Nora se apeó del Rolls-Royce con la sensación incómoda de que llamaban la atención. Pendergast, serenamente ajeno a la incongruencia de aparcar un vehículo tan elegante entre el polvo y el ruido de una obra grande, cerró la portezuela tras ella.
Cruzaron la calle y se acercaron a una tela metálica muy alta. Al otro lado, la luz suntuosa del atardecer iluminaba un esqueleto de cimientos, los de una hilera de casas viejas. El recinto estaba bordeado por varios volquetes grandes cargados de ladrillos. En el bordillo había dos coches patrulla aparcados. Nora vio a una serie de policías de uniforme delante de un boquete en un muro de contención de obra vista, cerca de un grupo de hombres de negocios trajeados. El solar estaba limitado por casas de pisos abandonados, que guiñaban los ojos de sus ventanas vacías.
—En este solar, el grupo Moegen-Fairhaven está construyendo un rascacielos residencial de sesenta y cinco pisos —dijo Pendergast—. Ayer, hacia las cuatro de la tarde, hicieron un agujero en aquel muro de ahí, y dentro, en un túmulo, un obrero encontró la calavera que le he enseñado. Con muchos huesos más. Muchísimos.
Nora echó un vistazo en la dirección indicada.
—¿Antes qué había?
—Una casa de pisos de finales del siglo diecinueve, pero el túnel, al parecer, es anterior.
Nora constató que la excavadora había dejado a la vista varios estratos bien definidos. El muro de contención quedaba debajo de los cimientos decimonónicos, y saltaba a la vista que el agujero que tenía cerca de la base pertenecía a una estructura anterior. Al lado, formando una pila, se veían, quemadas y podridas, algunas vigas muy antiguas.
Mientras caminaban pegados a la valla, Pendergast se inclinó hacia Nora.
—Sospecho que va a ser una visita problemática, y disponemos de poquísimo tiempo. En pocas horas, el solar ha sufrido unos cambios alarmantes. Moegen-Fairhaven es una de las constructoras con más proyectos en la ciudad. Y tienen bastantes… digamos que influencias. ¿Se ha fijado en que no hay periodistas? A la policía la han avisado con mucha discreción.
La condujo a la entrada, que estaba cerrada con cadenas y vigilada por un policía con esposas, radio, porra, pistola y munición al cinto. El peso combinado de todo el arsenal hacía bajar el cinturón, y dejaba asomarse sin complejos una barriga con camisa azul.
Pendergast se detuvo frente a él.
—Circulen —dijo el policía—, que aquí no hay nada que ver.
—Al contrario.
Pendergast sonrió y enseñó su identificación. El policía se agachó ceñudo y cotejó varias veces la cara del agente con lo que veía.
—¿FBI?
Se subió el cinturón con un ruido metálico.
—Sí, son las tres letras que pone.
Pendergast volvió a guardarse la cartera en la chaqueta.
—¿Y con quién viene?
—Con una arqueóloga. Le han encargado investigar el yacimiento.
—¿Arqueóloga? Un momento.
El policía cruzó el solar sin darse mucha prisa, y se acercó al grupo que formaban sus colegas. Tras un intercambio de palabras, uno de ellos se desgajó de los demás, seguido a paso rápido por un hombre con traje marrón. Era, este último, bajo y corpulento, con un cuello carnoso contenido a duras penas por el cuello de la camisa. Sus pasos, demasiado largos para tan breves piernas, conferían a su andar una elasticidad exagerada.
—¿Qué coño pasa? —dijo sin resuello al acercarse a la verja, dirigiéndose al policía que acababa de llegar—. No me habían comentado nada del FBI.
Nora reparó en que el segundo policía tenía galones dorados de capitán en los hombros. Era un individuo de tez cetrina y pequeños ojos negros, al que empezaba a caérsele el pelo y casi estaba igual de gordo que el del traje marrón.
El capitán miró a Pendergast.
—¿Me permite su identificación?
Tenía la voz aguda y afectada. Pendergast volvió a sacar la cartera. El capitán la cogió, la examinó y se la devolvió a través de la verja.
—Perdone, señor Pendergast, pero aquí el FBI no tiene jurisdicción, y menos la delegación de Nueva Orleans. Ya conoce las reglas.
—Capitán…
—Custer.
