8

El despacho del museo había quedado en silencio. Nora experimentó la necesidad de sentarse. Tardaron bastante en volver a hablar. Nora percibía vagamente el rumor del tráfico, un teléfono sonando a lo lejos, y pasos por el corredor. Empezaba a asimilar todo el significado del descubrimiento: el túnel, los treinta y seis cadáveres descuartizados, y aquella nota aterradora de hacía un siglo.

—Según usted, ¿qué significa?

—Sólo hay una explicación. La chica debía de ser consciente de que no saldría viva del sótano, y, como no quería morir en el anonimato, escribió su nombre, edad y dirección y escondió el papel. Un epitafio de su propia elección. El único que tenía a su alcance.

Nora se estremeció.

—Qué horror.

Pendergast caminó lentamente hacia la estantería, seguido por la mirada de Nora, que preguntó:

—¿De qué se trata? ¿De un asesino en serie?

Pendergast no contestó. Volvía a poner la misma cara de preocupación que en el solar en obras. Se quedó delante de la estantería.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo ella.

Pendergast volvió a asentir.

—¿Por qué lo investiga? Que yo sepa, el FBI no se dedica a asesinatos en serie de hace ciento treinta años.

Pendergast cogió un cuenco anasazi pequeño que había en un estante, y lo examinó.

—Un Kayenta. ¡Qué bonito! —Levantó la vista—. ¿Cómo lleva la investigación sobre la expedición de Utah, la de los anasazi?

—Mal. El museo no piensa pagarme las pruebas de carbono catorce que necesito. Pero ¿qué tiene que…?

—Mejor.

—¿Mejor?

—Doctora Kelly, ¿sabe qué es un «gabinete de curiosidades»?

Nora se admiró de que fuera posible acumular tantas incongruencias.

—Una especie de colección de historia natural, ¿no?

—Exacto. Fue el precursor de los museos de historia natural. Muchas personas instruidas de los siglos dieciocho y diecinueve, en sus viajes por el mundo, coleccionaban objetos extraños: fósiles, huesos, cabezas reducidas, pájaros disecados… Cosas así. Al principio lo único que hacían era juntarlos en gabinetes para divertir a sus amistades. Después, cuando empezó a constatarse que había gente dispuesta a pagar por verlos, algunos gabinetes de curiosidades se convirtieron en empresas comerciales. Las colecciones ocupaban varias salas, pero conservaban el nombre de «gabinete de curiosidades».

—¿Qué tiene que ver con los asesinatos?

—En mil ochocientos cuarenta y ocho, un neoyorquino joven y rico, Alexander Marysas, emprendió un gran viaje como cazador y coleccionista, desde el sur del Pacífico a Tierra del Fuego. Murió en Madagascar, pero sus colecciones, que tenían un gran interés, volvieron con su barco, en la bodega. Las compró un empresario, John Canaday Shottum, y en mil ochocientos cincuenta y dos inauguró el «Gabinete de Producciones y Curiosidades Naturales J. C. Shottum».

—¿Y qué?

—Que el edificio que había estado encima del túnel donde han aparecido los esqueletos era el gabinete de Shottum.

—¿Cómo ha averiguado tantas cosas?

—Hablando media hora con un muy buen amigo, que trabaja en la biblioteca municipal. De hecho, el túnel que exploró usted servía de carbonera, para la caldera original del edificio. Era una casa de tres pisos hecha de ladrillo, en el típico neogótico de la década de mil ochocientos cincuenta. En la planta baja estaba el gabinete y algo que se llamaba «ciclorama». El primer piso eran las oficinas de Shottum, y el tercero estaba alquilado. Parece ser que el gabinete tuvo mucho éxito, aunque entonces el barrio, Five Points, fuera de los peores de Manhattan. En mil ochocientos ochenta y uno el edificio se incendió, con Shottum dentro. En el informe policial constan sospechas de que había sido provocado, pero no llegaron a encontrar al culpable. El solar quedó vacío hasta mil ochocientos noventa y siete, cuando se construyó la hilera de casas de pisos.

—¿Qué había antes del gabinete de Shottum?

—Una pequeña granja de cerdos.

—O sea, que los asesinatos tienen que ser de cuando estaba el gabinete de Shottum.

—Exacto.

—¿Y a usted le parece que el culpable es Shottum?

—Es demasiado pronto para decirlo. Casi todos los trozos de cristal que encontré en el túnel eran de probetas y alambiques rotos. Presentaban restos de varios productos químicos, pero tengo pendiente analizarlos. Tenemos que averiguar muchas más cosas sobre J. C. Shottum y su gabinete de curiosidades. ¿Tendría la amabilidad de acompañarme?

