14

La imagen que invadió el haz luminoso de la linterna era tan inesperada y tan horripilante que Nora retrocedió por puro instinto, soltó el escalpelo y salió corriendo. Su único deseo consciente era alejarse de una visión tan atroz.

Sin embargo, se quedó en la puerta. El hombre —como tal tenía que considerarlo— no la perseguía. De hecho, hacía lo mismo que hasta entonces, arrastrar los pies como un zombi, como si no la hubiera visto. Nora, con mano temblorosa, volvió a enfocar la linterna hacia él.

Tenía la ropa hecha jirones, y la piel ensangrentada y levantada a arañazos, como si se la hubiera rascado frenéticamente. El cuero cabelludo presentaba trozos colgando, como arrancados del cráneo. Los dedos de la mano derecha —cuyas capas epiteliales se pelaban como virutas de pergamino— sujetaban rígidamente algunos mechones de cabello. Los labios se habían hinchado de manera tan grotesca que parecían plátanos con color de hígado y verdugones blancos. Entre ellos se abría camino una lengua agrietada y negra. Dentro de la garganta se oía una especie de gárgaras, y cada esfuerzo por aspirar o expulsar aire hacía temblar la lengua. Nora vio que en el pecho y el abdomen, donde estaba desgarrada la ropa, había úlceras de aspecto irritadísimo, que supuraban un líquido de color claro. En las axilas había colonias muy densas de pústulas que parecían bayitas rojas. Vio —con una sensación desagradable de fotografía secuencial— que algunas se hinchaban a gran velocidad. Incluso hubo una que explotó con un ruido repugnante, mientras se hinchaban otras y ocupaban su lugar.

Sin embargo, lo que más la horrorizó fueron los ojos. Uno de ellos era el doble de grande de lo normal y estaba inyectado en sangre, un globo enloquecido que parecía a punto de salirse de la órbita. Se movía sin descanso, espasmódicamente, pero sin ver nada. En contraste, el otro era oscuro, arrugado, muy escondido debajo de la ceja, y no se movía.

Nora fue víctima de otro escalofrío de repulsión. Debía de ser alguna víctima del Cirujano, el pobre. Pero ¿qué le había pasado? ¿A qué tortura horrible le habían sometido? Mientras miraba, paralizada por el miedo, el monstruo se detuvo y pareció que la mirara por primera vez, porque levantó la cabeza y concentró en ella (o eso se habría dicho) el ojo hinchado. Nora tensó la musculatura por si había que huir, pero fue un momento pasajero, porque entonces el cuerpo destrozado sufrió un temblor pronunciadísimo de pies a cabeza. Luego, con la cabeza nuevamente gacha, siguió vagando sin rumbo entre temblores.

Nora, que estaba a punto de vomitar, apartó la linterna del obsceno espectáculo. Lo peor no era verlo, sino saber quién era. El reconocimiento había sido repentino, al sentirse observada por el ojo hinchado. No era la primera vez que veía a aquella persona. A pesar de lo grotesco de su deformación, se acordaba de su cara, llena de personalidad, fuerza y confianza, saliendo de una limusina delante del solar en obras de la calle Catherine.

Estaba tan impresionada que casi no podía respirar. Viéndole alejarse, contempló su espalda con horror. ¿Qué le había hecho el Cirujano? ¿Se le podía ayudar de alguna manera?

Nada más ocurrírsele la idea, comprendió que no había ayuda posible y bajó la linterna, apartándola de aquel cuerpo grotesco que arrastraba los pies y se alejaba lentamente, sin rumbo, hacia la sala por donde se accedía al laboratorio. Entonces enfocó la linterna hacia delante y reconoció a Pendergast al borde del cono de luz.

Estaba en la habitación contigua, tumbado en un charco de sangre. Parecía muerto. A su lado había un hacha grande y oxidada, y, más allá, un tajo volcado.

Nora cruzó el arco consiguiendo no gritar y se puso de rodillas al lado del agente, que la sorprendió abriendo los ojos.

—¿Qué ha pasado? —exclamó ella—. ¿Está bien?

Pendergast sonrió débilmente.

—Como nunca, doctora Kelly.

