Nora contempló la entrada, profunda y de una piedra de color arena con vetas grises. A pesar de que lo habían limpiado hacía poco, el macizo portal gótico presentaba un aspecto vetusto, imponente. A Nora le recordaba Traitor’s Gate, de la Torre de Londres. No le habría extrañado ver brillar en el techo los dientes de hierro de un rastrillo, ni a un grupo de caballeros asomándose por las rendijas superiores, con calderos de brea hirviente a punto.
En la base de la pared adyacente, debajo de una barandilla metálica de poca altura, vio restos de velas a medio quemar, pétalos de flores y cuadros viejos con el marco roto. Casi parecía una capilla. Entonces se dio cuenta de que debía de ser el portal donde le habían pegado un tiro a John Lennon, y los objetos, restos de las ofrendas que seguían aportando sus seguidores. A Pendergast también le habían dado una puñalada cerca, a menos de media manzana. Levantó la vista. Tenía delante el edificio Dakota, con gabletes y adornos de piedra rematando una fachada gótica. Por encima de las torres, lúgubres y sumidas en un juego de sombras, corrían nubes negras. Menudo sitio para vivir, pensó. Miró atentamente en todas las direcciones, estudiando el panorama con unas precauciones que desde la persecución en el archivo se habían convertido en el pan de cada día. Sin embargo, no había señales de peligro a la vista, y se acercó al edificio.
Al lado de la entrada, en una garita grande de bronce y cristal, un portero vigilaba implacable la calle Setenta y dos, con el mutismo y la rigidez de un centinela del palacio de Buckingham. No demostraba haberse percatado de la presencia de Nora, pero, al meterse ella en el portal, acudió de inmediato a su lado, amable pero sin sonreír.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó.
—He quedado con el señor Pendergast.
—¿Cómo se llama usted?
—Nora Kelly.
El vigilante asintió con la cabeza, como si tuviera prevista su llegada.
—Es en el vestíbulo sudoeste —dijo, apartándose e indicando el camino.
Al meterse por el túnel en dirección al patio interior del edificio, Nora vio que el vigilante regresaba a la garita y cogía el teléfono. El ascensor olía a cuero viejo y madera pulida. Tras un ascenso de varios pisos, se tomó su tiempo en frenar. Entonces se abrieron las puertas, y apareció un pasillo con una puerta de roble al fondo. Estaba abierta, y su marco alojaba al agente Pendergast, con la fina silueta recortada contra una luz tenue.
—Me alegro mucho de que haya venido, doctora Kelly —dijo el agente con su voz meliflua mientras se apartaba para dejarla pasar.
Como siempre, sus palabras rebosaban amabilidad, pero el tono delataba un cansancio lindante con el mal humor. Aún no está recuperado del todo, pensó Nora. Se le veía muy delgado, casi cadavérico, y, dentro de lo posible, tenía la cara aún más blanca que de costumbre.
Nora penetró en una habitación de techo alto y sin ventanas, y miró alrededor con curiosidad. De las cuatro paredes, tres estaban pintadas de un color rosa oscuro, con molduras negras arriba y abajo. La cuarta era enteramente de mármol negro, con una lámina continua de agua recorriendo toda su extensión. En la base, donde el agua, con un suave borboteo, se remansaba en un estanque, flotaban varias flores de loto muy juntas. La estancia estaba dominada por el sonido plácido del agua y el perfume discreto de las flores. Cerca había dos mesas lacadas de color oscuro, una de ellas con una bandeja de musgo donde había plantados varios bonsáis (arces enanos, a juzgar por su aspecto). En la otra mesa había una vitrina de metacrilato con una calavera de gato dentro. Al acercarse, Nora observó que en realidad la calavera estaba tallada en un bloque de jade chino. Era una obra de arte extraordinaria, de una piedra tan fina que transparentaba la tela negra de la base.
A poca distancia, sentado en uno de varios sofás pequeños de piel, estaba el sargento O’Shaughnessy, de paisano, cruzando y descruzando las piernas como si se encontrara incómodo. Pendergast cerró la puerta y se acercó a Nora sigilosamente, con las manos en la espalda.
—¿Le sirvo algo? ¿Agua mineral? ¿Un Lillet? ¿Un jerez?
—No, gracias.
—Bueno, pues, con su permiso, ahora vuelvo.
Desapareció por una puerta que casi se confundía con la pared rosada.
—Muy bonito —le dijo Nora a O’Shaughnessy.
—Aún no ha visto ni la mitad. ¿De dónde saca tanto dinero, el tío?
—Bill Smi… Un conocido mío dice que es de herencia. Me parece que su familia se dedica a la industria farmacéutica.