Abrió cortésmente la puerta del despacho, y Nora le siguió sin pensárselo. Mientras recorrían el pasillo y tomaban un ascensor al quinto piso, el agente siguió hablando. De repente, cuando se abrieron las puertas con un ruido sibilante, Nora recuperó la sensatez.

—Un momento. ¿A dónde vamos? Tengo trabajo.

—Ya le he dicho que necesito que me ayude.

Sintió un calambre de irritación. ¡Qué confianzas se tomaba aquel hombre! ¡Cómo si ella fuese empleada suya!

—Perdone, pero soy arqueóloga, no detective.

Él arqueó las cejas.

—¿Hay alguna diferencia?

—¿Por qué se cree que puede interesarme?

—Porque ya le interesa.

Nora estaba indignada por el descaro del agente, aunque hubiera dicho una verdad como un templo.

—¿Y cómo se lo explicaremos al museo?

—A eso vamos, doctora Kelly. Tenemos una cita.

Señaló una puerta al fondo del pasillo, con una placa de madera donde estaba escrito en letras doradas el nombre del ocupante.

—¡Oh, no! —gimió Nora—. No.

Encontraron a Roger Brisbane cómodamente sentado en su sillón de la Bauhaus. Era la viva imagen de la abogacía, con su camisa de Turnbull & Asser perfectamente planchada y con los puños vueltos. Sus adoradas gemas seguían en la vitrina, el único toque cálido en un despacho frío e inmaculado. Les hizo señas para que se sentasen al otro lado de la mesa, en sendas sillas. No se le veía de muy buen humor. Levantó la vista de su agenda, miró a Pendergast y, sin hacer ningún caso a Nora, dijo:

—Agente especial Pendergast. ¿De qué me suena el nombre?

—Ya había trabajado en el museo —dijo Pendergast con la más meliflua de sus voces.

—¿Para quién?

—No, me ha entendido mal. He dicho en el museo, no para el museo.

Brisbane hizo un gesto con la mano.

—Da lo mismo. Mire usted, señor Pendergast: por la mañana, en casa, me gusta estar tranquilo, y no alcanzo a ver qué es tan urgente para requerir mi presencia en el despacho a estas horas.

—El delito no duerme, señor Brisbane.

Nora creyó detectar una nota sardónica en el tono de Pendergast. La mirada de Brisbane recayó brevemente en su empleada. Luego la desvió y dijo:

—A la doctora Kelly se la necesita en el museo. Creo que ya se lo he explicado por teléfono. En otras circunstancias, el museo estaría encantado de ayudar al FBI, pero es que en este caso no veo cómo.

En vez de contestar, Pendergast se quedó mirando las piedras preciosas.

—No sabía que el famoso zafiro Mogul Star ya no estuviera expuesto al público. Porque es el Mogul Star, ¿verdad?

Brisbane cambió de postura.

—Hacemos rotaciones periódicas de lo expuesto, a fin de que los visitantes tengan la oportunidad de ver lo que está en depósito.

—Y el… exceso de inventario lo guarda usted aquí.

—Señor Pendergast, le repito que no sé cómo podemos ayudarle.

—Es un crimen excepcional; ustedes tienen recursos excepcionales, y yo la necesidad de usarlos.

—¿El crimen del que habla ocurrió en el museo?

—No.

—¿En los terrenos del museo?

Pendergast negó con la cabeza.

—Pues lo siento mucho, pero la respuesta es no.

—¿Definitiva?

—Terminantemente, sí. No queremos que el museo se meta en labores policiales. Participar en investigaciones, demandas y otros asuntos sórdidos es una manera segura de que la institución se vea expuesta a polémicas indeseadas. Pero qué le voy a contar, señor Pendergast.

El agente se sacó un papel del bolsillo de la chaqueta y lo dejó delante de Brisbane.

—¿Qué es? —preguntó éste sin mirarlo.

—Los estatutos del museo.

—¿Y qué tienen que ver con esto?

—Pone que una de las obligaciones de los empleados es proporcionar servicios públicos no remunerados.

—Es lo que hacemos todos los días, gestionando el museo.

—Ya, pero es que el problema es ése. Hasta hace relativamente poco, el departamento de antropología del museo ayudaba con regularidad a la policía en cuestiones forenses. De hecho, formaba parte de sus obligaciones. Supongo que se acuerda del famoso asesinato del cenicero, el del siete de noviembre de mil novecientos treinta y nueve.

—Lo siento, pero debí de saltarme el artículo en el Times.

—En la resolución del caso intervino un conservador del museo. Encontró el borde quemado de una órbita ocular en un cenicero, y consiguió demostrar que era humana.

—Señor Pendergast, no he venido a que me den clases de historia —Brisbane se levantó de la silla y se puso la chaqueta—. La respuesta es no. Tengo trabajo. Doctora Kelly, por favor, vuelva a su despacho.