Nora iluminó el charco de sangre y la mancha roja que cubría la pechera del agente.

—¡Está herido!

Pendergast la miró con el azul de sus ojos turbio.

—Sí. Me temo que necesito que me ayude.

—Pero ¿qué ha pasado? ¿Dónde está el Cirujano?

Pareció que la mirada de Pendergast se despejaba un poco.

—¿No le ha visto… mmm… pasar?

—¿Qué? ¿El que estaba lleno de úlceras? ¿Fairhaven? ¿Es el asesino?

Pendergast asintió.

—¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado?

—Se ha envenenado.

—¿Cómo?

—Cogiendo varios objetos de la sala. Procure no imitarle. Todo lo que ve aquí dentro es un sistema experimental de transmisión de veneno. Al manipular varias armas, Fairhaven ha absorbido por la piel un cóctel de venenos considerable; supongo que neurotoxinas y otros sistémicos de efecto rápido.

Pendergast le cogió una mano con una de las suyas, que estaba resbaladiza por la sangre.

—¿Y Smithback?

—Vivo.

—Menos mal.

—Leng había empezado a operar.

—Ya lo sé. ¿Está estable?

—Sí, pero no sé cuánto aguantará. Tenemos que llevarle enseguida a un hospital. Y a usted también.

Pendergast asintió.

—Conozco a un médico que se encargará de todo —dijo.

—¿Cómo vamos a salir?

La pistola de Pendergast estaba a su lado, en el suelo. El agente la cogió con una pequeña mueca de dolor.

—Por favor, ayúdeme a levantarme. Tengo que volver a la sala de operaciones para ver cómo está Smithback y detener esta hemorragia.

Nora le ayudó a ponerse en pie, y Pendergast, tambaleándose un poco, se le apoyó con todo su peso en un brazo.

—Por favor, ilumine un momento a nuestro amigo —dijo.

La cosa que había sido Fairhaven se arrastraba en paralelo a una pared de la sala. Chocó con un gran armario de madera, retrocedió y volvió a avanzar como si no supiera esquivar el obstáculo. Después de un rato mirándolo, Pendergast se giró.

—Ya no es peligroso —murmuró—. Venga, arriba, y lo más deprisa que podamos.

Rehicieron su camino por las salas del subsótano. Pendergast iba haciendo pausas para descansar. Subir por la escalera les costó tiempo y sufrimiento.

Smithback permanecía inconsciente en la mesa del quirófano. Nada más entrar, Nora echó una ojeada a los monitores: las constantes vitales se mantenían débiles pero estables. La bolsa de litro de suero salino estaba casi vacía. La sustituyó por segunda vez. Pendergast se acercó al periodista, retiró la sábana, le examinó y al poco rato se apartó, limitándose a un escueto:

—Sobrevivirá.

El alivio de Nora fue enorme.

—Ahora voy a necesitar ayuda. Ayúdeme a quitarme la chaqueta y la camisa.

Nora desabrochó la chaqueta a la altura del estómago de Pendergast y le ayudó a quitarse la camisa, dejando a la vista un agujero en el abdomen con una costra de sangre acumulada. Del codo destrozado también goteaba sangre.

—Acerque rodando la bandeja de instrumental quirúrgico —dijo Pendergast señalando con la mano sana.

Mientras obedecía, Nora no pudo dejar de fijarse en que el torso del agente era a la vez esbelto y muy musculado.

—Por favor, las pinzas también.

Pendergast limpió la herida de sangre y la irrigó con Betadine.

—¿No quiere nada contra el dolor? He visto que hay…

—No tenemos tiempo. —Pendergast tiró al suelo la gasa ensangrentada y orientó la lámpara de encima hacia la herida de su abdomen—. Tengo que cortar las dos hemorragias antes de perder más fuerzas.

Nora le vio reconocer la herida.

—¿Me haría el favor de bajar un poco la lámpara? Así. Perfecto. Ahora páseme las pinzas, si es tan amable.

Nora tenía estómago, pero ver a Pendergast hurgándose el abdomen la mareó sin paliativos. Después de un rato, el agente soltó las pinzas, cogió un escalpelo y efectuó una incisión pequeña, perpendicular a la herida.

