En el sótano pétreo de las profundidades del 891 de Riverside Drive, el aire olía a polvo, hongos viejos y amoniaco. Pendergast avanzaba por la oscuridad, cada paso una agonía, y muy de vez en cuanto destapaba el farol con la doble intención de inspeccionar el gabinete de Leng y orientarse. Se detuvo jadeando en el centro de una sala llena de tarros de cristal y bandejas de especímenes. Atento como estaba a cualquier ruido, sus oídos hipersensibles captaron el de los sigilosos pasos de Fairhaven. Como mucho, se llevaban dos salas. ¡Qué poco tiempo quedaba! Pendergast estaba gravemente herido, desarmado y sangrando mucho. La única manera de que el duelo se desarrollara en igualdad de condiciones tendría que surgir del propio gabinete. La única manera de vencer a Fairhaven era entender el gran proyecto de Leng, el porqué de que se hubiera alargado la vida.
Volvió a destapar el farol, y examinó el gabinete que tenía delante. Dentro de los tarros había insectos secos que reflejaban la luz del farol, irisándola. En la etiqueta decía Pseudopena velenatus, denominación latina de un insecto que habitaba en las marismas de Mato Grosso, y cuyo veneno, no mortal, destinaban los nativos a usos medicinales. En la hilera de debajo había otra serie de tarros con cadáveres secos de arañas venenosas de Uganda, una verdadera sinfonía de rojos y amarillos. Caminó en paralelo a la estantería y volvió a descubrir el farol, iluminando una sucesión de botes con lagartos: el geco albino de las cuevas de Costa Rica, que era inofensivo, un frasco lleno de glándulas salivares secas del monstruo de Gila, del desierto de Sonora, y dos potes con lagartos de panza roja australianos, pequeñísimos, resecos y retorcidos. Más allá había un sinfín de cucarachas, desde las gigantes de Madagascar, caracterizadas por sus siseos, a unas cubanas muy bonitas, verdes, que brillaban dentro de los tarros como hojas esmeraldas.
Pendergast comprendió que la acumulación de todos aquellos seres no respondía a intenciones taxonómicas. Para estudios de taxonomía no hacían ninguna falta mil arañas. Por otro lado, desecar insectos era una manera muy mala de conservar sus detalles biológicos. Además, su disposición en las vitrinas no seguía ningún orden taxonómico posible.
Sólo había una respuesta: el acopio de insectos se debía a las sustancias químicas complejas que contenían. Era, lisa y llanamente, una colección de compuestos biológicamente activos; continuación, de hecho, de los gabinetes de productos químicos inorgánicos que había observado en las salas precedentes.
Cada vez estaba más seguro de que aquel gabinete de curiosidades subterráneo y a grandísima escala, aquella formidable colección de productos químicos, guardaba relación directa con la verdadera obra de Leng. Las colecciones colmaban sin fisuras el hueco advertido en las que se exponían arriba, en la casa. Era el gabinete de curiosidades final, fundamental, de Antoine Leng Pendergast. Sin embargo, y en contraste con las colecciones de arriba, se notaba enseguida que era un gabinete de trabajo. Lo demostraba el hecho de que muchos tarros sólo estuvieran medio llenos, y otros casi vacíos. La actividad de Leng, fuera cual fuese, había tenido como requisito contar con una variedad extrema de compuestos químicos. De acuerdo, pero ¿de qué actividad se trataba? ¿En qué consistía el magno proyecto?
Pendergast volvió a tapar el farol, y opuso al dolor su fuerza de voluntad a fin de concederse unos instantes de reflexión. Según había dicho su tía abuela, Leng, justo antes de viajar del sur a Nueva York, hablaba de salvar a la humanidad. Se acordó del otro verbo que había empleado Cordelia: curar. Leng pensaba curar al mundo. Y, en su proyecto, aquel gabinete tan vasto de productos y compuestos químicos desempeñaba un papel esencial. Se trataba de algo que Leng juzgaba beneficioso para la humanidad.
