Smithback fue usando cornisas y blasones para apoyar los pies y las manos, y ascender con lentitud hacia el marco de una de las ventanas del primer piso. Lo logró con mayor dificultad de la esperada, y al precio de un rasguño en una mejilla y un dedo magullado, por no hablar de que se estaba cargando unos zapatos de doscientos cincuenta dólares, fabricados a mano en Italia. Quizá se los pagara el Times. La postura —abierto de brazos y de piernas— y el emplazamiento —el muro de la casa— le hacían sentirse desprotegido hasta extremos ridículos. Seguro que hay una manera más fácil de ganar el Pulitzer, pensó. Alcanzó el alféizar con la mano y subió a pulso, gruñendo por el esfuerzo. Era un espacio ancho, en el que se quedó un rato para descansar y observar. La calle seguía vacía. No parecía que le hubiera visto nadie. Giró la cabeza y se fijó en el cristal ondulado de la ventana.
Dentro parecía que reinaran la soledad y la oscuridad más absolutas. En los haces anémicos de luz que penetraban sesgados en el interior flotaba polvo. Al fondo de la sala, Smithback creyó distinguir el contorno de una puerta cerrada, pero no se observaba ninguna señal de lo que pudiera haber al otro lado, en el resto de la casa. Si quería averiguar algo más, tendría que entrar.
¿Qué tenía de malo? Se notaba enseguida que la casa llevaba varias décadas deshabitada. Probablemente ya hubiera revertido al ayuntamiento, y fuera, por lo tanto, propiedad pública. Si se marchaba después de haber llegado tan lejos, tendría que empezar otra vez desde cero. Se le apareció la imagen de su director, empuñando papeles y con los ojos desorbitados por el enfado. Puestos a cobrarles los zapatos, más valía disponer de algo a cambio. Intentó abrir la ventana y, como era previsible, la encontró cerrada con llave (o atascada por los años). Durante un momento de indecisión, volvió a mirar hacia atrás. La idea de bajar por la pared era aún menos atractiva que la experiencia de subir. Lo que se veía por la ventana no le proporcionaba ningún dato. Era imprescindible encontrar la manera de entrar, aunque sólo fuera para echar un vistazo. En el alféizar no podía quedarse toda la vida, eso seguro. Como pasara alguien y le viera…
Justo entonces vio acercarse un coche patrulla por Riverside Drive, pocas manzanas al sur. Ser visto allí arriba no le beneficiaría en nada. En cuanto a bajar, no tenía tiempo. Se dio prisa en quitarse la chaqueta, arrugarla y dejarla hecha una bola en la base de la ventana. Después ejerció presión con un hombro hasta que el cristal se rompió con un ruido seco. Entonces arrancó los trozos, los dejó en el alféizar y se metió por el agujero. Cuando estuvo dentro de la habitación, se quedó de pie y miró por la ventana. Estaba todo tranquilo. Su intrusión había pasado desapercibida. Dio media vuelta y escuchó atentamente. Silencio. Inhaló. Olía a papel viejo de pared, y a polvo; unos olores que no molestaban y tampoco respondían a su previsión de encontrar peste a cerrado. Se llenó los pulmones de aire varías veces.
Piensa en el artículo. Piensa en el Pulitzer. Piensa en Nora. Se propuso efectuar un reconocimiento rápido y salir.
Primero esperó a que se le acostumbrara la vista a la poca luz. Al fondo había una estantería con un sólo libro. Se acercó y lo cogió. Era un manual del siglo XIX sobre moluscos, con una concha dorada grabada en la cubierta. De repente notó que se le aceleraba el pulso: un libro de historia natural. Lo abrió con la esperanza de ver un ex libris donde pusiera «Enoch Leng», pero no lo encontró. Hojeó el volumen buscando anotaciones, y al final lo dejó en el mismo sitio. Había llegado el momento de explorar la casa.
Se descalzó con cuidado, dejó los zapatos al lado de la ventana y así, en calcetines, se acercó sigilosamente a la puerta cerrada. Al oír crujir el suelo se detuvo, pero seguía reinando el mismo y profundo silencio. La presencia de alguien en la casa resultaba inverosímil —incluso parecía haberse mantenido a salvo de yonquis y de vagabundos—, pero era de sabios ser prudente.