—Capitán Custer, vengo con la doctora Nora Kelly, del Museo de Historia Natural de Nueva York, a quien se ha encomendado la prospección arqueológica. Si nos hace el favor de dejar que…
—Esto es una obra —intervino el del traje marrón—. Por si no se ha fijado, estamos intentando levantar un edificio. Ya hay un hombre mirando los huesos. ¿Y ahora el FBI? ¡Pero si ya estamos perdiendo cuarenta mil dólares al día! ¡Por Dios!
—No tengo el placer —dijo Pendergast con afabilidad.
—Ed Shenk —contestó el del traje con mirada escurridiza.
—Ah, el señor Shenk. —Dicho por Pendergast, parecía el nombre de algún instrumento vulgar—. ¿Y qué cargo tiene dentro de Moegen-Fairhaven?
—Director de construcción.
Pendergast asintió con la cabeza.
—Ya. Pues encantado, señor Shenk.
Enseguida se giró hacia el capitán, haciendo caso omiso a Shenk.
—En definitiva, capitán Custer —siguió diciendo, con la misma suavidad—, ¿debo entender que no piensa abrirnos la verja ni dejarnos desempeñar nuestro trabajo?
—Este proyecto es muy importante, tanto para el grupo Moegen-Fairhaven como para el barrio. Llevamos retraso respecto a las previsiones, y la preocupación se ha hecho extensiva a muy altos cargos. Ayer por la tarde visitó la obra el señor Fairhaven en persona. Lo que menos les interesa es que se acumulen más retrasos. Ni me han informado de que participe el FBI ni sé nada de ninguna misión arqueológica, y…
El capitán se quedó callado. Pendergast había sacado el móvil.
—¿A quién llama? —quiso saber Custer.
Pendergast siguió sonriendo sin contestar, mientras sus dedos recorrían las pequeñas teclas a una velocidad asombrosa. La mirada del capitán se detuvo brevemente en Shenk.
—¿Sally? —dijo Pendergast al teléfono—. Soy el agente Pendergast. ¿Me pones con Rocker, el jefe de policía?
—Oiga, que… —empezó a decir el capitán.
—Sí, Sally, por favor. Eres un ángel.
—Quizá pudiéramos discutirlo dentro.
Tintineo de llaves. El capitán Custer empezó a abrir el candado de la verja.
—Si tienes la amabilidad de interrumpirle de mi parte, te lo agradecería mucho.
—Señor Pendergast, que no hace falta —dijo Custer.
Se abrió la verja.
—¿Sally? Ya te llamaré —dijo Pendergast, y cerró el móvil.
Entró con Nora al lado y avanzó en línea recta, sin pausas ni comentarios, por el solar sembrado de cascotes, yendo hacia el boquete en el muro de ladrillos. Los demás, vencida la sorpresa inicial, empezaron a seguirle.
—Señor Pendergast, comprenda que… —dijo el capitán, en pleno esfuerzo por no quedarse rezagado.
Shenk le seguía furioso, como un toro. Tropezó, soltó una palabrota y siguió caminando.
Al acercarse al agujero, Nora vio que dentro había un poco de luz. De pronto vio un flash, seguido inmediatamente de otro. Hacían fotos.
—Señor Pendergast… —dijo el capitán Custer.
Pero el agente, con su agilidad característica, ya estaba trepando por el montón de cascotes. Los demás se quedaron al pie, jadeando. Nora siguió a Pendergast, que ya se había metido por el agujero negro. Al llegar al muro roto se detuvo y miró el interior.
—Pase, pase —dijo el agente del FBI, con toda su cortesía sureña.
Superado el arduo descenso por la cuesta de ladrillos, Nora puso los pies en el suelo húmedo. Otro flash. Había un hombre con bata blanca de laboratorio, agachado y examinando un nicho pequeño. Al lado de otro nicho había un fotógrafo, cuya cámara estaba dotada de un flash esclavo a cada lado.
El de la bata blanca se puso de pie y les miró a través del polvo. Su abundante pelo gris, combinado con unas gafas redondas, le prestaban un vago aspecto de revolucionario bolchevique.
—¡Qué maneras de entrar! ¿Se puede saber quiénes son? —exclamó, y su voz resonó por el túmulo—. ¡Había dejado dicho que no me molestaran!
—FBI —le espetó Pendergast con un tono brusco y severo que nada tenía que ver con el de antes, mientras le ponía a su interlocutor la chapa ante las narices.
—Ah —balbuceó el de la bata.
Nora les miraba, sorprendida por el talento de Pendergast para calar enseguida a las personas y manipularlas del modo más indicado.