—Mmm.
Se quedaron callados, escuchando el susurro del agua. En pocos minutos volvió a abrirse la puerta, y reapareció la cabeza de Pendergast.
—¿Me harían el favor de venir? —preguntó.
Cruzaron la puerta y le siguieron por un pasillo largo y poco iluminado. La mayoría de las puertas estaban cerradas, pero Nora entrevió una biblioteca —llena de volúmenes encuadernados en piel y bocací, y con lo que parecía un clavicordio de madera de rosal— y una habitación estrecha con las paredes forradas de cuadros antiguos, cinco o seis hileras de cuadros en vertical con grandes marcos dorados. Otra sala, sin ventanas, estaba empapelada con papel de arroz, y tenía el suelo cubierto de tatamis. De una sobriedad lindante con la desnudez, coincidía con las demás en lo tenue de la iluminación. Pendergast les hizo entrar en una sala muy grande y de techo alto, con las paredes de caoba exquisitamente tallada. Presidía el fondo una chimenea profusamente esculpida. Había tres ventanales con vistas a Central Park. La pared de la derecha estaba cubierta por un mapa del siglo XIX, un plano en detalle de Manhattan. En el centro había una mesa grande con varios objetos encima, sobre un plástico: dos docenas de trozos de cristal, uno de carbón, un paraguas podrido y un billete de tranvía marcado. No había donde sentarse. Nora se quedó delante de la mesa, que Pendergast circundó varias veces en silencio con la mirada penetrante de un tiburón rodeando a su presa. Después el agente se detuvo, y les miró primero a ella y luego a O’Shaughnessy. En sus ojos había una intensidad casi obsesiva, que a Nora le incomodó. Pendergast se giró hacia el plano y volvió a juntar las manos a la espalda. Al principio se limitó a mirarlo. Después empezó a decir algo en voz baja, como si hablara solo.
—Ya sabemos dónde trabajaba el doctor Leng, pero ahora se nos plantea una pregunta todavía más difícil. ¿Dónde vivía? ¿En qué punto del hervidero humano que es esta isla se escondía nuestro querido doctor? Debemos agradecer a la doctora Kelly el disponer de algunas pistas que nos permitan afinar la búsqueda. El billete de tranvía que desenterró, doctora, estaba marcado para el tranvía elevado del West Side. Por lo tanto, es lícito partir de la premisa de que el doctor Leng vivía en la parte oeste.
Se giró hacia el mapa y usó un rotulador rojo para trazar una línea por la Quinta Avenida, dividiendo Manhattan en dos segmentos longitudinales.
—Gracias a la combinación de sus impurezas, que siempre es única, se puede saber de dónde ha sido extraído un trozo concreto de carbón. Este procede de una mina de cerca de Haddonfield, en Nueva Jersey, que lleva muchos años en desuso. En Manhattan, este carbón sólo lo distribuía una empresa, Clark & Sons. La zona de reparto que servían iba desde la calle Ciento diez a la Ciento treinta y nueve.
Pendergast trazó dos paralelas por Manhattan, una en la calle Ciento diez y otra en la Ciento treinta y nueve.
—Por último, el paraguas. Es de seda. La seda es una fibra blanda al tacto, pero vista por el microscopio ofrece una textura basta, casi dentada. Cuando llueve, la seda capta partículas, sobre todo polen. El examen microscópico de este paraguas revela que está muy impregnado de polen de la especie Trismegistus gonfalonii. Antes esta planta se encontraba por todo Manhattan, en ciénagas, pero en mil novecientos su crecimiento se había restringido a las zonas pantanosas de las orillas del río Hudson.
Trazó una línea roja por Broadway y señaló el cuadradito que delimitaba.
—Por lo tanto, es razonable suponer que el doctor Leng vivía al oeste de esta línea y como máximo a una manzana del Hudson.
Tapó el rotulador y miró a Nora y O’Shaughnessy.
—¿Algún comentario sobre lo que llevamos dicho?
—Sí —dijo Nora—. Dice que Clark & Sons repartían carbón en esta zona de la parte alta. Entonces, ¿por qué apareció un trozo en la parte baja, en el laboratorio de Leng?
—El laboratorio era un secreto. Como Leng no podía hacerse repartir el carbón directamente, traía cantidades pequeñas de su casa.
—Ya.
Pendergast siguió observando a Nora.
—¿Algo más?
Nadie dijo nada.
—Entonces podemos partir de la premisa de que el doctor Leng vivía en Riverside Drive, entre las calles Ciento diez y Ciento treinta y nueve, o bien en una de las calles laterales entre Broadway y Riverside Drive. Es donde tenemos que centrar la búsqueda.