Puso la mano en el pomo, lo hizo girar con gran lentitud y abrió un resquicio de unos cuantos centímetros entre la puerta y el marco, por el que se asomó. Todo estaba negro. Empujó un poco más para que la luz de la luna penetrara en el pasillo por la ventana de atrás, y vio que era muy largo, majestuoso, con un papel de pared verde. Las paredes tenían hornacinas doradas, con cuadros protegidos por telas blancas que colgaban de unos marcos muy grandes. Al final del pasillo había una escalera de mármol muy ancha que a partir de cierto punto se disolvía en las tinieblas. La dominaba un bulto con su correspondiente tela blanca. ¿Una estatua, quizá? Aguantó la respiración. Parecía, en efecto, que desde la muerte de Leng la casa hubiera estado cerrada a cal y canto, y deshabitada. Qué fantasmagórico. ¿Podía ser que todo aquello hubiera pertenecido a Leng?
Dio unos pasos por el pasillo, y en ese momento el olor a humedad y polvo se cargó de un matiz menos agradable: el de algo orgánico, dulce, descompuesto. Parecía que el corazón de la casa hubiera muerto al fin de viejo y de podrido. Quizá acertara en sus sospechas, y Leng hubiera escondido los cadáveres de sus víctimas detrás del papel de pared. Se acercó a un cuadro hasta tenerlo al alcance de la mano. Entonces cogió una esquina de la tela blanca y la levantó por curiosidad. Era tan vieja que se deshizo, convertida en una nube de polvo y de jirones. Smithback retrocedió, pero la sorpresa le duró poco. Ante sus ojos apareció una pintura muy oscura. La miró de cerca. Era una escena de lobos devorando a un ciervo en la espesura de un bosque. Pese a la morbosidad de los detalles anatómicos, su factura era excelente y debía de valer una fortuna. Como le había picado la curiosidad, se acercó al siguiente nicho y tiró de la tela, que también se deshizo al ser tocada. En aquella ocasión se trataba de una escena de caza de ballena: un cachalote muy grande con varios arpones clavados, que se revolvía agónicamente y expulsaba un chorro enorme de sangre arterial muy roja mientras sus aletas arrojaban al agua a todo un bote de arponeros.
Smithback no daba crédito a su suerte. Había encontrado un filón. Claro que de suerte no tenía nada, sino que era el resultado de trabajar mucho e investigar a fondo. El domicilio de Leng no lo había descubierto ni el mismísimo Pendergast. Sólo con eso, Smithback ya tenía asegurado su puesto en el Times, y quizá salvara del naufragio su relación con Nora. Porque estaba seguro de que, fuera cual fuese la información sobre Leng que buscaban ella y Pendergast, se encontraba allí, en aquella casa.
Esperó con el oído alerta, pero en el piso de abajo no se oía nada. Dio unos cuantos pasos cortos y silenciosos por la alfombra del pasillo, y al llegar a la estatua cubierta del comienzo de la barandilla levantó la mano y cogió la tela. Estaba igual de podrida que las demás, y al deshacerse formó un montoncito en el suelo, mientras flotaba por el aire una nube de polvo, podredumbre seca.
Al principio, al ver lo que había debajo, experimentó un escalofrío de miedo e incomprensión, hasta que su cerebro empezó a procesar lo que veía. De hecho, sólo era un chimpancé disecado colgando de la rama de un árbol. Las polillas y las ratas habían roído casi toda la cara, dejando agujeros que llegaban hasta el hueso de color marrón. También faltaban los labios, cuya ausencia confería al chimpancé una sonrisa agónica de momia, hecha toda de dientes. Una de las dos orejas sólo se aguantaba por un hilo de carne seca. La vio caer al suelo con un ruidito sordo. El chimpancé tenía en una mano una fruta de cera, y con la otra se tocaba la barriga como si le doliera. Lo único que parecía vivo eran los ojos, cuentas de cristal que miraban a Smithback con la intensidad de la locura. Notó que se le aceleraba el pulso. De hecho, Leng había sido taxonomista, coleccionista y miembro del Lyceum. ¿También tenía su propia colección, como McFadden y los demás? ¿Lo que se llamaba un «gabinete de curiosidades»? Aquel chimpancé que se caía a trozos, ¿formaba parte de ella?
Volvió a quedar indeciso unos instantes. ¿Qué hacer? ¿Marcharse? Se apartó del chimpancé dando un paso hacia atrás y miró por la escalera. Aparte de la poca luz que se filtraba por los tablones de madera y los postigos cerrados, la oscuridad era total. Poco a poco discernió el contorno vago de lo que parecía un gran salón, con su parquet de roble incluido y, como alfombras, algunas pieles exóticas, de cebra, león, tigre, oryx y puma. Había varios objetos repartidos por la estancia, oscuros y con su correspondiente tela blanca. Las paredes, revestidas de madera, presentaban una sucesión de armarios antiguos, con las puertas de cristal ondulado. Encima de los armarios había una serie de objetos borrosos dentro de vitrinas, cada uno con su placa de latón al pie.