De repente, Pendergast sintió una punzada de dolor que estuvo a punto de doblegarle, pero se recuperó con un esfuerzo supremo de voluntad. Era absolutamente necesario no cejar, seguir buscando la respuesta. Salió de la selva de vitrinas por un arco con tapiz y entró en la sala contigua. Mientras caminaba, otro espasmo de dolor le atacó. Se detuvo a esperar que pasara.
El truco que había intentado con Fairhaven —colarse por la puerta secreta sin que le disparase— dependía de una sincronización perfecta. A lo largo del diálogo, Pendergast no había dejado de fijarse ni un momento en el rostro de Fairhaven. La norma general, que casi no tenía excepciones, era que, justo antes de decidirse a matar, a apretar el gatillo y poner fin a la vida de otra persona, al ser humano lo delatara su expresión. En cambio, Fairhaven no había dado ninguna señal. Había apretado el gatillo con una frialdad que a Pendergast le había cogido por sorpresa. El arma utilizada había sido la de Pendergast, una Les Baer considerada como una de las semiautomáticas más fiables del mercado, y se notaba que Fairhaven sabía usarla. Sin la pausa en su respiración justo antes de disparar, Pendergast habría recibido la bala de lleno, y habría muerto al instante.
Por suerte se le había metido en el costado, pasando justo debajo del costillar izquierdo y penetrando en la cavidad peritoneal. Volvió a pensar en la forma y las características exactas del dolor, de la manera más fría posible. Como mínimo, la bala le había perforado el bazo, y también, posiblemente, la flexura esplénica del colon. La aorta abdominal no la había tocado —puesto que en ese caso se habría desangrado—, pero debía de haber rozado o bien la vena cólica izquierda o algunos vasos tributarios de la porta. La bala Black Talón, usada por las fuerzas del orden, había hecho estragos, y si no se curaba la herida en el término de algunas horas, le causaría la muerte. Lo peor era que estaba debilitándole mucho, y haciéndole perder velocidad. El dolor era casi insoportable, pero Pendergast estaba acostumbrado a lidiar con él. En cambio, a lo que no sabía resistirse con igual eficacia era al entumecimiento que le ponía las extremidades cada vez más flojas. Su cuerpo, recién magullado por la caída, y todavía convaleciente de la herida de arma blanca, no tenía reservas. Pendergast perdía fuerzas por momentos.
Inmóvil y a oscuras, volvió a repasar el porqué del fracaso de su plan de acción, y de sus errores de cálculo. Desde el primer momento había previsto que sería el caso más difícil de su carrera, pero no había tenido en cuenta sus propias deficiencias psicológicas. Se había implicado en exceso. Le había dado demasiada importancia personal, con la consiguiente influencia en su criterio y merma en su objetividad. Se estaba dando cuenta, por primera vez, de que las posibilidades de fracaso no sólo eran reales, sino numerosas; un fracaso, además, cuyas repercusiones no se agotaban en algo tan intrascendente como su propia muerte, sino que englobaban las de Nora, Smithback y muchos otros inocentes por venir.
Se exploró la herida con la mano. Sangraba más que antes. Se quitó la chaqueta y se la ató con todas sus fuerzas en la parte baja del torso. Acto seguido destapó el farol y volvió a levantarlo unos segundos.
Estaba en una sala más pequeña que las anteriores, una sala cuyo contenido le sorprendió. No contenía más compuestos químicos, sino vitrinas llenas de pájaros disecados y rellenos de algodón. Aves migratorias, dispuestas taxonómicamente; una colección espléndida en la que ni siquiera faltaba una representación de la especie extinguida de las palomas migratorias. ¿Cómo cuadraba aquello con el resto? Pendergast se había quedado en blanco. En el fondo sabía que eran partes de un todo, de un plan superior, pero ¿qué plan?
