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Nora miró la calavera, y a continuación la cara de su visitante.

—¿Quién es usted?

Al fijarse en él, se dio cuenta de que tenía los ojos de un azul clarísimo, y los rasgos sumamente finos. Su piel blanca, y el facetado clásico de su rostro, hacían que pareciera cincelado en mármol.

El hombre hizo un gesto de gran dignidad, a medio camino entre la inclinación de cabeza y la reverencia.

—Agente especial Pendergast, del FBI.

A Nora le dio un vuelco el corazón. ¿Otra complicación por lo de Utah? Sólo le faltaba eso.

—¿Tiene placa, o algo que le identifique? —preguntó con voz cansada.

Su visitante sonrió con indulgencia, y se sacó del traje una cartera que se abrió por su propio peso. Nora se inclinó a fin de examinar la placa. Parecía auténtica; y no era la primera que veía en los últimos dieciocho meses.

—Vale, vale, ya me lo creo. Agente especial…

Titubeó. ¿Cómo coño había dicho que se llamaba? Bajó la vista, pero la placa ya había emprendido el camino de regreso al interior del traje.

—Pendergast —dijo él, servicial. Parecía que le hubiera leído el pensamiento, porque añadió—: Ah, y descuide, que no tiene nada que ver con lo de Utah. Nada en absoluto.

Nora volvió a mirarle. Aquel atildamiento en blanco y negro no cuadraba con la imagen de los agentes del FBI que había conocido en el oeste. Parecía una persona original, por no decir excéntrica. Su rostro, impasible, no carecía de atractivo. Nora se fijó en la calavera por segunda vez, y se apresuró a decir:

—No soy antropóloga física. No me dedico a los huesos.

La respuesta de Pendergast fue tenderle la calavera. Nora la cogió y la miró desde todos los ángulos con curiosidad mal disimulada.

—¿Qué pasa, que el FBI no tiene asesoría forense?

El agente se limitó a sonreír, ir a la puerta y cerrarla con pestillo. Después se deslizó hacia el escritorio, levantó el auricular de la base del teléfono y lo depositó suavemente al lado.

—¿Podemos hablar sin que nos molesten?

—Sí, claro, faltaría más.

Nora se enfadó consigo misma por no saber disimular sus nervios. Nunca había conocido a nadie tan seguro de sí mismo. El agente se sentó en una silla de madera, al otro lado del escritorio, y cruzó sus esbeltas piernas.

—Me gustaría saber qué piensa de esta calavera, aunque no sea su campo.

Nora suspiró. ¿Le convenía hablar con él? ¿Qué opinaría el museo? Seguro que estarían satisfechos de que el FBI consultara a un miembro del personal. Quizá viniera al pelo, y fuera la «publicidad» que tanto quería Brisbane.

Volvió a examinar la calavera.

—Pues… para empezar diría que este niño tuvo una vida muy triste.

Pendergast juntó las yemas de los dedos y arqueó una ceja a guisa de pregunta.

—La falta de cierre sutural indica que el sujeto acababa de entrar en la adolescencia. La segunda muela está recién salida, señal de que nos movemos sobre los trece años, año más, año menos. Yo, por la suavidad del perfil de la frente, diría que era chica. De paso, le diré que menudo desastre de dentadura. Ni rastro de ortodoncia, lo cual, como mínimo, es señal de dejadez. Y estos dos círculos en el esmalte indican retrasos en el crecimiento, yo diría que por dos episodios de inanición o enfermedad grave. Salta a la vista que es una calavera antigua, aunque el estado de la dentadura nos llevaría a fecharla en época histórica, no prehistórica. En un espécimen prehistórico no habría un deterioro así de los dientes. Parece caucasoide, no indígena norteamericano. Yo le atribuiría una antigüedad mínima de entre setenta y cinco y cien años. Claro que son simples conjeturas. Todo depende de dónde haya aparecido, y en qué condiciones. Podría plantearse una prueba de carbono catorce.

