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Desde la cima de la escalinata de Museum Drive, Custer observaba el mar de cabezas de la prensa con una satisfacción indescriptible. Tenía a la izquierda al alcalde de Nueva York —que acababa de llegar con su cohorte de asesores—, a la derecha al jefe de policía, y justo detrás a sus mejores detectives, junto con su mano derecha, Noyes. Un grupo así no se reunía a diario. El número de curiosos era tal que había obligado a cerrar Central Park West al tráfico. Los helicópteros de la prensa sobrevolaban la multitud con las cámaras colgando y los focos en rotación. Para los medios de comunicación, la captura del Cirujano, alias Roger C. Brisbane III —respetado asesor legal y vicepresidente primero del museo—, había surtido el efecto de un imán. Ahora resultaba que el asesino por imitación que había sembrado el terror por la ciudad no era ningún vagabundo loco que vivía entre cartones en Central Park, sino uno de los pilares de la sociedad de Manhattan, presencia habitual y sonriente en tantos y tantos festejos de recaudación de fondos o inauguración de nuevas salas. Su rostro, su impecable manera de vestir, solían aparecer en las páginas de sociedad de Avenue y Vanity Fair. Pues bien, acababa de ser descubierto como uno de los principales asesinos en serie de Nueva York. Menuda noticia. Y el que había solucionado el caso había sido él, Custer, sin ayuda de nadie.

En ese momento, el alcalde hablaba en voz baja con el jefe de policía y el director del museo, Collopy, localizado al fin en su residencia del West End. Custer se fijó en el último de los tres. Su rostro enjuto, severo, era digno del más encendido predicador, y su ropa, de una película de Bela Lugosi. Al final, la policía había echado abajo la puerta de su domicilio, porque les había parecido sospechoso ver movimiento detrás de las persianas cerradas. Corría el rumor de que le habían encontrado atado en la cama y con un teddy de encaje rosa, en presencia de su mujer y de otra acompañante, ambas vestidas de amas sádicas. Viéndole, Custer se resistió a dar crédito a las habladurías. No se podía negar cierto desaliño en su traje oscuro, pero de ahí a creerse que un baluarte del decoro como Collopy hubiera sido capaz de ponerse un teddy… No, eso sí que…

Se sintió observado por el alcalde Montefiori. Hablaban de él. Consiguió mantenerse impasible y componer una expresión de deber y obediencia, pero no pudo evitar que un calorcillo de fruición le corriera por los brazos y las piernas. Rocker se apartó del alcalde y de Collopy. Viéndole acercarse, Custer se extrañó de que no pareciera demasiado contento.

—Capitán…

—Dígame, señor.

El jefe de policía se quedó donde estaba, con una mirada de indecisión y angustia. Luego se acercó un poco más y dijo:

—¿Está seguro?

—¿Cómo?

—Si está seguro de que es Brisbane.

Custer notó una punzada de duda, pero la rechazó enseguida. Las pruebas eran aplastantes.

—Sí.

—¿Ha confesado?

—No, lo que se dice confesado no, pero sí que ha hecho una serie de declaraciones comprometedoras, y espero que confiese en el interrogatorio oficial. Es lo que suele pasar. Me refiero a los asesinos en serie. Además, hemos encontrado pruebas del delito en su despacho del museo, y…

—¿No hay ninguna duda? El señor Brisbane es una persona muy importante.

—No, ninguna.

Rocker le miró un rato más a la cara, y Custer se puso nervioso. Había previsto que le dieran la enhorabuena, no que le aplicasen el tercer grado. El jefe de policía se acercó aún más y convirtió su voz en un susurro ronco y pausado.

—Sólo le digo una cosa, Custer: más le vale haber acertado.

—Descuide.

Rocker asintió, pero parecía aliviado sólo hasta cierto punto. Conservaba cierta expresión de agobio.

Custer, respetuoso, se apartó para que el alcalde, sus asesores, Collopy y el jefe de policía formaran ante la multitud. Flotaba en el ambiente una especie de electricidad, de ganas de ver qué pasaba. El alcalde levantó una mano y consiguió que se callara todo el mundo. Custer comprendió que ni siquiera pensaba dejar que sus asesores le presentaran, sino que había decidido encargarse personalmente de todo. Con las elecciones en ciernes, no estaba dispuesto a que se le escapara ni una migaja de gloria.

—Señoras y señores de la prensa —empezó a decir—, hemos efectuado una detención relacionada con el caso del asesino en serie conocido popularmente como el Cirujano. El sospechoso objeto de la detención ha sido identificado como Roger C. Brisbane tercero, vicepresidente primero y asesor legal del Museo de Historia Natural de Nueva York.

Se oyó un coro de respiraciones interrumpidas. Aunque ya se hubiera enterado todo el mundo, oírselo al alcalde le daba marchamo oficial.

