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Chirriando, como tenía que ser, el coche policial de incógnito de Custer frenó a la altura de la entrada de seguridad del museo. Le rodeaban cinco coches de policía con las sirenas puestas, que al detenerse llenaron la fachada neorrománica de franjas rojas y blancas. Custer se apeó y caminó con decisión hacia los escalones de piedra, que parecían un mar azul.

Durante la reunión sorpresa con sus mejores detectives, y después, a lo largo del trayecto hacia el norte y el museo, la teoría que se le había ocurrido de sopetón había acabado de cristalizar. Ahora estaba convencido. Las claves de este caso, pensó al mirar la mole de granito, son la sorpresa y la rapidez. Darles un buen susto y marearles, como decía su instructor de la academia de policía. Buen consejo, sí señor. Rocker quería acción. Y la tendría, la tendría: personificada en el capitán Sherwood Custer.

En la puerta había un guardia de seguridad en cuyas gafas se reflejaban las luces de los coches patrulla. Parecía atónito. Fueron saliendo compañeros suyos, que miraron la calle con la misma cara de perplejidad. Al fijarse en la acumulación de coches de policía, los pocos turistas que se acercaban por Museum Drive con las cámaras colgando y las guías en la mano frenaron en seco y, tras una rápida negociación, dieron media vuelta y volvieron al metro, que les quedaba cerca.

Custer no se tomó la molestia de enseñar la chapa.

—Capitán Custer, del distrito séptimo —dijo con voz bronca—. Asignado a homicidios.

El guardia tragó saliva con esfuerzo.

—¿Qué desea, capitán?

—¿Está el jefe de seguridad del museo?

—Sí.

—Pues que baje. Y que no tarde.

Los vigilantes giraron sobre sus talones, y en cinco minutos llegó un hombre alto con traje marrón claro, en cuyo pelo negro, peinado hacia atrás, se advertía cierto exceso de gomina. Custer pensó que tenía cara de antipático, pero bueno, como tantos de la seguridad privada, que no cumplían los requisitos para ingresar en la de verdad. El recién llegado adelantó una mano hacia Custer, que no tuvo más remedio que estrechársela.

—Soy Jack Manetti, director de seguridad. ¿En qué puedo ayudarles?

Custer enseñó sin decir nada la orden judicial con membrete, firma y autentificación que había conseguido casi en tiempo récord. El director de seguridad la cogió, la leyó y se la devolvió.

—Esto no se ve todos los días. ¿Puedo preguntarle qué pasa?

—Los detalles se los daremos dentro de poco —contestó Custer—. De momento, confórmese con haber visto la orden judicial. Necesito acceso ilimitado al museo para mis agentes. Tendré que disponer de una sala de interrogatorios para entrevistar a una parte de la plantilla. Iremos lo más deprisa que podamos. Por poco que el museo colabore, todo irá como una seda. —Se quedó callado y con las manos a la espalda, mirando alrededor con expresión de autoridad—. Supongo que se da cuenta de que estamos autorizados para incautar cualquier objeto que nos parezca concerniente al caso.

No tenía claro el uso de la palabra «concerniente», pero aparecía en la orden judicial, y sonaba bien.

—Es que no puede ser. Estamos a punto de cerrar. ¿No podría esperar hasta mañana?

—La justicia no espera, señor Manetti. Quiero una lista completa del personal del museo, para poder escoger a los que interrogaremos. Si hay trabajadores que se hayan marchado temprano, será necesario avisarles y que vuelvan. Lo siento, pero no va a haber más remedio que trastocar la actividad del museo.

—Es que nunca había pasado nada así. Tendré que comentárselo al director, y…

—Adelante. No, mejor: hablaré yo con él personalmente. Quiero que en cuestiones legales esté todo más claro que el agua. Así, cuando empecemos a investigar, podremos hacerlo sin molestias ni retrasos. ¿De acuerdo?

Manetti asintió con una crispación de mal humor en las facciones. Mejor, pensó Custer: cuanto más alborotados estuvieran todos, más deprisa podría hacer salir de su escondrijo al asesino. Que hablen, pero que no tengan tiempo de pensar. Estaba eufórico.

Se giró.

—Teniente Cannell, llévese a tres agentes y que estos señores les acompañen a la entrada de personal. Si sale alguien del edificio, hay que identificarlo y comprobar que pertenece al personal. Pídanles el número de teléfono y de móvil, y la dirección. Quiero tener controlado a todo el mundo, para que vuelvan enseguida, si hace falta.

—A la orden.

—Teniente Piles, usted viene conmigo.

—A la orden.

Custer miró a Manetti con severidad.

—Llévenos al despacho del doctor Collopy. Tengo que comentarle unas cuantas cosas.

—Vengan —dijo el director de seguridad, todavía más malhumorado que antes.

