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Nora entró en la sala con todos los sentidos alerta. Después de las tinieblas de la celda, la luz era tan intensa que volvió a la oscuridad y esperó a que se le pasara el deslumbramiento para volver a salir.

Cuando ya tuvo la vista acostumbrada, empezaron a definirse una serie de objetos: mesas metálicas con instrumentos brillantes encima, una camilla vacía, una puerta abierta por la que se bajaba a una escalera de caracol de piedra basta… y alguien atado boca abajo con correas a una mesa de operaciones de acero inoxidable. La mesa no se parecía a ninguna de las que había visto. Tenía canalillos laterales que se juntaban en un depósito, lleno de sangre y de fluidos. Era una mesa para autopsias, no para operaciones.

La cabeza y el torso de la persona atada, así como su cintura y sus piernas, estaban tapados con sábanas de color verde claro. Lo único visible era la parte baja de la espalda. Al acercarse, Nora vio una herida impresionante: un corte rojo de casi sesenta centímetros. Le habían aplicado retractores de metal para mantener separados los bordes. Distinguió la columna vertebral, de un color gris claro que contrastaba con los tonos rosáceos y rojos de la carne despellejada. La herida había sangrado sin restricción, formando una red de rojos afluentes que partían de ambos lados del corte vertical y, fluyendo por la mesa, desembocaban en los canalillos.

A Nora no le hizo falta levantar las sábanas para saber que se trataba del cuerpo de Smithback. Contuvo un grito e intentó conservar la calma, acordándose de lo que había dicho Pendergast. Había que ocuparse de una serie de cosas y, en primer lugar, cerciorarse de que Smithback estuviera muerto.

Al acercarse, echó un vistazo general al quirófano. Al lado de la mesa había un gotero cuyo tubo, fino y de color claro, se metía entre las sábanas verdes. Cerca había una caja grande de metal, con ruedas y gran profusión de tubos y discos en su parte frontal. Debía de ser un ventilador. También había una cubeta metálica llena de escalpelos manchados de sangre, y otra con fórceps, esponjas estériles y un dosificador de solución de Betadine. En la propia camilla había instrumentos dispersos, como si los hubieran dejado allí a media operación. Se fijó en el final de la mesa, donde había una serie de aparatos que registraban las constantes vitales, y reconoció un monitor de electrocardiograma con una línea de un verde espectral que circulaba de izquierda a derecha. La línea recogía los latidos de un corazón. De repente Nora pensó: ¡Dios mío! ¿Puede ser que Bill aún esté vivo?

Se abalanzó hacia la camilla, acercó una mano a la parte superior de la herida y retiró la sábana de los hombros, dejando a la vista las facciones de Smithback: su impenitente remolino, sus brazos y hombros canijos y el rizo de la nuca. Al tocarle el cuello, notó un pulso muy débil en la arteria carótida.

Estaba vivo, sí, pero por poco. ¿Le habían drogado? ¿Qué hacer? ¿Cómo salvarle? Dándose cuenta de que su propia respiración era demasiado agitada, hizo el esfuerzo de sosegar tanto su cuerpo como sus pensamientos. Examinó los aparatos intentando recordar el curso preparatorio de medicina que había seguido en la universidad, de los postgrados de anatomía básica y antropología biológica y forense, y de su corta experiencia como voluntaria en un hospital.

Lo siguiente que hizo, sin perder más tiempo, fue fijarse en la máquina de al lado en un intento de evaluar la situación en su conjunto. Saltaba a la vista que era un monitor de presión arterial. Echó un vistazo a las lecturas sistólicas y diastólicas: 91 y 60. Al menos tenía esas dos cosas, presión y pulso, aunque parecieran demasiado bajos. Al lado había otra máquina conectada a un cable cuyo otro extremo estaba fijado al índice de Smithback con una pinza. Hacía un año que el tío de Nora había sido hospitalizado por hidropesía cardíaca, y le habían puesto lo mismo. Era un oxímetro de pulso. Gracias a una luz enfocada en la uña, medía la saturación de oxígeno de la sangre. El valor era 80. ¿Estaría bien? Le sonaba que menos de 95 era preocupante.

