NORBANO Y LA GUARDIA PRETORIANA
Domus Flavia, Roma
18 de septiembre de 96 d. C., hora quinta
Norbano, jefe del pretorio de Roma, salió del Aula Regia en dirección a la entrada principal del palacio imperial. Se detuvo en la gran escalinata de acceso. Estaba inquieto. Quería comprobar por sí mismo que la guardia se hubiera reforzado de forma efectiva en todos los sectores de la Domus Flavia, tanto en el interior como, sobre todo, en el exterior. No podían dejar ningún lugar sin protección. El emperador estaba muy nervioso desde la premonición de aquella maldita adivina. Y, en cualquier caso, era evidente que el Senado estaba en franca rebelión y que, más pronto que tarde, se llevaría a cabo una conjura en toda regla. Norbano estaba preparado. Frunció el ceño y puso los brazos enjarra, allí, detenido en lo alto de la gran escalinata, comprobando cómo docenas de pretorianos a su mando protegían la entrada al palacio imperial. Le había costado mucho llegar donde estaba ahora, en la cumbre de su carrera, prácticamente la mano derecha del emperador. Recordó su acertada visión al alinearse con Domiciano en los peligrosos acontecimientos del Rin en el año 843 ab urbe condita (89 d. C.). Eran los tiempos en los que él actuaba como procurador de Recia, en el norte. Estuvo hábil; se arriesgó pero eligió bien. Rebelarse contra Domiciano era siempre mortal. Los senadores deberían recordar aquello, pero nadie parecía aprender nada del pasado. Nadie excepto él. Tenía claro que debía respaldar al emperador en todo momento. Enarcó las cejas y suspiró. Quedaba el problema de Petronio Segundo, el otro jefe del pretorio, pero tenía ya al emperador prácticamente persuadido de que debía ser reemplazado por Casperio. Cuando eso ocurriera, él, Norbano, tendría el control efectivo de toda la guardia pretoriana, que era lo mismo que tener el control absoluto de Roma. Alguna vez había albergado la ambición oscura de reemplazar al emperador, como Sejano en tiempos de Tiberio, pero pronto lo desechó. Estaba bien donde estaba. De lo que se trataba era de preservar su puesto siempre y, de momento, eso se conseguía protegiendo al emperador al máximo.
Norbano suspiró más tranquilo. Todos los hombres estaban en sus puestos. Además, ¿quién iba a estar tan loco como para enfrentarse a la guardia imperial en palacio? No, no había peligro real desde fuera. Quizá desde dentro. Era el momento de comprobar que todo estuviera bien dentro de la gran Domus Flavia. De pronto se dio cuenta de un detalle. Se detuvo cuando ya había iniciado su marcha de regreso al interior del palacio; dio media vuelta de forma brusca y se quedó mirando la escalinata. Los labios le temblaban. Había pequeñas sombras en los escalones, mínimas, pero las había y se alargaban en la dirección opuesta a la que debían: en lugar de caer hacia el norte, caían hacia el sur. No habían llegado al mediodía, no estaban en la hora séptima, tal y como había anunciado a todos aquel joven esclavo, sino que seguían aún en la hora quinta, casi a punto de alcanzar la fatídica hora sexta del augurio de la adivina. Aquel maldito esclavo había mentido, pero ¿por qué? ¿Por qué? Norbano tuvo un mal presentimiento y marchó a paso ligero de regreso a la Domus Flavia.
—Seguidme —ordenó a un grupo de veinte pretorianos que caminaban con él en sus rondas de vigilancia. Estos detectaron que había problemas en el timbre vibrante de la voz del jefe del pretorio y echaron a andar con decisión. Las espadas, enfundadas, estaban preparadas para ser desenvainadas en cualquier momento y los músculos que las blandirían lucharían con ferocidad. No estaba ninguno de ellos dispuesto a dejarse intimidar por nadie. Eran los amos de Roma, los amos del mundo. Nada ni nadie podía con ellos.