La puerta de la celda estaba abierta y a través de ella se filtraba un poco de luz del corredor. Nora estaba acurrucada en la oscuridad de detrás, esperando. Diez minutos. Pendergast había dicho diez minutos. A oscuras, y sintiendo los mazazos de su corazón, parecía que cada minuto fuera una hora, y casi era imposible llevar la cuenta del tiempo. Mil uno, contó, mil dos… Contaba sin dejar de acordarse de Smithback, y de lo que pudiera estar pasándole. O haberle pasado.
Pendergast había dado por muerto a Smithback. Se lo había dicho para ahorrarle la impresión de descubrirlo por sí misma. Bill está muerto. Bill está muerto. Trató de asimilarlo, pero notó que su cerebro se resistía a aceptar el dato. Lo sentía como algo irreal, igual que todo lo demás. Mil treinta, mil treinta y uno… Pasaban los segundos.
Cuando llevaba seis minutos y veinticinco segundos, oyó una detonación de arma de fuego, que en lo exiguo de la celda resultó ensordecedora. Entonces se le rebeló todo el cuerpo por el miedo, y fue un milagro que no gritara. En cuclillas, esperó a que los brincos absurdos de su corazón se ralentizaran. Todos los pasillos subterráneos retumbaban con los ecos repetidos del disparo, hasta que a la larga volvió a reinar el silencio, un silencio sepulcral.
Notó que se le entrecortaba la respiración, y que le costaba el doble contar. Pendergast le había pedido que esperase diez minutos. ¿Desde el disparo ya había pasado uno? Decidió reanudar el cómputo en siete minutos, con la esperanza de que lo monótono y repetitivo de la actividad le calmara los nervios, pero no fue así.
Entonces oyó ruido de pisadas muy seguidas por la piedra.
Tenían una cadencia inhabitual, sincopada, como de alguien bajando por una escalera. Se alejaron deprisa, y todo volvió a que dar en silencio.
Al llegar a diez minutos, Nora interrumpió la cuenta. Era el momento de salir. Al principio el cuerpo no le respondía, como si estuviera paralizado de miedo. ¿Y si afuera aún estaba aquel hombre? ¿Y si encontraba muerto a Smithback? ¿Y si Pendergast también estaba muerto? ¿Sería capaz de correr, de resistirse y morir antes que caer prisionera y enfrentarse con un destino mucho peor?
De nada servían las conjeturas. Se limitaría a obedecer las órdenes de Pendergast. Con un esfuerzo ímprobo de la voluntad, se levantó y salió de la oscuridad rodeando sigilosamente la puerta abierta. El corredor del otro lado era largo y húmedo, con suelo y paredes de piedra irregular manchada de cal. Al fondo había una puerta que daba a una sala muy iluminada, única fuente de luz, al parecer, en todo el sótano. Era la dirección que había seguido Pendergast, y, en sentido inverso, la del disparo. También la dirección de donde había llegado el ruido de pisadas.
Dio un paso vacilante, y otro, hasta que, con las piernas temblorosas, se encaminó hacia el rectángulo de luz intensa.