—Haga el favor de abandonar el yacimiento mientras lo examinamos mi colega, la doctora Kelly, y yo.
—Oiga, que estoy trabajando.
—¿Ha tocado algo?
Sonó a amenaza.
—No, tanto como tocar… He movido algunos huesos, claro…
—¿Que ha movido algunos huesos?
—En consonancia con mi encargo de establecer la causa de la muerte…
—¿Que ha movido algunos huesos? —Pendergast se sacó del bolsillo una libretita y un bolígrafo dorado, y apuntó algo haciendo gestos de exasperación con la cabeza—. Su nombre, doctor.
—Van Bronck.
—Me lo apuntaré para la vista. Y ahora, doctor Van Bronck, tenga la amabilidad de no interrumpirnos.
—Usted manda.
Pendergast vio salir laboriosamente del túnel al forense y al fotógrafo. Después se giró hacia Nora y pronunció unas palabras deprisa y en voz baja.
—Todo suyo. He conseguido una hora de margen, o puede que menos. No la desperdicie.
—¿Cómo que no la desperdicie? —preguntó Nora, presa del pánico—. ¿Qué se supone que tengo que hacer? Nunca…
—Su formación es más completa que la mía. Examine el yacimiento. Quiero saber qué pasó. Ayúdeme a entenderlo.
—¿En una hora? No tengo herramientas, ni nada para guardar muestras…
—Hasta es posible que ya sea demasiado tarde. ¿Se ha fijado en que tenían al capitán de distrito? Es lo que le decía: lo que son influencias, a Moegen-Fairhaven no les faltan. Va a ser la única oportunidad que tengamos. Necesito la máxima cantidad de información en la mínima cantidad de tiempo. Es importantísimo.
Primero le entregó a Nora el bolígrafo y la libreta. Después se sacó dos linternas de bolsillo y le dio una. Nora la encendió. Para ser tan pequeña, era muy potente. Echó un vistazo alrededor, con una atención que hasta entonces no había prestado. Hacía frío, y todo estaba en silencio. En el chorro de luz natural que entraba por el agujero del muro flotaban motas de polvo. El aire, muy viciado, olía a una mezcla de hongos, carne vieja y moho. A pesar de ello, respiró hondo e hizo un esfuerzo de concentración. La arqueología era una ocupación lenta y metódica. Con el tiempo encima, casi no sabía ni por dónde empezar.
Después de otro momento de vacilación, empezó a dibujar el túnel. Tenía unos veinticinco metros de largo, unos tres de alto hasta la bóveda, y estaba tapiado con ladrillos en los dos extremos. El techo era una red tupida de grietas. La capa de polvo del suelo mostraba señales de haber sido recientemente removida, con marcas que no podían atribuirse en exclusiva al forense. Nora se preguntó cuántos obreros y policías se habían paseado por el interior.
Había una docena de nichos, repartidos por las dos paredes. Caminó por el suelo mojado del túnel, dibujando e intentando formarse una idea general del espacio. Originalmente los nichos también habían estado tapiados, pero ahora los ladrillos formaban montones junto a cada uno. Cada vez que enfocaba la linterna hacia un nicho, veía más o menos lo mismo: un amasijo de calaveras y huesos, trozos de ropa, pedazos de carne y de cartílago, pelos…
Giró la cabeza. Pendergast estaba al fondo, llevando a cabo su propio examen. La luz de fuera recortaba su perfil. Su mirada saltaba sin descanso de un lugar a otro. De repente se puso de rodillas y miró algo fijamente; no los huesos, sino el polvo del suelo, de donde recogió algo.
Una vez que Nora hubo completado el circuito, se aprestó a examinar más a fondo el primer nicho. Con esa intención, se arrodilló ante él y procuró, mediante un rápido vistazo general y esforzándose por obviar el mal olor, comprender aquel amasijo de restos humanos.
