El doctor Bill Dowson, apoyado en el lavamanos, dedicó una mirada ausente a sus uñas, perfectamente recortadas, y pensó: Uno más y a comer. Menos mal. Nada más indicado que un café y un bocadillo de beicon, lechuga y tomate en el puesto de la esquina. No tenía claro el porqué de que le apeteciera justo ese menú. Quizá la idea del beicon la hubiera despertado la lividez del último fiambre. En fin. La verdad era que el dominicano de detrás del mostrador había elevado el bocadillo a género artístico. Dowson casi notaba crujir la lechuga en la boca, mezclarse el tomate con la mayonesa…
Levantó la vista, porque la enfermera le traía los papeles. Tenía el pelo corto y negro, y buena figura. Dowson echó un vistazo a la tablilla sin cogerla, y le sonrió.
—¿Qué me traes? —preguntó.
—Un homicidio.
Dowson suspiró exageradamente y puso los ojos en blanco.
—Ya van como cuatro, ¿no? Debe de ser temporada de caza. ¿Le han pegado un tiro?
—No, tiene varías puñaladas, o algo así. Lo han encontrado en Central Park, en el Ramble.
Dowson asintió.
—El vertedero, vaya. Típico. —Lo que faltaba, pensó; otro asesinato cutre. Miró su reloj—. Tráelo, por favor.
Vio salir a la enfermera. No estaba mal, no señor. Tardó poco en verla volver con una camilla de ruedas, tapada con una sábana verde, pero no hizo el menor ademán de acercarse al cadáver.
—Y lo de cenar juntos, ¿qué?
La enfermera sonrió.
—No me parece buena idea, doctor.
—¿Porqué?
—Ya se lo he dicho: nunca quedo con médicos, y menos si trabajo con ellos.
Dowson asintió, se bajó las gafas y sonrió.
—Ya, pero te recuerdo que somos almas gemelas.
Ella sonrió.
—Lo dudo.
Sin embargo, Dowson se daba cuenta de que se sentía halagada por su interés. De todos modos, con los tiempos que corrían, más valía no insistir, porque a ver si con lo del acoso sexual y todo eso…
Suspiró y se apartó del lavamanos para ponerse unos guantes verdes nuevos.
—Pon en marcha las cámaras de vídeo —le dijo a la enfermera mientras se preparaba.
—Sí, doctor.
Cogió los papeles.
—Pone que es una mujer caucásica, identificada como Doreen Hollander, de veintisiete años, residente en Pine Creek, Oklahoma. La identificó su marido.
Después de leer el resto de la hoja, colgó los papeles en la camilla, se puso la mascarilla y, con ayuda de la enfermera, trasladó el cadáver con la sábana a la mesa de examen de acero inoxidable.
Como notaba una presencia a sus espaldas, se giró, y descubrió en la puerta a un hombre alto y delgado, cuya palidez en cara y manos contrastaba mucho con el negro del traje. Detrás había un poli de uniforme.
—¿Qué desean? —preguntó.
El desconocido se acercó y abrió la cartera.
—Doctor Dowson, soy el agente especial Pendergast. Le presento al sargento O’Shaughnessy, de la policía de Nueva York.
Dowson le pegó un repaso. Su intrusión era una anomalía. De hecho, el propio personaje tenía mucho de anómalo: tan rubio, con los ojos tan claros y el acento tan exageradamente del sur…
—Usted dirá.
—¿Puedo observar?
—¿Es una investigación del FBI?
—No.
—¿Me enseña su autorización?
—No tengo.
Dowson suspiró de irritación.
—Ya conoce el reglamento: no se puede mirar porque sí.
El agente del FBI dio otro paso y se acercó a él más de lo deseable, invadiendo su espacio personal. Dowson contuvo el impulso de retroceder.
—¿Sabe qué le digo, señor Pendergast? Que vaya a hacer los trámites, y luego vuelve. ¿Le parece bien?
—Tardaría demasiado —dijo el tal Pendergast—, y retrasaría mucho la autopsia. Le agradecería mucho que nos permitiera observar.
Por alguna razón, su tono de voz insinuaba una dureza para nada acorde con lo melifluo del acento y lo educado de las palabras. Dowson vaciló.
—Oiga, con todo mi respeto…
—Con todo mi respeto, doctor Dowson, no estoy de humor para pasarme el día con cumplidos. Adelante con la autopsia.
La voz había adquirido una frialdad como de hielo seco. Dowson se acordó de que estaba en marcha la cámara de vídeo, y miró de reojo a la enfermera. Intuía claramente la posibilidad de ser humillado por aquel individuo, cosa que no daría una buena imagen de él ni sería buena para su expediente. A fin de cuentas se trataba de un agente del FBI. En cuanto a él, estaba cubierto, puesto que le habían filmado pidiéndole autorización.
Suspiró.
—Usted mismo, Pendergast. Póngase gorro y guantes. Y el sargento también.