Siguió caminando a trancas y barrancas, procurando no mover la herida. Al entrar en la siguiente sala volvió a levantar el farol, y esta vez el estupor le paralizó. La colección difería por completo de las anteriores. El farol iluminaba un excéntrico abigarramiento de ropas y accesorios apilados contra las paredes, tanto en maniquíes de modista como en vitrinas: anillos, cuellos de camisa, sombreros, plumas estilográficas, paraguas, trajes, guantes, zapatos, relojes de pulsera, collares, corbatas… Estaba todo muy bien conservado y expuesto como en un museo, pero esta vez no se observaba ninguna sistematización. La heterogénea colección, que cubría dos mil años y la integridad del planeta, parecía impropia de Leng. ¿Qué tenía que ver un guante masculino de cabritilla blanca, parisino y del siglo XIX, con un gorjal de la Edad Media? ¿Y unos pendientes romanos con un paraguas inglés, o con el reloj de pulsera Rolex de al lado, o, sucesivamente, con unos zapatos de tacón de los años veinte? Pendergast dio unos pasos cargados de dolor. En la pared del fondo había una vitrina con toda clase de tiradores para puerta —todos con un interés estético y artístico nulo—, y al lado una hilera de pelucas masculinas del siglo XVIII.
Pensativo, cubrió el farol. Era una colección rarísima de objetos cotidianos sin especial interés, organizados sin tener en cuenta ni el período ni la categoría. El caso es que ahí estaban, en vitrinas, como si fueran lo más valioso del mundo.
A oscuras, y oyendo el goteo de su sangre en el suelo, se planteó por primera vez la posibilidad de que Leng, al final, se hubiera vuelto loco. Ciertamente, parecía la última colección de un loco. Quizá, al alargársele la vida, no se le hubiera deteriorado el cuerpo, pero sí el cerebro. Aquella colección tan grotesca no tenía sentido.
Negó con la cabeza. Volvía a reaccionar con emotividad y a dejar que su sentimiento de culpa familiar afectara a sus facultades racionales. Las colecciones que acababa de recorrer, acreedoras al título de mayor acumulación de productos químicos —orgánicos e inorgánicos— de la historia, no podía haberlas reunido ningún loco. Tan seguro estuvo de ello como de que los artículos vulgares de la última sala tenían alguna relación con el resto. Que él no viera ninguna organización sistemática no significaba que no existiera. La clave del proyecto de Leng estaba en aquella sala. No tenía otra alternativa que entender la índole y el motivo de sus actividades. En caso contrario…
Entonces oyó el roce de un pie en la piedra y vio acercarse la luz de la linterna de Fairhaven. De repente recibió en la pechera de la camisa el puntito rojo del láser y se arrojó al suelo justo al producirse la detonación y al rebotar sus ecos por la exigua estancia.
Sintió el impacto de la bala en el codo derecho. Fue un mazazo que le derribó y le dejó un rato tumbado, mientras el láser corría por el aire polvoriento. Después Pendergast rodó por el suelo, se levantó y cruzó la sala cojeando, de vitrina en vitrina.
Se había dejado distraer por lo raro de la colección, olvidándose de prestar atención a que Fairhaven se estaba aproximando. Otro fracaso. La idea llegó acompañada por la comprensión de que por vez primera estaba a punto de perder. Dio otro paso, sujetándose el codo destrozado. Parecía que la bala hubiera cruzado la cresta supracondilar medial y hubiera salido cerca de la apófisis coronoide medial. Ello agravaría la hemorragia y no le dejaría oponer resistencia. Tenía que llegar a la sala contigua. Cada una contenía pistas diferentes. Quizá la siguiente revelase el secreto de Leng. Por desgracia, al moverse se mareó y sintió unas náuseas tan intensas que estuvieron a punto de hacerle perder el equilibrio.
Guiándose por el reflejo de la linterna de Fairhaven, se metió en la siguiente estancia por un arco. La caída y el impacto de la segunda bala habían agotado sus últimas fuerzas. Cada vez veía más cerca el pesado velo de la inconsciencia. Se apoyó de espaldas en el otro lado de la pared, jadeando y con los ojos muy abiertos, aunque no se viera nada.
De pronto, el haz de la linterna penetró por el arco y se alejó. El brevísimo episodio de luz permitió a Pendergast ver un brillo de cristales: varias hileras de vasos de precipitados y retortas, y columnas de destilación en mesas largas de trabajo, erguidas sobre ellas como las torres de una ciudad.
Había entrado en el laboratorio secreto de Enoch Leng.