Era una colección, en efecto: la de Enoch Leng.
Se quedó donde estaba, con la mano en el pomo de la barandilla. A pesar de la impresión de que en aquella casa hacía cien años Que nadie tocaba nada, el corazón le decía que no llevaba tanto tiempo deshabitada. Era una sensación como de que la cuidaran, de que estuviera a cargo de alguien. Urgía dar media vuelta y salir.
Sin embargo, el silencio era profundo, y Smithback vaciló. Las colecciones del piso de abajo se merecían una ojeada, aunque fuera muy rápida. El interior de la casa, y sus colecciones, estaban destinados a desempeñar un papel importante en su artículo. Decidió bajar unos minutos —los mínimos— para ver qué había debajo de algunas de las telas. Dio un paso con cautela, otro… y oyó un clic muy suave a su espalda. Entonces se giró con el corazón a punto de salírsele del pecho.
Al principio parecía que estuviera todo igual, hasta que se dio cuenta de que debía de haberse cerrado la puerta por donde había entrado, y suspiró de alivio: había entrado una ráfaga de viento por la ventana rota, y la había cerrado.
Siguió bajando por la escalinata de mármol sin soltar la barandilla, y se quedó al pie del último escalón con los ojos muy abiertos, escudriñando una oscuridad todavía más densa. Parecía que abajo apestara más a podredumbre y descomposición. Su mirada recayó en un objeto que ocupaba el centro de la sala. Se acercó un paso sin dejar de observarlo… y de repente vio qué era: el espécimen completo de un dinosaurio carnívoro de pequeño tamaño. Destacaba por su buen estado de conservación: en los huesos aún había carne fosilizada, y no sólo se observaban algunos órganos internos, sino grandes superficies de piel, todo ello, igualmente, en estado fósil. A su vez, la piel mostraba el contorno inconfundible de algunas plumas.
Smithback no salía de su asombro. Era un espécimen increíble, de valor científico incalculable. Algunos científicos postulaban desde hacía poco tiempo la posibilidad de que algunos dinosaurios, entre ellos el tiranosaurio, tuvieran el cuerpo cubierto de plumas. Pues bien, ahí estaba la prueba. Miró hacia abajo y vio una etiqueta de latón que decía: «Coeloraptor desconocido de Red Deer River, Alberta, Canadá».
A continuación se fijó en los armarios, y vio una serie de calaveras humanas. Se acercó un poco más. En la plaquita de latón de debajo rezaba: «Serie de homínidos de la cueva de Swartkopje, Sudáfrica». Estaba pasmado. Sabía bastante de fósiles de homínidos para constarle que eran casi inexistentes. Aquella docena de calaveras eran de las más completas que hubiera visto, y revolucionarían los estudios sobre homínidos.
Como sus ojos habían captado un reflejo del armario contiguo, se acercó a él. Estaba repleto de piedras preciosas. Le llamo la atención una de ellas, tallada y de color verde, grande como un huevo de petirrojo. En la etiqueta de debajo decía: «Diamante, espécimen perfecto de Siberia; 216 quilates; se cree que es el único diamante verde que existe». Al lado había una vitrina que destacaba por su tamaño y que contenía rubíes estrella, zafiros e, insinuándose en la oscuridad del fondo con sus brillos, otras gemas exóticas enormes cuyos nombres se resistían a ser pronunciados; gemas, todas ellas, comparables a las mejores del Museo de Historia Natural de Nueva York. Parecía que se les hubiera concedido un lugar de preferencia entre las demás piezas. Cerca, en un anaquel, había una serie de cristales de oro; cristales de una belleza sin mácula, con una textura de encaje que recordaba el hielo y, en un caso concreto, de un tamaño no menor que el de un pomelo. Debajo había varias hileras de tectitas, en su mayor parte negras y deformes, con excepciones dotadas de un bello colorido verde oscuro o violeta.
Smithback retrocedió un paso, tratando de asimilar la riqueza y variedad de lo expuesto. ¡Y pensar que todo aquello llevaba un siglo en aquella casa en ruinas…! Dio la espalda a la colección, y obedeció al impulso de arrancar la tela de un espécimen pequeño que tenía detrás. La tela se deshizo, y ofreció a su vista un extraño animal disecado: se trataba de un mamífero grande, parecido a un tapir, con el morro muy pronunciado, las patas delanteras sumamente recias, la cabeza bulbosa y los colmillos curvados. Nunca había visto nada parecido. Era un auténtico fenómeno de circo. Se agachó para leer la etiqueta en la penumbra: «Único espécimen conocido del megalópedo con colmillos, descrito por Plinio y que se creía imaginario hasta que en 1869 el coronel sir Henry F. Moretón, explorador inglés, cazó este ejemplar en el Congo belga».
