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CUATRO GLADIADORES

Domus Flavia, Roma

18 de septiembre de 96 d. C., hora sexta

Marcio ascendía por aquel estrecho túnel cubierto de sangre enemiga. El combate en el hipódromo había sido mucho más brutal de lo que había imaginado nunca. Fue rápido, como decían que era la guerra que él no conocía, y los pretorianos luchaban sin exhibirse, buscando simplemente la muerte del adversario de la forma más rápida posible. Ocho muertos. Marcio sacudió la cabeza mientras proseguía su avance. Habían encontrado muchos más pretorianos de lo que les prometieron. ¿Habría más fallos en aquel disparatado plan? Había perdido ocho hombres; sólo quedaban cuatro. Cuatro gladiadores contra el resto de la guardia imperial. Aquello era una locura mayor de lo que había pensado nunca. Podía detenerse, dar marcha atrás, aprovechar que el hipódromo aún estaría desprotegido y escapar por las alcantarillas, pero el emperador seguiría vivo y todo habría sido una enorme locura para nada. Además, Domiciano lanzaría a todos sus pretorianos en su busca. No habría un rincón seguro para él en toda Roma y sellarían las puertas de la ciudad con decenas de pretorianos armados. Roma sería como una gran cárcel a la espera de ser atrapado y ejecutado en la arena de la forma más horrible que la retorcida mente del emperador pudiera concebir. No, tenía que seguir. Era lo único que podía hacerse, que debía hacerse. Le faltaba el aliento. La lucha primero, los nervios constantes, ahora el pasadizo estrecho y sin aire. Debía seguir. Oía la respiración pesada del samnita, el provocator y el tracio a su espalda. Quizá aquellos hombres que le seguían dudaban como él, pero le seguían; eso era lo esencial. De su ayuda podía depender todo. Tenían que seguir. Él, Marcio, por encima de todo y de todos, él debía seguir. Se lo debía a Atilio, se lo debía a aquella infausta tarde en el anfiteatro Flavio cuando parte de su vida terminó y su existencia se convirtió en un vacío largo, profundo y sin sentido. Pensó en Alana. Sólo ella le había devuelto a la vida. Por ella estaba allí también. Se veía una luz al fondo. Alguien había abierto la puerta del final del pasadizo. Para cambiar el destino de los dos y si por ella, si por Atilio, tenía que terminar de ascender por ese pasadizo y matar al emperador, eso sería lo que haría. La luz le cegó en el tramo final del pasadizo, pero hacia la luz caminaba, hacia la luz… O moriría en el intento. Moriría luchando…