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EL SACERDOTE DE ISIS

Roma, 18 de diciembre de 96 d. C., quarta vigilia

Los golpes en la puerta de la escuela de gladiadores eran brutales. Uno pensaba que eran producidos por un gigante, sin embargo, cuando uno de los provocatores que custodiaban la entrada se asomó por encima del muro sólo pudo ver la figura de un sacerdote de Isis. Aquello le extrañó y descendió veloz para ir en busca del lanista. Mientras bajaba por las escaleras no dejaba de oír los gritos de quien no cesaba de aporrear la puerta.

—¡Abrid, malditos, abrid! ¡Por Isis, abrid o la maldición de todos los dioses caerá sobre vosotros!

En el interior del colegio de gladiadores, el provocator informaba ya al lanista.

—Es un sacerdote.

—¿Un sacerdote? Qué raro —comentó meditabundo el lanista mientras se levantaba y se aseaba la cara con algo de agua clara en una bacinilla que un esclavo dejaba cada noche junto a su lecho.

El provocator, que había hecho el último turno de guardia, pensó que era mejor poner en antecedentes al lanista. Todos los gladiadores respetaban a aquel maduro amo que, por el momento, había conseguido que durante meses el colegio de gladiadores se mantuviera al margen de todas las luchas mortíferas que libraban en la ciudad.

—Ha sido una noche terrible, mi amo: ha habido combates por todas partes y se ven llamas en el Capitolio.

—¿En el Capitolio? —El lanista no pudo ocultar su incredulidad. Había salido la noche anterior pero en lugar de ir al centro se había concentrado en ver cuál era la situación en las murallas de la ciudad. Lo del Capitolio le tenía confundido. Había visto los incendios en el centro, pero no podía ser que los romanos se hubieran vuelto tan locos como para incendiar uno de sus templos más sagrados. Si eso era verdad, Roma estaba totalmente fuera de sí y eso era peligroso para todos, incluso para ellos. Si la ciudad entera se entregaba a la guerra intestina y sin fin hasta ellos mismos serían absorbidos por aquella vorágine—. ¿El templo de Júpiter Capitolino? ¿Estás seguro de lo que dices?

—Se ve desde lo alto del muro.

El lanista asintió al tiempo que echó a andar en dirección a la entrada del colegio de gladiadores. El provocator lo seguía de cerca y continuaba hablando. No había tenido tiempo de explicarlo todo.

—¿Qué hacemos con el sacerdote?

Cayo no dijo nada. El gladiador y su amo llegaron a la entrada y ascendieron por las escaleras que conducían a lo alto del muro. El lanista vio cómo los niños Marcio y Atilio, así le habían dicho que se llamaban, se habían situado próximos a la puerta, al lado de una decena de gladiadores armados, curiosos y expectantes. Quizá aquellos niños ya nunca llegaran a gladiadores. Quizá aquel amanecer fuera el último que fueran a ver todos. ¿Qué estaba ocurriendo en Roma? ¿Es que Vitelio era tan inútil que no podía controlar a sus malditos legionarios? Alcanzaron la parte superior del muro. En efecto, el templo de Júpiter estaba ardiendo. Los gritos del sacerdote despertaron al lanista de su perplejidad.

—¡Abrid, por todos los dioses, abrid a un servidor de Isis! ¡Abrid o los dioses os torturarán en el inframundo para siempre!

El lanista se asomó por encima de la pared del muro. Imposible ver la cara del sacerdote. De pronto, por el fondo de la calle, emergieron una veintena de legionarios. Vitelianos, sin duda, una vez más de caza, pero ¿cómo era posible que la hubieran emprendido contra los templos? Eso no podía traer nada bueno. Eran veinte, treinta, cuarenta, cincuenta legionarios. No podrían con todos ellos. Si abrían las puertas, como hicieron para rescatar a los dos niños, esta vez no podrían acabar con todos los testigos. Los vitelianos tendrían claro que en el colegio de gladiadores se ocultaba un enemigo, o lo que fuera aquel sacerdote, y no cejarían hasta tomar el lugar por la fuerza y aniquilarlos a todos. Por otra parte, era un sacerdote, un sacerdote de Isis quien los estaba maldiciendo si no abrían las puertas. El lanista no era hombre religioso ni acudía con frecuencia a los templos, pero una cosa era mantenerse distante de la religión y otra muy diferente negar protección a un sacerdote perseguido por la furia incontrolada de unos legionarios sin gobierno.

—¡Dejadle entrar! —exclamó el lanista—. ¡Dejadle entrar! ¡Por todos los dioses, dejadle entrar y cerrad las puertas tras él! ¡Luego veremos qué hacemos con los vitelianos!