Había tres calaveras. Estaban desconectadas de la columna vertebral por decapitación, pero las cajas torácicas se conservaban enteras, y los huesos de las piernas —algunas de ellas flexionadas— conservaban las articulaciones. Se observaban varias vértebras con extrañas formas de deterioro, como si las hubieran cortado para dejar la médula a la vista. Cerca había una bola de pelo: corto, de niño. No sólo era evidente que los cadáveres habían sido seccionados y apilados en el nicho, sino que, teniendo en cuenta las dimensiones de éste, la solución no carecía de lógica. Meter un cuerpo entero en tan poco espacio habría sido poco práctico. En cambio, cortándolo…
Tragó saliva y miró la ropa. Parecía que la hubieran metido independientemente de las partes corporales. Introdujo una mano y vaciló por instinto de arqueóloga, pero se acordó de lo que había dicho Pendergast y, cuidadosamente, empezó a coger las prendas y los huesos, al mismo tiempo que confeccionaba una lista mental. Tres calaveras, tres pares de zapatos, tres cajas torácicas articuladas, numerosas vértebras y huesecillos diversos. De todas las calaveras, sólo había una con marcas parecidas a las de la que le había enseñado Pendergast. En cambio, había muchas vértebras seccionadas de la misma manera, desde la primera vértebra lumbar hasta el sacro. Siguió clasificando: tres pares de pantalones; botones, un peine, trozos de cartílago y de carne seca; seis juegos de huesos de las piernas, con los pies fuera de los zapatos, que habían sido arrojados aparte. Ojalá tuviera bolsas para muestras, pensó. Separó algunos cabellos de una bola (que conservaba parte del cuero cabelludo) y se los metió en el bolsillo. Era una locura. Odiaba trabajar sin el instrumental adecuado. Todos sus instintos profesionales se rebelaban contra un trabajo así, apresurado y negligente.
Se fijó en la ropa. Era basta, de mala calidad, y estaba muy sucia. Se había podrido, pero no se observaban marcas de roedores ni en ella ni en los huesos. Buscó a tientas su lupa, se la ajustó en la órbita y examinó un trozo de prenda. Piojos a montones; muertos, claro. Había agujeros, como de desgaste, y muchos remiendos. Los zapatos estaban muy usados, y en algunos casos tenían las tachuelas gastadas. Metió la mano en los bolsillos de unos pantalones: un peine y una cuerda. Revisó los de otro par: nada. Los terceros le depararon una moneda. Al sacarla se le deshizo la tela. Era un centavo grande de Estados Unidos, con fecha de 1877. Se lo metió todo apresuradamente en sus propios bolsillos.
Se trasladó a otro nicho y repitió el inventario con la máxima celeridad. Era parecido: tres calaveras y tres cuerpos desmembrados, junto con ropa para tres personas. Hurgó en los bolsillos de los tres pantalones: un alfiler doblado y dos centavos más, de 1872 y de 1880. Volvió a fijarse en los huesos: las mismas marcas extrañas en las vértebras. Extremó su atención. La vértebra lumbar (siempre ella) abierta con cuidado —casi como por un cirujano— y separada. Se metió un espécimen en el bolsillo.
Acto seguido, recorrió el túnel examinando cada nicho y tomando apuntes en la libreta de Pendergast. Cada nicho contenía la misma cantidad de cadáveres: tres, todos desmembrados de la misma manera, por el cuello, los hombros y las caderas. Algunas calaveras presentaban las mismas marcas de disección que el ejemplar que le había enseñado Pendergast. Todos los esqueletos mostraban graves traumatismos en la parte inferior de la columna. A juzgar por el primer, y apresurado, examen de la morfología craneal, todos correspondían a la misma franja de edad (entre trece y veinte años, más o menos) y eran tanto varones como hembras, con predominio de los primeros. Nora se preguntó qué había descubierto el forense. Ya habría tiempo de averiguarlo.
Doce nichos, con tres cadáveres por nicho, pensó… Todo muy pulcro, muy preciso. Al llegar al penúltimo nicho se detuvo, retrocedió hasta el centro del túnel y, refrenando a duras penas el impulso de pensar en las consecuencias de lo que acababa de ver, se atuvo estrictamente a los datos. Siempre que se estaba en un yacimiento arqueológico, era importante tomarse unos minutos de sosiego, de no ejercer el intelecto sino empaparse del ambiente a secas. Miró alrededor en un esfuerzo por olvidarse del reloj y borrar ideas preconcebidas. Un túnel en un sótano de antes de 1890, con nichos muy bien tapiados, y cadáveres y ropa de unos treinta y seis jóvenes de ambos sexos. ¿Qué utilidad había tenido? Miró a Pendergast. Seguía al fondo, examinando el muro de ladrillos y extrayendo un poco de argamasa con ayuda de un cuchillo.