Esperó a que hubieran vuelto. Entonces retiró la sábana mediante un sólo movimiento. El cadáver estaba de espaldas: rubia, joven y fresca. El frío de la noche había evitado su descomposición. Dowson acercó la boca al micro y empezó la descripción. El agente del FBI miraba el cadáver con interés, pero Dowson se dio cuenta de que el poli de uniforme empezaba a estar incómodo, porque cambiaba de punto de apoyo y apretaba mucho los labios. Sólo le faltaba alguien vomitando.
—¿Aguantará? —le preguntó en voz baja a Pendergast, refiriéndose al poli con un gesto de la cabeza.
Pendergast se giró.
—Sargento, no hace falta que lo vea.
El poli tragó saliva, desplazó su mirada desde el cadáver a Pendergast y volvió a fijarse en la muerta.
—Voy a recepción.
—Cuando salga, tire el gorro y los guantes al cubo de la basura —dijo Dowson con una satisfacción cargada de sarcasmo.
Después de ver marcharse al policía, Pendergast se giró hacia Dowson y dijo:
—Le aconsejo que antes de efectuar la incisión en Y dé la vuelta al cadáver.
—¿Y eso por qué?
Pendergast señaló los documentos con la cabeza.
—Página dos.
Dowson lo cogió y pasó la primera página. «Laceraciones abundantes. Heridas profundas de arma blanca». Al parecer, la joven había recibido varias puñaladas en la parte inferior de la espalda. Eso, o algo peor. El informe de la policía era tan refractario como de costumbre a la averiguación de lo ocurrido desde el punto de vista médico. No le habían asignado el caso a ningún forense. Estaba calificado como de prioridad baja. Por lo visto, la tal Doreen Hollander era una doña nadie.
Volvió a colgar la tablilla.
—Sue, ayúdame a girarla.
Dieron la vuelta al cadáver, dejando la espalda a la vista. La enfermera retrocedió, y estuvo a punto de gritar. Dowson miraba con cara de sorpresa.
—Parece que se haya muerto en el quirófano, durante una operación para quitarle un tumor de la columna.
¿Otra metedura de pata de los de abajo? La última semana, sin ir más lejos, se habían confundido al adjuntar los documentos, y no con uno, sino con dos cadáveres. No obstante, Dowson se dio cuenta enseguida de que no era ninguna muerte hospitalaria, porque la herida, que ocupaba toda la parte inferior de la espalda y la zona del sacro, tenía tierra y hojas pegadas.
—Raro, francamente raro.
Extremó su atención, y empezó a describir la herida ante la cámara esforzándose por que no se le notara la sorpresa en la voz.
—A primera vista no se ajusta a las heridas de arma blanca aleatorias que describe el informe. Presenta el aspecto de… de una disección. La incisión, suponiendo que lo sea, arranca unos veinticinco centímetros por debajo del omóplato y unos dieciocho por encima de la cintura. Parece que le hayan extraído la cola de caballo entera, empezando por Ll y terminando por el sacro.
Al oírlo, el agente del FBI se giró bruscamente hacia él.
—La disección comprende el filum terminale, —Dowson se agachó un poco más—. Enfermera, pase la esponja por aquí.
La enfermera retiró algunos restos de suciedad de alrededor de la herida. El silencio era absoluto, a excepción del zumbido de la cámara, y, en un momento dado, el ruido de las ramas y las hojas al deslizarse hacia el canalillo de la mesa.
—Falta la médula espinal, concretamente la cola de caballo. Ha sido extraída. La disección se extiende periféricamente hacia el neuroforamen, y a la apófisis transversa. Enfermera, irrigue Ll y L5.
La enfermera obedeció con prontitud.
—La… mmm… disección retiró la piel, el tejido subcutáneo y la musculatura paraespinal. Al parecer, se utilizó un retractor autoestático. Veo las marcas aquí, aquí y aquí.
Señaló con cuidado las diversas zonas, para que se viera en el vídeo.
—Se han extraído las apófisis espinosas y las láminas, además del ligamento amarillo. La dura sigue presente. Se observa en ella una incisión que va de Ll hasta el sacro, y permite la extracción completa de la médula. A juzgar por su aspecto, se trata de una incisión… muy profesional. Enfermera, el microscopio.
La enfermera trajo uno grande sobre ruedas, y Dowson inspeccionó deprisa las apófisis espinosas.
—Parece que se haya utilizado un rongeur para extraer las apófisis y las láminas de la dura.
Se puso derecho y se secó la frente con la manga de la bata. No se trataba de ninguna disección estándar, como la que pudiera hacerse en la facultad de medicina, sino de algo más parecido a las prácticas de los neurocirujanos en las clases de neuroanatomía avanzada.
De repente se acordó del agente del FBI, Pendergast, y le miró de reojo para observar su reacción. Durante las autopsias había visto a mucha gente impresionada, pero nada parecido a la expresión de aquel hombre, que más que impresionado parecía la muerte en persona, tal era la mala cara que ponía.