—¡Oiga, no pensará operarse a sí mismo!

Pendergast negó con la cabeza.

—No, sólo unas medidas de urgencia para detener la hemorragia; pero tengo que llegar a la vena cólica, que desgraciadamente se ha retraído por el esfuerzo.

Hizo otro pequeño corte e introdujo en la herida un instrumento grande parecido a unas pinzas. Nora, estremecida, procuró pensar en otra cosa.

—¿Cómo vamos a salir? —preguntó de nuevo.

—Por los túneles del sótano. Investigando la zona, descubrí que hace tiempo, en este tramo de Riverside, vivía un pirata de río. La extensión del subsótano ha acabado de convencerme de que esto era su casa. ¿Se ha fijado en la vista del Hudson que hay desde la mansión? Es espectacular.

—No —contestó Nora, tragando saliva—. Mentiría si le dijera que sí.

—Es lógico, porque ahora la tapa casi del todo la planta de control de contaminación de aguas de North River —dijo Pendergast, sacando una vena grande de la herida con las pinzas—; pero hace ciento cincuenta años el panorama del bajo Hudson, desde aquí, debía de ser muy amplio. A principios del siglo diecinueve abundaban los piratas de río. Salían de noche y secuestraban barcos amarrados, o pasajeros. —Se quedó callado, examinando el final de la vena—. Seguro que Leng lo sabía. A la hora de buscar casa, su primer requisito era un subsótano grande. Preveo que bajando al de aquí encontramos una manera de salir al río. ¿Me pasa la sutura absorbible, por favor? No, la grande, la cuatro cero. Gracias.

Pendergast ligó la vena, mientras Nora, que seguía mirando, se estremecía por dentro.

—Bueno —dijo el agente un momento después, soltando las pinzas y dejando la sutura—. Casi toda la hemorragia procedía de esta vena. Como no puedo remediar lo del bazo, porque está claro que lo tengo perforado, me limitaré a cauterizar los vasos hemorrágicos más pequeños y cerrar la herida. ¿Me pasa el electrocauterizador, si es tan amable? Sí, ese.

Nora le entregó al agente el aparato, un lápiz fino de color azul con un cable y dos botones donde decía, respectivamente, «cortar» y «cauterizar». Pendergast volvió a doblarse sobre su propia herida y cauterizó una vena con un fuerte siseo, seguido por otro mucho más largo y por la aparición de una cintita de humo. Nora desvió la vista.

—¿Cuál era el gran proyecto de Leng? Pendergast no contestó enseguida.

—Enoch Leng quería curar a la humanidad —se decidió a responder, sin apartar su atención de la herida—. Quería salvarla.

Nora no estaba segura de haber oído bien.

—¿Salvar a la humanidad? ¡Pero si mataba a la gente! Tuvo decenas de víctimas.

—Es verdad.

Otro siseo.

—¿Salvarla… cómo?

—Eliminándola.

Nora se quedó mirándole.

—Era el gran proyecto de Leng: librar al planeta de la humanidad, salvar al género humano de sí mismo y de su ineptitud. Buscaba el veneno perfecto. Eso explica tantas salas llenas de productos químicos, plantas, insectos y reptiles venenosos. Ya tenía muchos indicios tangenciales antes de verlas, claro: sin ir más lejos, los materiales tóxicos de los trozos de cristal que desenterró usted en el primer laboratorio de Leng, o la inscripción en griego del blasón que hay en el exterior de la casa. ¿Se ha fijado?

Nora asintió, aturdida.

—Son las últimas palabras de Sócrates al ingerir el veneno mortal: «Crito, le debo un gallo a Asclepio. ¿Te acordarás de pagar la deuda?». Otro detalle que he tardado demasiado en captar. —Cauterizó otra vena—. Sólo lo he relacionado, y no me he dado cuenta del alcance de los planes de Leng hasta que he visto la sala llena de armas. Porque no bastaba con crear el veneno perfecto. También había que idear un sistema de transmisión, una manera de difundirlo por todo el planeta. A partir de ahí ya he visto la lógica de las secciones más desconcertantes y más inexplicables del gabinete: la ropa, las armas, las aves migratorias, las esporas y todo lo demás. Mientras investigaba el sistema de transmisión, Leng, entre otras cosas, acumuló una gran variedad de objetos envenenados: ropa, armas, accesorios… Y, en muchos casos, el veneno lo había puesto él. Eran experimentos repetitivos con distintos venenos.