Nora volvió al nicho y anotó con esmero la colocación de cada hueso y cada prenda. Dos bombachos con los bolsillos vacíos. Un vestido, tan mugriento y destrozado que daba pena. Se fijó en él. Correspondía a una chica baja y delgada. Cogió la calavera marrón que había al lado. Una adolescente, de unos dieciséis o diecisiete años. Descubrió con horror que el pelo estaba debajo, largas trenzas doradas que todavía sujetaba un lazo rosa de encaje. Después examinó la calavera: la misma falta de higiene dental. Dieciséis años y ya se le pudrían los dientes. El lazo era de seda, y de calidad muy superior a la del vestido. Seguro que había sido su más preciada posesión. Quedó desarmada por aquel atisbo de humanidad.
Al rebuscar en un bolsillo, algo crujió entre sus dedos. Papel.
Palpó el vestido y se dio cuenta de que el papel no estaba en un bolsillo, sino cosido al forro. Empezó a sacar la prenda del nicho.
—¿Algo interesante, doctora Kelly?
La voz del forense la sobresaltó. Era Van Bronck, y su tono había cambiado. Ahora era arrogante. Le tenía detrás.
Giró la cabeza. Estaba tan absorta que no le había oído volver. Pendergast se había desplazado hasta la entrada del túmulo, donde discutía a viva voz con varias personas de uniforme que miraban desde arriba.
—Si a esto se le puede llamar interesante… —dijo ella.
—Sé que no pertenece al Instituto Forense. Por lo tanto, debe de ser una forense del FBI.
Nora se ruborizó.
—No soy médico. Soy arqueóloga.
Al doctor Van Bronck se le arquearon las cejas, y una sonrisa sardónica le iluminó todo el rostro. Poseía una boca pequeña y de forma perfecta, como de cuadro renacentista, que brilló al articular las siguientes palabras:
—Ah, no es médico. Pues habré entendido mal a su colega. Arqueología. Qué interesante.
De la hora prevista, Nora no había dispuesto ni de la mitad. Volvió a guardar el vestido en el nicho, remetiéndolo en una grieta polvorienta del fondo.
—¿Y usted, doctor? ¿Ha encontrado algo interesante? Preguntó, subrayando el «doctor» y haciendo un esfuerzo por parecer natural.
—Le enviaría mi informe —dijo él—, pero dudo que lo entendiera. Con toda la jerga profesional… Ya se sabe.
Sonrió, pero con una sonrisa que esta vez no tenía nada de amistosa.
—Aún no he terminado —dijo ella—. Cuando acabe, estaré encantada de seguir charlando.
Empezó a desplazarse hacia el último nicho.
—Ya seguirá cuando yo haya retirado los restos humanos.
—Usted aquí no mueve nada sin haberlo examinado yo.
—Cuénteselo a ellos. —Van Bronck señaló hacia atrás con la cabeza—. No sé de dónde saca la idea de que esto sea un yacimiento arqueológico, pero, por suerte, ya está solucionado.
Nora vio entrar en el túmulo a un grupo de policías con maletas para pruebas. En poco tiempo se llenó todo de una cacofonía de palabrotas, gruñidos y voces. De Pendergast, ni rastro.
Los últimos en entrar fueron Ed Shenk y el capitán Custer. Al ver a Nora, Custer se acercó esquivando ladrillos, seguido por dos subordinados.
—Doctora Kelly, hemos recibido órdenes de nuestros superiores —dijo deprisa, con su voz aguda—. Dígale a su jefe que está muy equivocado. Una cosa es que aquí se haya cometido un crimen, y otra que tenga relevancia policial, que hoy día no la tiene, y menos para el FBI. Son restos de hace más de un siglo.
Y hay que levantar un edificio, pensó Nora con una mirada de reojo a Shenk.
—No sé quién le da órdenes, pero su misión acaba aquí. Vamos a llevarnos los restos humanos al Instituto Forense. Lo demás, que es poco, lo guardaremos en bolsas y lo etiquetaremos.
Los policías estaban dejando las maletas para pruebas en el suelo mojado, con impactos sordos que resonaban por las paredes. El forense, que llevaba guantes, empezó a retirar huesos de los nichos y a meterlos en las maletas, apartando la ropa y los demás efectos personales. Las voces se mezclaban con la polvareda, perforada por varios haces de linterna. Le estaban echando a perder el yacimiento en sus propias narices.
—¿Quiere que la acompañen mis hombres a la salida? —dijo el capitán Custer con una cortesía exagerada.
—No, ya sé ir —repuso Nora.
La luz del sol la dejó ciega por un rato. Tosió, se llenó los pulmones de aire fresco y miró alrededor. El Rolls seguía aparcado en el mismo lugar. Y con Pendergast, que la esperaba apoyado en él.