El agente tomó la palabra.
—Doctor, ¿me permite que le interrumpa con unas cuantas preguntas?
Dowson asintió.
—¿La disección fue la causa de la muerte?
A Dowson no se le había ocurrido pensarlo. Tuvo escalofríos.
—Si la intervención se hizo con vida, en efecto: habría provocado la muerte del paciente.
—¿En qué momento?
—Nada más efectuar la incisión en la dura, habría salido el fluido cerebroespinal. Suficiente para provocar la muerte.
Volvió a examinar la herida. Parecía que la operación hubiera provocado gran efusión de sangre en las venas epidurales, algunas de las cuales se habían retraído, señal de traumatismo previo a la defunción. Sin embargo, el responsable de la disección no había trabajado alrededor de las venas, como un cirujano en un paciente vivo, sino que las había seccionado sin rodeos. Se trataba de una operación realizada con gran habilidad, pero también, según todos los indicios, con prisa.
—Hay muchas venas seccionadas, y sólo están ligadas las de mayor tamaño: la hemorragia habría obstaculizado la intervención. Es posible que la víctima muriera por desangramiento antes de la apertura de la dura, dependiendo de lo deprisa que actuara el… interventor.
—Bueno, pero al empezar la operación ¿estaba viva?
—Parecería que sí. —Dowson tragó saliva débilmente—. A pesar de ello, no parece que se tomaran medidas para mantenerla con vida en el transcurso de la… disección.
—Le sugiero unos análisis de sangre y tejidos, para ver si la habían sedado.
El doctor asintió.
—Siempre los hacemos.
—En su opinión, doctor, ¿qué grado de profesionalidad tiene la intervención?
Dowson no contestó. Trataba de poner orden en sus ideas. Había posibilidades de que se tratara de algo grave, y enojoso. Seguro que al principio intentarían que pasara desapercibido y mantenerlo a poca altura, a salvo del radar de la prensa neoyorquina, pero al final se correría la voz, como siempre, y saldrían muchas voces críticas con su intervención. Más valía tomárselo con calma, paso a paso. No era el crimen rutinario a que se refería el informe policial. Suerte que aún no había empezado la autopsia en sí. Tenía que agradecérselo al agente del FBI.
Se giró hacia la enfermera.
—Que venga Jones con la cámara de gran formato, y la del estereomicroscopio. Ah, y necesito que me ayude otro forense. ¿Quién hay de guardia?
—El doctor Lofton.
—Pues que venga en menos de media hora. También quiero consultar a nuestro neurocirujano, el doctor Feldman. Dígale que suba en cuanto pueda.
—Sí, doctor.
Se dirigió a Pendergast.
—No tengo muy claro que se pueda quedar sin autorización oficial, la que sea.
Le sorprendió no encontrar resistencia.
—Lo comprendo, doctor. Considero que la autopsia está en buenas manos. Personalmente, ya he visto bastante.
Y yo, pensó Dowson. Ahora tenía la seguridad de que era obra de un cirujano, y le repugnaba la idea.
O’Shaughnessy estaba en recepción, indeciso entre meter dinero en la máquina de café o no meterlo. Decidió que no. Francamente, estaba avergonzado: él, supuesto poli duro y sardónico de Nueva York, marchándose como un cobarde. Había estado a punto de vomitar en plena sala de autopsias. El espectáculo de aquella pobre chica desnuda y rellenita encima de la mesa, con el cuerpo azulado y sucio, la cara juvenil hinchada, los ojos abiertos, el pelo lleno de hojas y de ramas… El recuerdo le arrancó escalofríos renovados.
Aparte de vergüenza, sentía verdadera furia contra el asesino. No era poli de homicidios, ni había querido serlo, ni siquiera al principio; odiaba ver sangre, pero tenía a su cuñada en Oklahoma, y era más o menos de la misma edad. De repente, con tal de pillar al asesino, se consideró capaz de aguantar lo que fuera.
Pendergast cruzó sigiloso y fantasmal la puerta de acero inoxidable.
El sargento, que apenas mereció una mirada por su parte, le siguió a la calle y subió con él al coche, todo ello en silencio.
Decididamente, Pendergast estaba irritado por algo. De por sí era una persona taciturna, pero O’Shaughnessy nunca le había visto de tan mal humor. Seguía sin tener ni idea de porqué aquel crimen le había merecido un interés tan repentino, hasta el punto de interrumpir la investigación sobre los asesinatos del siglo XIX. Tampoco le pareció el momento de preguntárselo.
—Primero dejamos al sargento en comisaría —dijo Pendergast al chófer—. Y luego me llevas a casa.
Se acomodó en el asiento de cuero. O’Shaughnessy le miró, y consiguió preguntar:
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha visto?
Pendergast miraba por la ventanilla.
—El mal.
Fue lo último que dijo.