—Dios mío —dijo Nora—. Qué locura de plan.

—Desde luego, Leng era ambicioso. Se había dado cuenta de que para completar su plan hacían falta varias vidas, y por eso elaboró su… esto… método de alargamiento del ciclo vital.

Pendergast depositó con cuidado el electrocauterizador.

—No me ha parecido que haya material de sutura —dijo—. Está claro que a Fairhaven no le hacía falta. Si me da aquella gasa, y el esparadrapo, haré un vendaje en mariposa hasta que reciba el debido tratamiento. Lo siento, pero tendrá que volver a ayudarme.

Nora le entregó los objetos solicitados y, mientras le ayudaba a cerrar la herida, preguntó:

—¿Y al final descubrió el veneno perfecto?

—No. Basándome en el estado de su laboratorio, diría que renunció hacia mil novecientos cincuenta.

—¿Porqué?

—No lo sé —dijo Pendergast, tapando con gasa la herida de salida. Nora vio que tenía la misma cara de preocupación que poco antes—. Es muy raro. Me tiene francamente intrigado.

Después de vendarse, Pendergast se levantó, y Nora, siguiendo instrucciones suyas, le ayudó a confeccionarse un cabestrillo para el brazo herido con sábanas quirúrgicas, y a ponerse la camisa.

El agente volvió a acercarse a Smithback. Primero examinó su cuerpo inmóvil y los monitores de encima de la mesa; luego le tomó el pulso y se fijó en el vendaje que había hecho Nora. Finalmente, registró la sala y encontró una jeringuilla y la inyectó en el tubo de la solución salina.

—Para evitarle dolores mientras usted sale y avisa a mi médico —dijo.

—¿Yo? —dijo Nora.

—Piense, querida doctora Kelly, que alguien tendrá que vigilar a Smithback. Sería una temeridad moverle nosotros. En cuanto a mí, con un brazo en cabestrillo y una bala en el vientre, me temo que no estoy en condiciones de ir a ninguna parte, y mucho menos de remar.

—No lo entiendo.

—Ya lo entenderá. Ahora haga el favor de ayudarme a bajar por la escalera.

Nora miró por última vez a Smithback. Después ayudó a Pendergast a bajar de nuevo al subsótano y cruzar la sucesión de salas de piedra, con su sinfín de colecciones. Conociendo su finalidad, resultaban aún más inquietantes.

Al llegar al laboratorio, Nora redujo el paso, iluminó la sala de armas y vio a Fairhaven sentado inmóvil en un rincón. Tras contemplarle unos instantes, Pendergast se acercó a la puerta maciza de la pared del fondo y la abrió. Daba a otra escalera de bajada, tan tosca que parecía aprovechada de una cavidad natural.

—¿Adónde lleva? —preguntó Nora al acercarse.

—Si no me equivoco, al río.

Bajaron por ella, y subió a su encuentro un fuerte olor a moho y humedad. Al llegar al último peldaño, la linterna de Nora iluminó un muelle de piedra y un túnel con agua al fondo que se perdía en la oscuridad. En el muelle había un bote antiguo, volcado.

—La guarida del pirata —dijo Pendergast mientras Nora lo iba iluminando todo—. Así podía salir al Hudson sin que le viera nadie, y atacar a los barcos. Si el bote todavía flota, puede usarlo para llegar al río.

Nora orientó la linterna hacia el esquife.

—¿Sabe remar? —le preguntó Pendergast.

—Soy una experta.

—Me alegro. Creo que unas manzanas al sur encontrará un puerto deportivo abandonado. Busque un teléfono lo más deprisa que pueda y llame al seis cuatro cinco siete ocho ocho cuatro. Es el número de mi chófer, Proctor. Explíquele lo que ha pasado. Irá a buscarla y se encargará de todo, incluido el médico para Smithback y para mí.