Sin dudarlo, dos mirmillones corpulentos levantaron los pestillos que apuntalaban la madera al suelo y levantaron la barra de hierro que trababa las dos hojas de la pesada puerta de aquel vetusto colegio de gladiadores levantado al sur del circo Máximo. Dejaron entrar al sacerdote de Isis. Éste irrumpió corriendo hasta situarse casi en el centro de la gran palestra de adiestramiento. En la puerta, los mirmillones empujaron las dos hojas de madera, volvieron a trabarlas fuertemente con la barra de hierro y ajustaron todos los pestillos justo cuando la primera embestida de los legionarios se estrelló contra el exterior de las grandes maderas. Los mirmillones, pese a su fortaleza, sorprendidos e impulsados por aquel empujón transmitido por un fuerte zarandeo de la puerta, cayeron al suelo. Media docena de gladiadores más acudieron raudos a relevar a los mirmillones mientras éstos se rehacían. Todos se dispusieron a lo largo de la puerta, usando sus propios cuerpos para apuntalarla a la espera de nuevas embestidas. El lanista, que lo había observado todo mientras descendía del muro, tenía claro que no podrían resistir por mucho tiempo.

—¿Quién eres y por qué te siguen? —preguntó el lanista al sacerdote. No había tiempo para rodeos. El servidor de Isis se descubrió la cabeza rapada que había llevado cubierta con una capucha y todos se quedaron aún más confusos: se trataba de un joven que no debía de llegar a los veinte años, demasiado joven para ser sacerdote; quizá, como mucho, se tratara de un novicio. Pero el preparador de gladiadores ya intuía que sólo había oído mentiras. El lanista se acercó en siete pasos rápidos a aquel impostor y le habló con la franqueza que requería la situación—. Dime quién eres y dame una razón, una sola razón, para que no te entregue a los vitelianos. Hazlo rápido, antes de que derrumben la puerta, porque si no lo haces no dudaré en hacerme a un lado y no inmiscuirme en la guerra de Roma, como he hecho hasta ahora, como debía de haber seguido haciendo.

El joven miró a un lado y a otro. Había unos veinte, no, quizá una treintena de gladiadores armados y listos para el combate, pero en el exterior se amontonaría, al menos, medio centenar de legionarios. Aquel preparador de gladiadores no haría que sus hombres entraran en combate a muerte contra los vitelianos por nada o por un mal pretexto. Su única salvación era la verdad. No estaba acostumbrado a usarla, pero aquélla parecía la ocasión adecuada.

—Mi nombre es Tito Flavio Domiciano. Soy hijo de Vespasiano, emperador de Roma proclamado en Egipto, y me persiguen los vitelianos para darme muerte o para usarme de rehén contra las legiones del Danubio que, fieles a los designios de mi padre, se acercan tras haber derrotado al ejército del Rin en Bediacrum. Los vitelianos han incendiado el templo de Júpiter y han asesinado a mi tío Sabino, el hermano del emperador. Si me proteges de la ira de los vitelianos serás recompensado. Mi padre no lo olvidará nunca. Yo no lo olvidaré nunca.

El lanista recibió aquella retahila de frases no como una revelación sino como el anuncio de que la guerra que destrozaba las entrañas de Roma acababa de filtrarse en su casa sin posibilidad de dar marcha atrás. En el exterior se oía a los oficiales fieles aún a la causa de Vitelio vociferando órdenes.

—¡Abrid las puertas o las echaremos abajo, malditos! ¡Abrid las puertas u os mataremos a todos! ¡Por Marte que os he de ensartar a todos con mi espada antes de que acabe el día!

Al lanista había pocas cosas que le irritaran. Una de ellas, no obstante, era que alguien que no fuera un emperador de Roma le diera órdenes. Tenía una intuición sobre qué hacer, pero dudaba. El joven Domiciano percibió esas dudas pero se percató también de que había un margen para sobrevivir y decidió apuntalar la intuición del preparador de gladiadores con más información.

—Las legiones del Danubio han derrotado a las de Vitelio. Éste está acabado. En unos días las tropas de mi padre, Vespasiano, tomarán la ciudad y tú estarás en posición de reclamar la recompensa que quieras. Si dejas que me…

Domiciano iba a lanzar una amenaza pero la mirada gélida del lanista, por primera vez en bastante tiempo, le contuvo. No, no parecía ese camino el mejor para persuadir a aquel hombre y no estaba en condiciones de presionar.

