sus excelentes servicios a Roma y dando a entender que estaría encantado de asumir el gobierno de aquella provincia. Partenio dejó el papiro sobre la mesa. Reemplazar a Lucio Elio por otro era fácil, podía ser aquel tribuno o, más seguramente, cualquier otro patricio romano próximo al emperador, pero no podía evitar sentirse culpable por la muerte de Lucio Elio. Lo que más le asqueaba era que su muerte resultaba del todo innecesaria. Pensó en no hacer nada, pero su ánimo, por esa estúpida llama de ingenuidad que aún latía en su corazón, se sublevó y el consejero imperial fue directo en busca de Domiciano, a quien sabía que encontraría en uno de los jardines del palacio imperial, paseando o comiendo. Si no, por supuesto, siempre quedaba buscar en los prostíbulos de Roma. Pero era aún temprano, no habían llegado aún a la hora quarta.
La búsqueda fue breve. El hijo menor del emperador estaba limpiándose, atendido por dos jóvenes esclavas, en uno de los peristilos de palacio. Todos se aseaban en sus habitaciones, pero a Domiciano, si hacía buen tiempo, le gustaba disfrutar del sol. En cualquier caso, todos evitaban el peristilo en el que él estuviera por no incomodarle, de modo que el jardín, a excepción del terreno reservado para el emperador Vespasiano y custodiado por los pretorianos, se transformaba en una extensión de su dormitorio. La entrada de Partenio en el peristilo, rompiendo esa ilusión de soledad, anunció a Domiciano que el consejero había averiguado algo que le preocupaba.
—¿Y bien? —preguntó Domiciano, molesto porque el irritante Partenio no le saludara sino que se limitara a permanecer en pie, ante él y sus esclavas, en un incómodo silencio.
—Ha llegado un informe de la provincia Tarraconensis, César —empezó Partenio y exhibió el papiro con la mano derecha.
—Ah, eso —respondió Domiciano lacónicamente—. Creía que se me interrumpía en mi aseo personal por algo de importancia.
Partenio era un hombre paciente. Mantuvo la serenidad.
—Ha muerto el gobernador de la Tarraconensis —subrayó el consejero.
—Hay muchas provincias y muchos gobernadores. Si te vas a indisponer cada vez que uno tiene un contratiempo tu trabajo de consejero imperial va a resultarte insoportable —replicó Domiciano haciendo una señal a las esclavas para que les dejaran solos.
—Calificar a la muerte de contratiempo es algo inexacto, César.
—¿Inexacto? Es posible. Pero la muerte en general es algo malo, un contratiempo. De acuerdo, un contratiempo importante.
Ante la indiferencia de Domiciano y su total ausencia de explicaciones o de interés por continuar con el asunto, Partenio se sintió forzado a pasar al nivel de las insinuaciones.
—Era innecesaria —dijo—. La muerte de Lucio Elio era innecesaria, César.
Domiciano le miró con atención. Partenio no iba a dejarle aquella mañana con facilidad.
—Mi padre sueña con el mayor de los imperios, mi hermano dirige asedios imposibles, y yo tengo que entretenerme con algo: asediar a mujeres es bastante entretenido.
Partenio miró al suelo. Domiciano estaba ya avanzando en el cortejo de Domicia Longina, de eso era consciente; les había observado hablando juntos en varias ocasiones, en palacio, en el foro… Respiró dos veces y volvió a hablar.
—Pero no era necesario matar a Lucio Elio para triunfar en ese asedio.
—¿Ah, no? —Domiciano se levantó y empezó a pasear por el jardín; Partenio le seguía de cerca—. Bueno, lo que es necesario o no, Partenio, lo decido yo. —Se detuvo y se giró para encarar al consejero imperial—. Yo no voy a hacer como el simple de Nerón, que dejó a Otón vivo después de arrebatarle a Popea: luego éste acabó como emperador tras haber intrigado contra Nerón y rebelarse contra Galba. No, no seré yo quien caiga en ese error.
Partenio abrió la boca pero no dijo nada. La comparación era inapropiada, pues Domiciano no era emperador como Nerón, sino sólo el segundo hijo del emperador actual y, muy probablemente, nunca sería investido, pues a la muerte de su padre sería Tito el elegido y luego, con toda seguridad, los hijos de éste cuando los tuviera. La boca de Partenio seguía abierta y en silencio. Sus pensamientos se tropezaban unos con otros. ¿O es que Domiciano ambicionaba ser emperador, como Nerón? Eso implicaba acabar con quien se interponía entre él y el trono imperial. Podía advertir a Vespasiano sobre el asunto, o a Tito, pero no tenía nada, absolutamente nada. Sólo conversaciones sin testigos con insinuaciones veladas. No obstante, Partenio estaba seguro de lo que aquella comparación enmascaraba; lo tenía tan claro como cuando leía entre líneas en cualquier informe de los que repasaba cada mañana. Y no podía hacer nada. Antonia Cenis se equivocó cuando, unas semanas atrás, en una conversación privada, le advirtió sobre el joven César y lo calificó como «lobo»; Domiciano no era un lobo, era una serpiente, sigilosa y mortífera.
—Sigo pensando que no era necesario ordenar la muerte de Lucio Elio —insistió Partenio incapaz de articular nada mejor. Domiciano miró a su alrededor para asegurarse de que estaban solos. Se acercó entonces a Partenio y le habló desde más cerca, sólo a un paso de distancia, en voz baja.
—Esa es la diferencia entre tú y yo, Partenio. Tú piensas, yo actúo. Por eso somos tan diferentes y por eso nuestros destinos difieren tanto. Las cosas, Partenio, hay que hacerlas hasta el final, siempre. Hasta el final. No hay que dejar cabos sueltos. Yo no tendré a ningún Otón en Hispania del que preocuparme en el futuro. Ya no.
Domiciano empezó a darse la vuelta, pero las palabras de Partenio le frenaron en seco. El consejero sabía que no tenía nada para que el emperador Vespasiano le creyera con relación a las maquinaciones de su hijo, pero sabía que había otras personas más predispuestas a escucharle.
—¿Qué pasará cuando Domicia Longina se entere? ¿Qué pasará cuando Domicia Longina averigüe un día que fue el hijo menor del emperador, el que la corteja ahora, quien ordenó el divorcio de Lucio Elio y luego su ejecución? —Habló deprisa, en voz baja, pero con tono claro, preciso, cortante.
Domiciano se giró de nuevo. Le miró un instante serio, luego sonrió, casi afectuosamente, dio un paso hacia Partenio y le habló al oído.
—¿Y quién va a decírselo? —Se quedó ahí, junto al consejero imperial, escuchando la respiración apresurada de Partenio, que se mantenía en silencio. Fue aún más preciso—. Sé que no tienes familia, Partenio, pero ¿te gusta el dolor? Si es así, sigue como esta mañana, pero si el dolor es algo que te repele, mide muy bien de ahora en adelante cada palabra que cruces conmigo. Eres un buen consejero imperial, pero no te metas en mis asuntos. Tienes muchas provincias, muchos consejos de política y de gobierno que dar. Entretente con eso y olvídate de que existo.
Se alejó un paso de él; volvió a sonreír de forma casi cándida, dio media vuelta al fin y se marchó caminando despacio por entre las plantas verdes y exóticas del jardín.