Madre mía, pensó. ¿Podía ser verdad? ¿Un mamífero de ese tamaño, completamente desconocido para la ciencia? ¿No sería falso? De repente se le ocurrió pensarlo. ¿Y si todo era falso? No obstante, al mirar alrededor, comprendió que no. Leng no habría coleccionado especímenes falsos, y hasta en penumbra se veía que eran auténticos. Al menos los que había visto. Si el resto de las colecciones de la casa se les parecía, era muy posible que el conjunto formara la colección de historia natural más importante del mundo. No se trataba de un mero gabinete de curiosidades. Por desgracia, estaba demasiado oscuro para tomar apuntes, pero Smithback sabía que no los necesitaría: lo que acababa de ver se le había grabado en la memoria de por vida. Noticias así había una por cada vida de periodista.
Apartó otra tela y ante sus ojos apareció el esqueleto fósil erguido de un oso de las cavernas, congelado en un rugido silencioso y con unos dientes como puñales. La placa de latón del pedestal de madera de roble indicaba que lo habían encontrado en Kutz Canyon, Nuevo México.
Caminó por el salón con un susurro de calcetines, y fue retirando telas hasta dejar a la vista toda una hilera de mamíferos del pleistoceno (iguales o superiores, en todos los casos, a los de cualquier museo). Coronaba el conjunto una serie de esqueletos de neandertales perfectamente conservados, algunos con armas o herramientas, y uno de ellos con una especie de collar hecho de dientes.
Desvió la vista hacia un lado y se fijó en un arco de mármol que llevaba a otra sala. En medio había un meteorito enorme y de superficie irregular, cuyo diámetro no podía ser menor de dos metros y medio, y que estaba rodeado de un sinfín de armarios. Era de color rujo rubí. Increíble.
Lo siguiente que le llamó la atención fue el contenido de las estanterías de caoba que había en una pared: extrañas máscaras, puntas de lanza de sílex, una calavera con incrustaciones de turquesa, cuchillos adornados con joyas, sapos en tarros y millares de mariposas en vitrinas de pared, todo ello organizado y sistemáticamente clasificado.
Se fijó en que las luces no eran eléctricas, sino apliques de gas con su correspondiente tubo, su camisa y su pantalla de cristal tallado. Increíble. Sólo podía tratarse de la casa de Leng tal como la había dejado. Era como si un buen día Leng hubiera tapiado la casa por fuera con tablones y se hubiera marchado.
De repente se le pasó el entusiasmo. Evidentemente que no, que la casa no había estado intacta desde la muerte de Leng. Seguro que de tanto en tanto venía alguien a cuidarla: la persona que había tapado las ventanas con chapa y las colecciones con telas. Volvió a apoderarse de él la sensación de que la casa no estaba vacía, de que seguía habiendo alguien. El silencio, los especímenes en guardia, algunos de ellos grotescos, la agobiante oscuridad en los rincones de la sala, y sobre todo el olor a podrido, cada vez más fuerte, generaban en él un malestar que iba en aumento, imposible de disimular. Tembló sin querer. ¿Qué estaba haciendo? Para el Pulitzer ya se había quedado bastante rato. Ya tenía la noticia. Ahora había que demostrar un poco de sentido común y marcharse de allí.
Dio media vuelta y subió deprisa por la escalera en dirección a la puerta por donde había entrado, pasando al lado del chimpancé y los cuadros. Todas las puertas laterales del pasillo estaban cerradas, y en general parecía más oscuro, si cabía, que unos minutos antes. De repente se detuvo, dándose cuenta de que se le había olvidado cuál era la puerta. De lo que sí se acordaba era de que estaba cerca del fondo. Se acercó a la más probable, pero al intentar abrirla se llevó la sorpresa de encontrarla cerrada con llave. Será que no es esta, pensó al acercarse a la siguiente.
También cerrada.
Lo intentó con la de al lado, cada vez más inquieto. También estaba cerrada con llave, al igual que la siguiente, y la de más allá. Probó con las demás entre escalofríos, pero se le resistieron todas.
Smithback se quedó en el pasillo a oscuras, intentando dominar el pánico que de repente amenazaba con paralizarle.
Estaba encerrado.