Cayo apreció la contención de su interlocutor y, en un error de cálculo que sólo entendería con el transcurso de los años, atribuyó aquel esbozo de amenaza al nerviosismo de la situación. Mucho después comprendería el craso error de apreciación que había hecho, pero para cuando se dio cuenta todo era ya inevitable. En aquel instante, la mente del preparador de gladiadores evaluaba desbocada todas las repercusiones de su decisión al tiempo que los legionarios seguían embistiendo la puerta de forma cada vez más contundente, de tal modo que era comprensible que no pudiera percibir con claridad la auténtica naturaleza de aquel joven que le pedía ayuda.

—¡Van a por un ariete! —gritó el provocator desde lo alto del muro. El lanista pensó aún más rápido: Domiciano, hijo pequeño de Vespasiano; Vespasiano tenía a Siria, Egipto y Asia con él y todas sus legiones y las legiones del Danubio; Vitelio contaba con las del Rin, pero éstas habían sido derrotadas; el Senado estaba harto de Vitelio y su tiranía y del caos que se había apoderado de Roma y gran parte del pueblo también; Vespasiano tenía un buen expediente militar: un gran legatus, líder en la guerra contra los judíos de Oriente, alguien que sabía mandar; alguien que sabía mandar sabría gobernar, o, más urgente aún, sabría ganar la guerra civil, y ante él estaba su hijo menor pidiendo ayuda. Además había algo que sólo él y uno de los sagittarius sabían: el joven Domiciano sabía mucho de lo ocurrido en el centro de la ciudad, pero él sabía lo que ocurría en las murallas.

—¡Abrid la puerta! —espetó en un grito seco el lanista dirigiéndose a los gladiadores de la puerta—. ¡Abrid las malditas puertas, por Marte, por Júpiter y por todos los dioses! ¡Abrid las puertas y haceos todos a un lado! —Señaló a Domiciano—. Tú vete al fondo, al extremo sur de la palestra y, si quieres vivir, no digas ni una palabra.

El joven Domiciano no estaba acostumbrado a que nadie se dirigiera a él de esa forma tan despechada, pero no era momento de discusiones. Si aquel preparador de luchadores de la arena era capaz de salvarle, no tenía importancia cómo se dirigiera a él. No por el momento. No ese día.

Los gladiadores, entretanto, habían quitado ya la barra de hierro que atenazaba la puerta pero no tuvieron tiempo de levantar los pestillos, pues los legionarios volvieron a embestirla y cedió, abriéndose una hoja y quebrándose la otra por la mitad. Los legionarios se quedaron sorprendidos del éxito de su empuje y, por un instante, permanecieron detenidos ante la puerta. Los gladiadores siguieron las instrucciones de su preparador y se hicieron a un lado. El oficial al mando de los vitelianos entró entonces en la escuela de lucha, rodeado por una veintena de sus hombres, hasta quedarse en el centro de la palestra encarando al lanista que, como una estaca, permanecía clavado en el centro de la arena. Por detrás del oficial y su escolta fueron entrando otra treintena más de legionarios. Las tropas vitelianas superaban en número a los gladiadores, pero los soldados no se encontraron nada cómodos al observar a tantos hombres armados y adiestrados en el combate a su alrededor. Estaban acostumbrados a irrumpir en templos o en casas privadas donde la máxima oposición que habían encontrado aquella última noche había sido la de algún torpe esclavo armado con una estaca o la de algún viejo sacerdote más enfurecido que práctico en la lucha. La mirada fría de aquellos gladiadores no auguraba un combate sencillo.

—¿Qué quieres, centurión? —preguntó con tono firme y sereno el lanista.

—A ese sacerdote que hay a tu espalda —respondió el centurión—. Quiero verle la cara.

Domiciano, que se había vuelto a cubrir el rostro con la capucha de los sacerdotes de Isis, habría dado un paso atrás si esto le hubiera sido posible, pero estaba ya completamente pegado a la pared sur de aquel recinto. No podía retroceder más. Sentía que las cosas pintaban mal pero no podía hacer nada. Su vida estaba en manos de aquel lanista y tenía serias dudas de que aquel hombre pudiera estar a la altura de las circunstancias.

—Es un sacerdote de Isis —respondió el lanista con decisión—. ¿Desde cuándo los legionarios combaten con los sacerdotes de los templos?

El centurión no estaba dispuesto a someterse a un interrogatorio, pero respondió al preparador en un intento por evitar un enfrentamiento que preveía cada vez más complicado.

—Desde que los sacerdotes del templo de Isis ocultan a traidores al emperador Vitelio.

—¿Por eso habéis incendiado el templo de Júpiter también? —insistió el lanista sin moverse un ápice de su posición, pese a que el centurión había dado un par de pasos más hacia él hasta quedar a tan sólo tres de distancia.

—¡Entrégame a ese hombre o te arrepentirás! —El centurión desenfundó su gladio.