—Siento oírselo decir. Habrá publicidad adversa, pero bueno, ya se sabe.

Las palabras «publicidad adversa» hicieron que Brisbane detuviera sus pasos, y que se le pintara en el rostro una sonrisa fría.

Pendergast siguió hablando con su agradable acento del sur.

—De hecho, en los estatutos queda clarísimo que el servicio público obligatorio no se refiere al trabajo normal de los conservadores. Hace casi una década que el museo incumple su convenio con el ayuntamiento de Nueva York, y eso que recibe varios millones en impuestos de los propios ciudadanos. No sólo no prestan servicio público, sino que ahora ya no se puede entrar en la biblioteca sin estar doctorado. Además, han limitado el acceso a las colecciones al llamado mundo académico, y, en nombre de los derechos de propiedad intelectual, cobran por todo. Incluso han empezado a sugerir una cantidad como entrada, a pesar de que los estatutos lo prohíben sin ambigüedad. Se lo leo: «Para la creación de un museo de historia natural al servicio de la ciudad de Nueva York, que estará abierto de forma gratuita a todos los ciudadanos sin excepción».

—A ver…

Brisbane leyó el pasaje, y su frente lisa se contrajo de modo casi imperceptible.

—¡Hay que ver lo que incordian algunos documentos viejos! ¿Verdad, señor Brisbane? Como la Constitución, que cuando menos la necesitas se te echa encima.

Brisbane dejó caer el documento encima de la mesa. Tras un breve episodio de rubor, su piel recuperó el habitual color rosado.

—Tendré que consultar a la junta.

Pendergast sonrió.

—Así se empieza. Muy bien. En mi opinión, podría dejarse el problema en manos del propio museo. ¿Qué le parece, señor Brisbane? Eso a condición de que se me facilite la poca ayuda que necesito de la doctora Kelly.

Silencio, hasta que Brisbane levantó la vista con distinta expresión.

—Comprendo.

—Y le aseguro que no la distraeré más tiempo de lo necesario.

—No, claro —dijo Brisbane.

—La mayor parte del trabajo será de archivo. La tendrán en el edificio, lista para cuando la necesiten.

Brisbane asintió con la cabeza.

—Haremos todo lo posible para evitar publicidad desagradable. Y huelga decir que de principio a fin será confidencial.

—Claro. Siempre es preferible.

—Sólo quiero añadir una cosa: que no es la doctora Kelly quien ha acudido a mí, sino yo quien le he impuesto la tarea. Ella ya me ha informado de que preferiría trabajar con sus trozos de cerámica.

—Lógico.

El rostro de Brisbane se había vuelto más opaco, tanto que a Nora le costaba adivinarle el pensamiento. Se preguntó si su carrera en el museo saldría perjudicada por el episodio de guerra sin cuartel que acababa de protagonizar Pendergast. Probablemente sí. Lanzó una mirada de reproche al agente.

—¿De dónde dice que es? —preguntó Brisbane.

—No lo he dicho, pero de Nueva Orleans.

Brisbane se apoyó en el respaldo y dijo sonriendo:

—Nueva Orleans. Claro. Debería haberlo adivinado por el acento. Pues está un poco lejos de su tierra, señor Pendergast.

El agente se inclinó, mientras le sostenía la puerta a Nora. Esta la cruzó indignada, y, cuando ya llevaban recorrido un buen trecho de pasillo, se detuvo y dijo:

—Me ha dejado completamente in albis. Sólo he empezado a enterarme de sus intenciones cuando ya estábamos en el despacho de Brisbane. No me gusta.

Pendergast la miró fijamente con sus ojos claros.

—Mis métodos son poco ortodoxos, pero tienen una ventaja.

—¿Cuál?

—Que funcionan.

—Ya, pero ¿y mi carrera?

Pendergast sonrió.

—¿Me permite un pronóstico?

—Bueno. Total…

—Cuando termine todo esto, la habrán ascendido.

Nora hizo un ruido despectivo con la nariz.

—Sí, claro; primero chantajea y humilla a mi jefe, y luego va él y me asciende.

—Reconozco que los burócratas de tres al cuarto no son el tipo de personas que mejor me caen. Es una costumbre muy mala, pero me cuesta cambiar. De todos modos, doctora Kelly, descubrirá que la humillación y el chantaje, bien empleados, pueden tener una eficacia admirable.

Nora volvió a detenerse al llegar a la escalera.

—Aún no ha contestado mi pregunta. ¿Qué interés tiene el FBI en unos asesinatos de hace más de un siglo?

—Todo a su debido tiempo, doctora Kelly. De momento, confórmese con que le diga que a título meramente personal me parecen unos asesinatos bastante… mmm… interesantes.

La manera con que Pendergast dijo la palabra «interesantes» tenía algo que a Nora le dio escalofríos.