—Ahora bien, conviene puntualizar que de momento el señor Brisbane goza, como es natural, de la presunción de inocencia. Eso sí, las pruebas de que se dispone contra él son importantes.

Se produjo un breve silencio.

—Como alcalde, siempre he dado un trato prioritario al caso, en el que se han empleado todos los recursos disponibles. Por eso, y por encima de cualquier otra consideración, deseo dar las gracias a los excelentes profesionales del cuerpo de policía de Nueva York, al jefe de policía Rocker y a los miembros de la división de homicidios, por haber trabajado sin descanso en un caso tan difícil. No quiero dejar de mencionar al capitán Sherwood Custer, quien tengo entendido que, además de encabezar la investigación, es quien la ha solucionado. Yo, y doy por supuesto que gran parte de ustedes también, he quedado sorprendido por el giro inesperado que ha acabado sufriendo este caso tan trágico. Muchos de nosotros conocemos personalmente al señor Brisbane, pero el jefe de policía me ha dado garantías de que su arresto no responde a ningún error, y sus palabras me merecen plena confianza.

Hizo una pausa.

—El doctor Collopy, del museo, desea dirigirles unas palabras.

Al oír esto, Custer se puso tenso. Seguro que el director saldría en defensa de su mano derecha, cuestionaría la labor policial y las técnicas de investigación de Custer, y le dejaría en mal lugar.

Collopy se acercó al micrófono con rigidez y corrección, juntando las manos a la espalda. Su tono de voz era frío, solemne y mesurado.

—Ante todo, sumarme en el agradecimiento a los miembros del cuerpo de policía de Nueva York, al jefe de policía y al alcalde por haberse entregado en cuerpo y alma a un caso tan trágico. Es un día triste para el museo, y para mí personalmente. A la ciudad de Nueva York, y a los familiares de las víctimas, les pido perdón desde el fondo de mi alma por las acciones injustificables de un empleado que gozaba de toda nuestra confianza.

Custer empezó a tranquilizarse. El propio jefe de Brisbane le estaba arrojando prácticamente a las fieras. Mejor. Al mismo tiempo se le encendió un amago de rencor hacia Rocker, cuyos exagerados miramientos hacia Brisbane no compartía, al parecer, ni el propio jefe del culpable.

Collopy retrocedió, cediendo el micrófono al alcalde, que dijo:

—Se abre el turno de preguntas.

La multitud gritó a coro, y la recorrió una oleada de manos en alto. La portavoz del alcalde, Mary Hill, dio un paso al frente para moderar las preguntas. Custer miró el gentío y se le apareció en la memoria la cara de sinvergüenza de Smithback. Se alegró de no verle entre el público.

Mary Hill había dado paso a alguien. Custer le oyó vociferar.

—¿Por qué mataba? ¿Es verdad que quería alargarse la vida?

El alcalde negó con la cabeza.

—De momento no puedo hacer conjeturas sobre el móvil.

—¡Una pregunta para el capitán Custer! —exclamó alguien—. ¿Cómo ha sabido que era Brisbane? ¿Cuál ha sido la prueba decisiva?

Custer se adelantó con la misma expresión impasible de hacía unos instantes.

—Un bombín, un paraguas y un traje negro —dijo elocuentemente—. Hay testigos de que era como se vestía el Cirujano cuando salía por sus víctimas. El disfraz lo he descubierto yo personalmente en el despacho del señor Brisbane.

—¿Ha encontrado el arma del crimen?

—Aún no hemos acabado de registrar el despacho. Además, tenemos equipos de búsqueda en el domicilio del señor Brisbane y en su casa de campo de Long Island. En Long Island —añadió con elocuencia— se usarán perros entrenados para buscar cadáveres.

—¿Qué papel ha tenido el FBI en el caso? —bramó un reportero de la televisión.

—Ninguno —se apresuró a declarar el jefe de policía—. Ningún papel. Toda la investigación ha corrido a cargo de las fuerzas del orden de la ciudad. Es verdad que en la primera fase se interesó extraoficialmente un agente del FBI, pero eran pistas que no llevaban a ninguna parte, y, por lo que sabemos, ha abandonado el caso.

—¡Por favor, otra pregunta para el capitán Custer! ¿Qué se siente al haber resuelto el caso más importante desde el del asesino en serie David Berkowitz, el Hijo de Sam?

Era el relamido de Bryce Harriman, formulando la pregunta más anhelada por Custer. Una vez más acudía en su rescate. Qué gusto que coincidiera todo de esa manera. Custer adoptó un tono de voz lo más inexpresivo posible.

—Me he limitado a cumplir con mi deber de policía. Ni más ni menos.

Retrocedió y se quedó con cara de póquer, disfrutando con la salva interminable de flashes.