Custer hizo señas al resto de sus hombres. Tras cruzar varias salas enormes, se montaron en un ascensor gigantesco, subieron unos cuantos pisos y atravesaron otra sucesión de salas llenas de vitrinas. ¡Qué cantidad de cosas raras había en aquel museo! Al final llegaron a una puerta muy majestuosa, pero no tanto como el despacho del otro lado, que tenía las paredes revestidas de madera. La puerta estaba entreabierta. Detrás había una mujer bajita, que al verles se levantó del escritorio.

—Venimos a ver al doctor Collopy —dijo Custer, mirando alrededor y extrañándose de que una secretaria tuviera un despacho tan elegante.

—Perdonen —dijo ella—, pero es que el doctor Collopy no está.

—¿Que no está? —dijeron a coro Custer y Manetti.

La secretaria negó con la cabeza. Parecía nerviosa.

—No, no ha vuelto desde la hora de comer. Ha dicho que tenía pendientes unas gestiones importantes.

—La hora de comer ha sido hace horas —dijo Custer—. ¿No se le puede localizar?

—Como no sea por el móvil personal… —dijo la secretaria.

—Llámele. —Custer se volvió hacia Manetti—. Mientras tanto, usted hable con algunos jefazos, a ver si saben dónde está Collopy.

Manetti fue a otra mesa y cogió un teléfono. En el despacho, que era grande, sólo se oían los tonos de marcado. Custer miró alrededor. La madera de las paredes era muy oscura y estaba repleta de tristonas pinturas al óleo. Detrás del cristal de los armarios sólo había cosas raras. ¡Caray! Parecía la casa de los horrores.

—Tiene el móvil apagado —dijo la secretaria.

Custer cabeceó consternado.

—¿No se le puede llamar a ningún otro número? El de su casa, por ejemplo.

La secretaria y Manetti se miraron.

—Es que no tenemos permiso para llamarle a casa —dijo ella, cada vez más nerviosa.

—Me dan igual los permisos. Esto es una investigación policial, y muy urgente. Llámele a su casa.

La secretaria abrió un cajón con llave, buscó en un tarjetero alfabético, sacó una tarjeta y la estudió, impidiendo que la vieran Custer y Manetti. Luego la metió en su sitio, cerró el cajón con llave y marcó un número.

—No lo coge nadie —dijo después de un rato.

—Deje que suene.

Pasó medio minuto. Al final la secretaria colgó el auricular.

—No contestan.

Custer puso los ojos en blanco.

—Bueno, pues al grano, que no hay más tiempo que perder. Tenemos buenas razones para creer que en el museo se encuentra la clave para encontrar al asesino en serie que recibe el nombre del Cirujano, y hasta es posible que el propio asesino esté aquí dentro. El factor tiempo es decisivo. Voy a supervisar personalmente un registro a fondo del archivo. El teniente Piles, por su parte, se encargará de interrogar a algunos miembros de la plantilla.

Manetti se quedó callado.

—Creo que como muy tarde acabaremos a medianoche, pero sólo si el museo colabora. Vamos a necesitar una sala para los interrogatorios. También necesitaremos suministro eléctrico para los equipos de grabación, un técnico de sonido y un electricista. Yo necesito tener identificado a todo el mundo, y acceso continuo a los dossiers personales.

—¿A qué trabajadores piensa interrogar? —preguntó Manetti.

—Eso lo decidiremos a partir de los dossiers.

—Tenemos dos mil quinientos empleados.

Custer se quedó de piedra. ¿Dos mil quinientas personas para llevar un museo? Menudo programa de asistencia social. Respiró y se esmeró en recomponer su expresión facial.

—Todo se andará. Para empezar, tendremos que interrogar a… déjeme que piense… los vigilantes nocturnos, por si han observado algún movimiento inhabitual. Y a la arqueóloga que encontró los esqueletos, los primeros y los de la calle Doyers. También habrá que…

—Nora Kelly.

—Eso.

—Me parece que ya ha hablado con la policía.

—Pues será la segunda vez que hable. También nos interesa hablar con el jefe de seguridad, o sea, usted, sobre las medidas de vigilancia en el archivo y en el resto del museo. Quiero interrogar a todo el personal que tenga alguna relación con el archivo y el descubrimiento de… esto… el cadáver del señor Puck. No está mal para empezar, ¿eh?

Exhibió una sonrisa breve y artificial.

—Ahora haga el favor de enseñarme el archivo.

Manetti se quedó mirándole unos segundos, como si fuera incapaz de asimilar la situación.

—Señor Manetti, por favor, lléveme ahora mismo al archivo.

Manetti parpadeó.

—Como usted diga, capitán. Sígame, si es tan amable.

Mientras cruzaba las salas con frescos al frente de un grupo de polis y administradores, Custer estaba fuera de sí por el entusiasmo de sentirse tan seguro de sí mismo. Por fin había descubierto su auténtica vocación. Deberían haberle destinado a homicidios desde el primer día. Saltaba a la vista que tenía un don especial. No le habían asignado el caso por simple chiripa, no. Era el destino.