Nora, arrimada a la mesa de metal, repartía sus miradas entre los monitores y el cuerpo pálido de Smithback. Había quitado los retractores y limpiado la herida lo mejor que sabía. Ahora ya no había hemorragia, pero el daño estaba hecho. El aparato de la tensión arterial seguía emitiendo el mismo pitido de advertencia. Miró de reojo la bolsa de solución salina: estaba casi vacía, pero el catéter era pequeño, y ni siquiera al volumen máximo sería fácil reponer los fluidos perdidos con suficiente rapidez.
De repente se giró, sobresaltada por el eco de otro disparo en la oscuridad de la escalera. Había llegado a sus oídos debilitado, como si procediera de muy al fondo. Se quedó un momento paralizada de miedo. ¿Qué había pasado? ¿Que a Pendergast le habían pegado un tiro, o que lo había pegado él?
Volvió a girarse hacia el cuerpo inerte de Smithback. Por aquella escalera sólo iba a subir una persona: o Pendergast o el otro. Cada cosa a su tiempo. Por ahora se debía a Smithback, y no pensaba dejarle en la estacada. Volvió a echar un vistazo a las constantes vitales. La tensión había bajado hasta 70 y 35, y ahora el ritmo cardíaco también bajaba: 80 pulsaciones. Al principio, esto último la llenó de alivio. Luego tuvo otra idea, y aplicó la palma de una mano a la frente de Smithback. Se le estaba poniendo igual de fría que los brazos y las piernas.
Bradicardia, pensó, y el alivio, que había durado poco, se vio sustituido por el pánico. Cuando se sigue perdiendo sangre y ya no quedan zonas del cuerpo cuya irrigación restringir, el paciente se descompensa. Entonces empiezan a quedar afectadas las zonas críticas, el corazón late menos deprisa… y al final se para.
Nora mantuvo la mano en la frente de Smithback y giró la cabeza como loca hacia el monitor de electrocardiograma, donde observó una extraña disminución: los picos eran más pequeños, y la frecuencia menor. Ahora las pulsaciones por minuto se reducían a 50.
Le puso a Smithback las manos en los hombros y le sacudió con fuerza, exclamando:
—¡Bill! ¡Bill, coño, reacciona! ¡Por favor!
Los pitidos del monitor de electrocardiograma se volvieron erráticos y lentos. No había nada más que hacer. Contempló los monitores, invadida progresivamente por una horrible sensación de impotencia. Al cabo de unos instantes cerró los ojos y dejó que su cabeza reposara sobre el hombro de Smithback, desnudo, inmóvil y frío como una tumba de mármol.