Nora dio la vuelta al bote y lo metió en el agua. Era viejo, y el estado de las juntas dejaba mucho que desear, pero aunque hubiera filtraciones parecía que flotaba.

—¿Cuidará a Bill mientras estoy fuera?

Pendergast asintió, con las ondulaciones del agua reflejadas en su cara. Nora subió al bote con cuidado. Entonces el agente se aproximó y dijo con voz grave:

—Aún tengo que decirle otra cosa.

Nora le miró desde la barca.

—Es imprescindible que las autoridades no se enteren de lo que hay en la casa. Estoy convencido de que estas paredes contienen la fórmula de la prolongación de la vida humana. ¿Me entiende?

Nora tardó un poco en responder que sí, que lo entendía. Después le miró fijamente, asimilando la trascendencia de lo que acababa de oír. El secreto para alargar la vida. Increíble. Parecía mentira.

—Reconozco que, por otro lado, tengo motivos personales para no revelarlo: preferiría no manchar el apellido Pendergast.

—Leng era antepasado suyo.

—Sí, tío tatarabuelo.

Nora asintió mientras fijaba los remos. Aquel concepto del honor familiar era un anacronismo, pero ya se había dado cuenta de que Pendergast no pertenecía a su época.

—Mi médico evacuará a Smithback a un hospital privado que hay al norte del estado, y donde no hacen preguntas inoportunas. Huelga decir que es el mismo donde me operarán a mí. No hay necesidad de contarles nuestras aventuras a las autoridades.

—Entiendo —dijo ella.

—La desaparición de Fairhaven llamará la atención, pero dudo mucho que la policía llegue a identificarle como el Cirujano, o a relacionarle con el ochocientos noventa y uno de Riverside Drive.

—¿O sea, que los crímenes del Cirujano quedarán en el aire? ¿Serán un misterio?

—Sí, pero estará de acuerdo en que los asesinatos no resueltos siempre son los más interesantes. Repítame el teléfono, por favor.

—Dos uno dos, seis cuatro cinco siete ocho ocho cuatro.

—Perfecto. Y ahora dése prisa, por favor, doctora Kelly.

Nora se apartó del muelle y, mientras el bote cabeceaba en aguas poco profundas, se giró para mirar a Pendergast.

—La última pregunta: ¿cómo ha podido quitarse las cadenas? Parecía magia.

Estaba oscuro, pero vio que Pendergast separaba los labios, y lo interpretó como una sonrisa.

—Es que lo ha sido.

—No lo entiendo.

—La familia Pendergast es sinónimo de magia. En mi árbol genealógico hay diez generaciones de magos. Todos hemos practicado la magia en algún grado, incluido Antoine Leng Pendergast. De hecho, fue uno de los mejores magos de la familia. ¿Se ha fijado en el atrezo del refectorio? Sí, ¿verdad? ¿Y en la cantidad de paredes falsas, paneles secretos y trampillas? También, claro. Fairhaven, aunque no lo supiera, reducía a sus víctimas con las esposas trucadas de Leng. He reconocido enseguida que no eran de verdad. Las de ese tipo las puede abrir cualquier mago con los dedos o los dientes. Conociendo el secreto, era como tener atadas las manos con cinta adhesiva.

Pendergast empezó a carcajearse en voz baja, como si se riera solo. Nora se alejó. La caverna, de techo bajo y roca viva, distorsionaba el ruido de los remos. En breves instantes llegó a una abertura entre dos piedras, llena de hierbajos y con la anchura justa para que pasara el bote. Al cruzarla, se encontró de pronto en pleno Hudson, ante la mole de la planta de North River. El arco gigantesco del puente George Washington resplandecía más al norte. Se llenó los pulmones de aire frío y puro. Le parecía mentira que aún estuvieran vivos.

Volvió la vista a la rendija por donde había pasado. Parecía una simple concentración de malas hierbas y de rocas apoyadas las unas en las otras. Nada más.

Al inclinarse hacia los remos, con el puerto deportivo abandonado perfilándose en el lejano resplandor de las torres de Midtown, tuvo la impresión de que el viento de medianoche aún transportaba hasta sus oídos el vago eco de la risa de Pendergast.