—No —le corrigió el lanista con una seguridad que haría dudar al más fuerte de los enemigos—. No, centurión, en todo caso, lo sentiremos los dos. —Dio dos pasos atrás antes de aullar sus órdenes—. ¡Cerrad las puertas y todos a por el centurión! ¡Cerrad las puertas y todos a por el centurión, los demás no importan!

Los gladiadores levantaron la hoja rota y la encajaron en la entrada como pudieron, mientras otro grupo cerraba la que aún se movía girando sus grandes bisagras de bronce. Las espadas largas, cortas, pesadas y curvas y los tridentes de los gladiadores apuntaron todos hacia el corazón del centurión, al que sus legionarios rodearon para protegerle. El lanista empezó entonces a avanzar, pues era ahora el centurión el que, atemorizado, retrocedía despacio.

—Te concedo una última oportunidad de sobrevivir —dijo el preparador de gladiadores con tranquilidad y una sonrisa entre feliz y cínica marcada en su rostro—. Sal de aquí y no regreses o moriremos todos esta mañana. Mis hombres están acostumbrados a no saber si sobrevivirán al sol de cada nuevo día. Para ellos esto es su vida, pero ¿y tus hombres, centurión? ¿Van a combatir por ti hasta el último aliento o retrocederán y saldrán corriendo por la puerta rota en cuanto tengan la más mínima oportunidad? ¿Te fías de tus hombres, centurión? ¿Confías tanto en ellos como para poner tu vida en sus manos? Además, por si no los has visto, tengo a varios sagittarii apuntando a tu cabeza.

Al centurión, de pura rabia, le temblaban los labios de su boca cerrada. Miró hacia los muros de la escuela y vio a los arqueros preparados para disparar apuntándole.

—¡Volveremos, maldito, volveremos! —dijo escupiendo saliva al tiempo que daba media vuelta. Rodeado por sus hombres, llegó hasta la puerta, tiró de la hoja que aún funcionaba y la estrelló contra la pared al empujarla con la fuerza que da la humillación. Salió de la escuela de gladiadores, eso sí, dispuesto a volver con quinientos hombres para incendiar todo el recinto.

En el interior, el lanista se giró en busca del hijo de Vespasiano que, con su irrupción aquella mañana, había puesto fin a casi un año de escrupulosa neutralidad de su escuela de gladiadores. Al girarse, vio en una esquina a los dos niños, a Marcio y a Atilio, armado cada uno con una afilada daga. Eran valientes. Si sobrevivían a aquella guerra quizá aún hiciera grandes combatientes de aquellos niños. Pero no había tiempo para eso ahora. El joven Domiciano se le acercó, de nuevo con la cara descubierta.

—Volverán y volverán con más hombres —espetó el joven enfadado, indignado, furioso—. ¡Deberías haberles atacado, por todos los dioses! ¡Les has dejado marchar!

El lanista había esperado algo de agradecimiento por parte del joven hijo del que seguramente pronto sería el nuevo emperador, pero pensó que estaba bien saber desde bien pronto cuál era la auténtica naturaleza de aquel muchacho. Mejor mantenerse a distancia de él siempre que fuera posible. Siempre que fuera posible.

—Esos legionarios están muertos, sólo que no lo saben —respondió con cierto desprecio el lanista—. No volverán vivos. Las tropas leales a tu padre ya están dentro de la ciudad. Estaban entrando por las puertas del norte en la prima vigilia. La caída de Vitelio es cuestión de horas. —Y así, sin añadir más, ignoró al joven Domiciano y se dirigió a sus hombres—: ¡Coged argamasa y piedras y tapiad el hueco de la puerta! ¡De aquí ni se entra ni se sale hasta que los hombres del nuevo emperador controlen la ciudad por completo! —Luego, pasando por delante del perplejo Domiciano, añadió unas frases más, pero como si pensara en voz alta, como si sólo hablara para sí mismo, recordando la noche sin dormir vagando por las enfurecidas calles de Roma—: Me voy a descansar. Esta mañana se me ha despertado antes de tiempo.

El lanista no se equivocaba. Aulo Vitelio Germánico fue capturado al poco tiempo, conducido al foro y decapitado de forma fulminante. Su cuerpo sin vida fue arrojado al Tíber y se alejó flotando boca arriba, pero sin boca, en un río teñido de rojo por la cantidad de cuerpos de legionarios del Rin que compartieron su mismo destino. La cabeza de Vitelio, emperador de Roma durante nueve meses, fue paseada por las calles de la ciudad como un trofeo hasta que fue despedazada a golpes y sólo quedó una calavera medio descarnada en la que su faz apenas resultaba ya reconocible.