—Siguen siendo centenares de edificios, o millares —dijo O’Shaughnessy.
—Mil trescientos cinco, para ser exactos. Que es donde interviene la cristalería.
Pendergast volvió a rodear la mesa en silencio, extendió el brazo, cogió un fragmento de cristal usando pinzas con puntas de goma y lo expuso a la luz.
—He analizado los residuos de este trozo de cristal. Lo habían lavado a fondo, pero los métodos actuales permiten detectar sustancias incluso en partes por billón. Presentaba una mezcla muy peculiar de productos químicos, similar a la que había detectado en los trozos recogidos en el suelo del osario. Hay que decir que el análisis de dicha mezcla arroja resultados inquietantes. Uno de sus componentes es un producto químico orgánico muy poco frecuente, cuyos ingredientes, en aquella época (entre mil ochocientos noventa y mil novecientos dieciocho, que es cuando parece que Leng usaba su laboratorio del centro), sólo se podían adquirir en cinco farmacias de Manhattan. El sargento O’Shaughnessy se ha encargado amablemente de localizarlas.
Marcó cinco puntos en el plano con el rotulador.
—La primera premisa de la que partiremos será que el doctor Leng compraba los productos químicos donde le quedara más a mano. Comprobarán que cerca de su laboratorio del centro no había ningún comercio que cumpliera los requisitos. Supondremos, pues, que compraba los componentes cerca de su casa de la parte alta, lo cual nos permite eliminar estas dos farmacias del East Side. Quedan tres en el West Side. Como esta está demasiado cerca del centro, también podemos descartarla. —Tachó con cruces tres de los cinco puntos—. O sea, que quedan estas dos. La Pregunta es: ¿cuál?
La reacción a la pregunta volvió a ser el silencio. Pendergast dejó el cristal en la mesa y la rodeó de nuevo hasta detenerse frente al mapa.
—No los compraba en ninguna de las dos.
Hizo una pausa.
—Porque el producto que les he mencionado es un veneno peligroso. Comprarlo era arriesgarse a llamar la atención. Por lo tanto, cambiemos de premisa. Supongamos que hacía sus compras en la farmacia que quedara más lejos de los lugares que frecuentaba: su casa, el museo y el laboratorio del centro. Donde no le reconocieran. Sólo puede ser esta, aquí, en la calle Doce Este. Farmacia New Amsterdam. —Rodeó el punto con un círculo—. Leng compraba los componentes aquí.
Dio media vuelta y se paseó paralelamente al mapa.
—Hemos tenido la buena suerte de que la farmacia New Amsterdam todavía exista. Es posible que haya archivos, y hasta algún vago recuerdo. —Miró a O’Shaughnessy—. Voy a pedirle a usted que lo investigue. Visite la farmacia y consulte la parte antigua del registro. Después, si es necesario, busque ancianos que vivan en el barrio desde niños. Plantéelo como una investigación policial.
—Muy bien.
Tras un breve silencio, Pendergast volvió a tomar la palabra.
—Tengo la seguridad de que el doctor Leng no residía en ninguna de las calles que hay entre Broadway y Riverside Drive, sino en la propia Riverside Drive. Si es así, los más de mil edificios se reducirían a menos de cien.
O’Shaughnessy le miró fijamente.
—¿Por qué está tan convencido?
—Porque las mejores casas estaban en Riverside Drive. Todavía se conservan; la mayoría están divididas en pisitos, o abandonadas, pero se conservan, al menos en algunos casos. ¿Usted cree que Leng habría vivido en una calle pequeña, en una vivienda de clase media? Tenía mucho dinero. Llevo varios días pensándolo, y seguro que no le interesaría vivir en una casa que corriera el peligro de que en el futuro edificaran justo al lado, encajonándola. Querría luz, una dosis generosa de aire fresco y buenas vistas sobre el río. Vistas que no le pudieran tapar. Estoy seguro.
—¿Por qué? —preguntó O’Shaughnessy. De repente Nora lo entendió.
—Porque tenía previsto quedarse mucho, mucho tiempo.
La sala, fresca y espaciosa, albergó un largo silencio. En la cara de Pendergast se dibujó lentamente una sonrisa, cosa rara en él.
—Bravo —dijo.
Entonces se acercó al plano y dibujó una línea roja por Riverside Drive, desde la calle Ciento treinta y nueve hasta la Ciento diez.
—Al doctor Leng tenemos que buscarle aquí.
El silencio que se produjo fue repentino, violento.
—Quiere decir la casa del doctor Leng —dijo O’Shaughnessy.
—No —contestó Pendergast con suma lentitud—, quiero decir al doctor Leng.