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Custer, suspirando, se apoyó en el respaldo de su silla de despacho, que era enorme. Eran las doce menos cuarto del mediodía, sábado. Se merecía estar con los amigos, bebiendo cerveza en la bolera. ¡Que era comandante de distrito, caray, no detective de homicidios! ¿Para qué leches le habían llamado un sábado? Alguna tontería de relaciones públicas que no servía de nada. Se había pasado toda la mañana sin moverse de la silla, oyendo vibrar el asbesto en los tubos de la calefacción. Un fin de semana fantástico echado a perder.

Suerte que de momento Pendergast ya no podía molestar. Claro que, en el fondo, ¿a qué se dedicaba? Sobre ese tema, las preguntas de Custer a O’Shaughnessy sólo habían obtenido evasivas. Con un expediente así, lo lógico —y lo más beneficioso para el propio O’Shaughnessy— habría sido aprender a lamer lo que hiciera falta. Bueno, pues ya se había hartado. A partir del lunes, a ese cachorrito le apretaría la correa a base de bien.

Sonó el timbre de la mesa. Custer lo pulsó con rabia.

—¿Ahora qué coño pasa? He dicho que no me molesten.

—Capitán, tiene al jefe Rocker en la línea uno —dijo la voz de Noyes con prudente neutralidad.

Mecagüenlahostia, pensó Custer. Le tembló la mano a pocos centímetros del piloto del teléfono, que parpadeaba. ¿Para qué coño quería hablar con él el jefe de policía? ¡Si ya había hecho todo lo que le habían pedido! El alcalde, el jefe… Todos. Fuera lo que fuese, no era culpa suya.

Apretó el botón con un dedo grueso y tembloroso.

—¿Custer?

La voz árida de Rocker entró en su oído.

—Dígame, señor —graznó, esforzándose con retraso por adoptar un tono de voz más grave.

—Ese agente suyo, O’Shaughnessy…

—Sí, dígame, ¿qué le pasa?

—Es que me pica la curiosidad. ¿Cómo se explica que pidiera una copia del informe forense sobre los restos de la calle Catherine? ¿Lo había autorizado usted?

¿Qué coño de mosca le ha picado a O’Shaughnessy?, pensó Custer, con mil ideas en la cabeza. Podía decir la verdad, que O’Shaughnessy debía de haber estado desobedeciendo sus órdenes, pero entonces quedaría como un tonto, incapaz de controlar ni a los suyos. También tenía la posibilidad de mentir. Eligió la segunda, como de costumbre.

—¿Oiga? ¿Señor Rocker? —Consiguió ceñir su voz a notas más o menos masculinas—. Lo autoricé yo. Es que no teníamos copia en nuestro archivo. Nada, puro trámite; cuestión de no saltarse ni una coma, como se suele decir. Es que aquí somos muy escrupulosos.

Hubo un momento de silencio.

—Veo que le gustan los dichos, Custer. Entonces seguro que sabe aquello de «Mejor no meneallo».

—Sí, señor.

—Yo creía que el alcalde había dejado claro que se aplicaba a este caso.

A juzgar por el tono de voz, no parecía que Rocker tuviera una fe ciega en el criterio del alcalde.

—Sí, señor.

—Oiga, Custer… O’Shaughnessy no estará yendo por libre, ¿verdad? Por casualidad, no estará ayudando al agente del FBI mientras está en el hospital…

—No, es un policía de fiar, leal y obediente. El informe se lo había pedido yo.

—Pues me sorprende, Custer. Supongo que se da cuenta de que estando el informe en el distrito podrá leerlo cualquier poli. De ahí a dejarlo en la puerta del New York Times sólo hay un paso.

—Disculpe, no se me había ocurrido.

—Quiero que me envíen el informe, sin que falte ni una copia. A mí personalmente, y por correo. ¿Me entiende? No tiene que quedar ni una sola copia en comisaría.

—Lo que usted diga.

¿Cómo leches se las arreglaría? Tendría que quitárselo al hijo de puta de O’Shaughnessy.

—Mire, Custer, aunque parezca mentira, me da la sensación de que no acaba de darse cuenta de cómo está la cosa. Lo de la calle Catherine no tiene nada que ver con ninguna investigación criminal. Es un tema histórico. El informe forense pertenece a Moegen-Fairhaven. Es propiedad privada. Lo han pagado ellos, y el solar donde aparecieron los restos es suyo. Los restos los han enterrado con respeto, pero anónimamente, en un cementerio privado, con las debidas ceremonias religiosas y la organización a cargo de Moegen-Fairhaven. Es asunto cerrado. ¿Me va siguiendo?

—Sí, señor Rocker.

—Resulta que los de Moegen-Fairhaven son muy amigos del alcalde, que me lo ha repetido varias veces, y que el señor Fairhaven en persona lo está poniendo todo de su parte para la reelección. Ahora bien, si siguen las chapuzas, es muy posible que Fairhaven ya no esté tan entusiasmado con apoyar la campaña. Podría optar por inhibirse. Es más: podría optar por dar su apoyo al otro candidato.

—Lo entiendo, señor.

—Me alegro. Hay un psicópata, el tal Cirujano, que se dedica a descuartizar a la gente. Le agradecería que se centrara en eso, Custer. Adiós.

La comunicación se cortó bruscamente con un clic. Custer se incorporó con la mano apretando el teléfono, y el cuerpo porcino temblando. Tragó saliva y, una vez que tuvo la voz bajo control, pulsó el botón del intercomunicador.

—Pásame a O’Shaughnessy. Inténtalo como sea: por radio, por la frecuencia de emergencia, por el móvil, por el número de su casa… Lo que sea.

—Es que no está de servicio, capitán —dijo Noyes.

—Por mí como si se la está pelando. Pásamelo.

—Ahora mismo.

El altavoz quedó en silencio.