Hizo una pausa involuntaria, acordándose de la entrevista que acababa de tener.

Pendergast seguía callado, y Nora tuvo la clara sensación de que esperaba algo más. Nuevamente irritada, se acercó a la ventana para estudiar la calavera bajo la fuerte luz matinal. De repente, al hacerlo, se sintió afectada por una especie de mareo.

—¿Qué pasa? —preguntó Pendergast, que se había dado cuenta enseguida del cambio, y que despegó su cuerpo enjuto de la silla con la rapidez de un resorte.

—Estos rasguños pequeños justo en la base del hueso occipital…

Nora cogió la lupa que siempre llevaba al cuello, y se la ajustó en la órbita. Después hizo girar la calavera y la examinó con mayor detenimiento.

—Diga, diga.

—Son de cuchillo. Parece que hayan retirado algún tejido.

—¿Tejido? ¿De qué tipo?

Nora descubrió con gran alivio la respuesta.

—Son las típicas marcas que deja el escalpelo en una autopsia. A esta niña le hicieron la autopsia. Las marcas son de cuando le abrieron la parte superior de la médula espinal, o del bulbo raquídeo. —Dejó la calavera encima de la mesa—. Pero yo soy arqueóloga, señor Pendergast. Le aconsejo que consulte a otra persona. Aquí tenemos a un antropólogo físico, el doctor Weidenreich.

Pendergast cogió la calavera y la metió en una bolsa hermética, que, como por arte de prestidigitación, desapareció sin dejar rastro en los repliegues del traje.

—Es que lo que necesito son sus conocimientos de arqueóloga. Ahora —añadió de corrido, mientras colgaba el auricular y retiraba el pestillo de la puerta con rapidez y agilidad— tendría que acompañarme al centro.

—¿Al centro? ¿A comisaría, o algo así?

Pendergast negó con la cabeza. Nora vaciló.

—Es que no puedo marcharme del museo. Tengo trabajo.

—Será un ratito, doctora Kelly. Es fundamental no perder tiempo.

—¿De qué se trata?

Pero el agente ya había salido del despacho, y recorría el pasillo con pasos veloces y silenciosos. Nora fue tras él, porque no se le ocurría ninguna alternativa. Recorrieron muchas y tortuosas escaleras, por un camino que, atravesando Pájaros del Mundo, África y Mamíferos del Pleistoceno, desembocó en la planta baja, en el espacio lleno de ecos de la Gran Rotonda.

—Conoce muy bien el museo —dijo ella, esforzándose por no quedarse rezagada.

—Sí.

Poco después habían cruzado las puertas de bronce, y bajaban a Museum Drive por la majestuosa escalinata de mármol. Al llegar a la acera, el agente Pendergast se giró. Bajo la fuerte luz otoñal, se le veían los ojos blanquecinos, casi sin rastro de color. De repente, al verle caminar, Nora tuvo una impresión de mucho poder físico debajo de aquel traje tan ceñido.

—¿Tiene presente la ley sobre conservación arqueológica e histórica de Nueva York? —preguntó él.

—Sí, claro.

Era una ley que obligaba a detener cualquier excavación o construcción de la ciudad en cuanto se descubriera algo de valor arqueológico, y a no reanudarlas mientras no se hubiera estudiado y documentado.

—En la parte baja de Manhattan han descubierto un yacimiento bastante interesante. La arqueóloga supervisora será usted.

—¿Yo? Si no tengo experiencia ni autoridad para…

—Tranquila, doctora Kelly; mal que me pese, preveo que su ejercicio del cargo se nos hará muy corto.

Nora sacudió la cabeza.

—Pero ¿por qué yo?

—Porque ya tiene experiencia en este… tipo de yacimiento.

—¿Me lo podría describir?

—Es un osario.

Nora le miró fijamente.

—Y ahora —dijo él, señalando con gestos un Silver Wraith modelo del cincuenta y nueve que esperaba en el bordillo—, en marcha. Usted primero, por favor.