Cruzó la verja. Pendergast tenía la cabeza ladeada para protegerse del sol, y los ojos entornados. A la luz de la tarde, que era intensa, se le veía una piel blanca y traslúcida, como de alabastro.
—Tenía razón el capitán, ¿verdad? —dijo ella—. Está fuera de su jurisdicción.
Pendergast bajó la cabeza con cara de preocupación, y a Nora se le pasó el enfado. El agente se sacó un pañuelo de seda del bolsillo y se secó la frente con unos toquecitos. Después Nora le vio recuperar su típica expresión impenetrable.
—A veces —dijo él— no hay tiempo de seguir la vía legal. Si hubiéramos esperado hasta mañana, habría desaparecido el yacimiento. Ya ha visto lo deprisa que trabajan los de Moegen-Fairhaven. Si este solar llegara a declararse de valor arqueológico, tendrían que quedarse varias semanas cruzados de brazos. Y claro, eso no se lo pueden permitir.
—¡Pero es que lo tiene! Valor arqueológico, digo.
Pendergast asintió.
—Sí, claro; pero es una batalla perdida, doctora Kelly. De hecho, lo tenía previsto.
Se oyó el ruido de un motor de excavadora arrancando, como si fuera la respuesta a las palabras del agente. Luego empezaron a aparecer obreros de la construcción, salidos de remolques y cabinas de camión. En cuanto a las maletas azules para pruebas, ya estaban sacándolas del agujero y cargándolas en una ambulancia. Tras una sacudida inicial, la excavadora avanzó con todo su peso hacia el boquete, cuchara en alto y derramando tierra entre los dientes metálicos.
—¿Qué ha encontrado? —preguntó Pendergast.
Nora se quedó callada. ¿Convenía contarle lo del papel del vestido? Probablemente no tuviera importancia. Además, se lo habían quitado.
Arrancó de la libreta sus hojas de precipitados apuntes, y se la devolvió.
—Esta noche le pondré por escrito mis observaciones generales —dijo—. Parece que las vértebras lumbares de las víctimas están seccionadas a propósito. Tengo una en el bolsillo.
Pendergast asintió, y dijo:
—El polvo estaba lleno de cristalitos. Me he llevado unos cuantos para analizarlos.
—En los nichos, aparte de los esqueletos, había monedas de mil ochocientos setenta y dos, mil ochocientos setenta y siete, y mil ochocientos ochenta. Y algunos efectos personales metidos en los bolsillos.
—O sea, que el terminus post quem del yacimiento es mil ochocientos ochenta —murmuró Pendergast con voz grave, casi como si hablara solo—. Las casas del solar eran de mil ochocientos noventa y siete. Ya tenemos el terminus ante quem. Por lo tanto, la… mmm… situación tuvo que ocurrir en un margen máximo de diecisiete años.
En ese momento, a sus espaldas, se acercó una limusina negra cuyas ventanillas ahumadas reflejaban el sol, y de la que salió un hombre alto, que llevaba un elegante traje gris marengo. El hombre, a quien seguían varias personas, echó un vistazo general al solar, hasta que su mirada, lentamente, recayó en Pendergast. Tenía la cara alargada, los ojos muy separados, el pelo negro y unos pómulos tan altos y angulosos que parecían hechos a hachazos.
—Fíjese: el señor Fairhaven en persona, que viene para cerciorarse de que no haya más retrasos inoportunos —dijo Pendergast—. Me parece buen momento para marcharnos.
Abrió la puerta a Nora, y entró después de ella.
—Gracias, doctora Kelly. —Le hizo señas al chófer para que arrancara—. Mañana volveremos a vernos, y confío que en términos más oficiales.
Al meterse por el tráfico del Lower East Side, Nora le miró.
—Oiga, ¿y cómo se ha enterado de lo del yacimiento, si lo habían descubierto ayer?
—Tengo contactos. En mi trabajo son muy útiles.
—Me lo imagino. Hablando de contactos, ¿por qué no vuelve a llamar a su amigo, el jefe de policía? Seguro que le habría apoyado.
El Rolls se deslizó hacia East River Drive, con el ronroneo de su potente motor.
—¿El jefe de policía? —Pendergast la miró parpadeando—. No tengo el gusto de conocerle.
—Entonces, ¿a quién llamaba?
—A mi casa.
Y exhibió un asomo de sonrisa.