Pendergast caminaba tropezando entre las largas mesas del antiguo laboratorio. Volvió a retorcerle las tripas un espasmo de dolor, que le obligó a detenerse y hacer un esfuerzo de voluntad. De momento, y aunque las heridas fueran graves, había conseguido mantener toda la agudeza de sus facultades en un rincón del cerebro inasequible a las distracciones. Mientras la bruma del dolor se hacía más densa, trató de concentrarlo todo en ese último refugio de lucidez, y observar y entender lo que le rodeaba.
Aparatos de titulación y destilación, vasos de precipitados y retortas, quemadores y una selva de objetos de vidrio y de metal. Sin embargo, y a pesar de la abundancia de instrumentos, se apreciaban pocas pistas sobre el proyecto de Leng. La química era química; siempre se usaba el mismo instrumental, al margen de la sustancia que se quisiera sintetizar o aislar. Pendergast no se esperaba tantas cajas de guantes antiguas: señal de que Leng, en su laboratorio, había manipulado sustancias venenosas o radiactivas. Claro que eso no hacía más que corroborar su hipótesis.
La única sorpresa era el estado del laboratorio. No había espectrómetro de masa, aparatos de difracción de rayos X ni dispositivo de electroforesis, y mucho menos secuenciador de ADN. Tampoco había ordenadores, ni nada, a simple vista, con circuitos integrados. Nada que reflejara la revolución aportada por los años sesenta a la tecnología bioquímica. De hecho, a juzgar por la antigüedad del instrumental y su estado de abandono, parecía que en aquel laboratorio no se trabajara desde hacía más o menos medio siglo.
Lo cual era imposible. Seguro que Leng, en su misión, se habría procurado los últimos avances científicos y el instrumental más moderno. Y había estado vivo hasta hacía poco tiempo.
¿Podía ser que hubiera culminado el proyecto? En ese caso, ¿dónde estaba? ¿Qué era? ¿Se encontraba en aquel enorme sótano? ¿O bien Leng había renunciado a él?
La linterna de Fairhaven cada vez titilaba más cerca. Pendergast interrumpió sus conjeturas e hizo el esfuerzo de seguir avanzando. En la pared del fondo había una puerta. Se acercó como pudo, abrumado por el sufrimiento. Si el lugar donde estaba era el laboratorio de Leng, detrás, como máximo, habría una o dos salas de trabajo. Notó que el vértigo empezaba a derrotarle. Había llegado a un punto en que casi no podía caminar. La hora del desenlace final.
Sin embargo, seguía sin averiguarlo.
Entreabrió la puerta y, tras penetrar cinco pasos en la siguiente sala, destapó el farol y quiso levantarlo para orientarse, examinar el contenido de la estancia y hacer el último esfuerzo por desentrañar el misterio.
Se le doblaron las rodillas.
En su caída, soltó el farol, que, al alejarse rodando, cubrió las paredes de parpadeos erráticos. En ellas, centenares de aristas de afilado metal reflejaban la luz y se la devolvían.