Volvió a mirar el monitor de electrocardiograma, y el indicador del pulso, en la esquina inferior derecha. Ponía 125.

De repente saltó un pitido de alarma en el indicador de presión arterial. Nora se puso de rodillas al lado de Smithback, atenta a su respiración. Era rápida, superficial, casi inaudible.

Se levantó y miró los aparatos gimiendo de desesperación. ¡Tenía que hacer algo! Moverle no, porque le mataría. Tendrían que ser medidas in situ. O le ayudaba, o se moría.

Luchó contra el pánico y contra la falta de memoria. Presión baja, pulso más rápido de lo normal, poco oxígeno en la sangre… ¿De qué era señal?

Exanguinación. Se fijó en el charco de sangre, impresionante, que se había acumulado en la base de la mesa. Smithback había perdido mucha. En esos casos, ¿cómo reaccionaba el cuerpo? Intentó acordarse de unas clases que ni estaban recientes en el tiempo ni le habían merecido demasiada atención. Lo primero, taquicardia, debido a que el corazón se aceleraba para enviar oxígeno a los tejidos. Lo segundo… ¿Cómo coño se llamaba? Vasospasmo. Acercó enseguida una mano a la de Smithback y le tocó los dedos. Tal como había previsto, estaban helados, y con manchitas en la piel. El cuerpo restringía la afluencia de sangre a las extremidades a fin de maximizar el oxígeno en las zonas críticas.

Lo último en resentirse era la presión. La de Smithback ya bajaba. Después…

Prefirió no pensar en lo que pasaría después.

Sufrió un breve mareo. Era una locura. Ella no era médico. Actuando, corría un alto riesgo de empeorar las cosas. Respiró hondo y miró fijamente el corte en carne viva, en un esfuerzo de concentración. Aunque hubiera sabido cerrar y coser la incisión, no habría servido de nada, porque ya se había perdido demasiada sangre. En cuanto a plasma para una transfusión de sangre, ni lo había a mano ni Nora tenía conocimientos para realizar lo segundo.

Sin embargo, sabía que a los pacientes que habían perdido mucha sangre se les podía rehidratar con cristaloides o una solución salina.

Volvió a mirar el gota a gota de al lado de la mesa. Tenía colgada una bolsa de mil centímetros cúbicos de solución salina. El tubo penetraba en la vena de la muñeca de Smithback. Habían cerrado la espita. Cerca de la base había una jeringuilla colgando, medio vacía y con la aguja clavada en el tubo. Nora comprendió de qué se trataba: de anestesia local administrada por goteo. Debía de ser Versed, porque como máximo solía durar cinco minutos. Así la víctima estaba consciente, pero sin poder resistirse. Era una posibilidad. ¿Qué sentido tenía que el Cirujano no hubiera preferido una anestesia general, o medular?

Daba igual. Lo importante era reponer los fluidos de Smithback lo antes posible, y subirle la presión. Los medios para ello estaban a mano. Quitó la jeringuilla del tubo del gota a gota y la arrojó al otro lado de la habitación. Acto seguido cogió la espita de la base de la bolsa de litro de solución salina y la giró al máximo en el sentido de las agujas del reloj.

No basta, pensó al ver que las gotas de solución bajaban de prisa por el tubo; no basta para sustituir el volumen de fluido. Ay, Dios mío, ¿qué más podría hacer?

Por desgracia, parecía que nada.

Retrocedió, impotente, y volvió a echar una ojeada a las máquinas. El pulso de Smithback había subido a 140, pero lo más alarmante era que la presión había bajado en picado de 80 a algo más de 45.

Se inclinó hacia la camilla y cogió entre sus manos la de Smithback, fría e inmóvil.

—¡Bill, joder! —susurró, apretándosela—. Tienes que conseguirlo. Venga, sé fuerte.

Esperó como una estatua bajo las luces, con la mirada fija en los monitores.