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Smithback notó que le vencía la parálisis, y una impotencia aterradora. Tenía las extremidades como muertas, inmóviles, ajenas. No podía pestañear, pero lo peor —y con mucho— era que ni siquiera podía respirar. Se le había inmovilizado todo el cuerpo. Loco de pánico, intentó llenarse los pulmones de aire. Era como ahogarse, pero peor.

Ahora Leng estaba inclinado sobre él: una silueta oscura a contraluz de la mirilla, con la jeringa vacía en una mano. Su cara, debajo del ala del bombín, era una mancha negra. Acercó la otra mano y cogió la punta del esparadrapo que seguía tapando parcialmente la boca de Smithback.

—Esto ya no hace falta —dijo. Bastó un tirón vigoroso para arrancarlo—. Ahora, a intubarle; no sea que se asfixie antes de empezar.

Smithback intentó tomar aliento para gritar, pero le salió un susurro casi inaudible. Se notaba la lengua hinchada y de un tamaño inverosímil dentro de la boca. Se le descolgó un poco la mandíbula y le corrió por la barbilla un reguero de saliva. El simple acto de inhalar una cantidad de aire equivalente a una cucharada era una auténtica odisea. El hombre del bombín retrocedió y salió por la puerta. Después se oyó un traqueteo en el pasillo, y Leng reapareció con una camilla de acero inoxidable y una máquina con ruedas de goma, grande y con forma de caja. Acercó la camilla a Smithback, se agachó y usó una vieja llave de hierro para, en un abrir y cerrar de ojos, quitar los grilletes de las muñecas y tobillos del periodista. El miedo y la desesperación no impidieron que Smithback percibiese un olor a ropa vieja, una mezcla de moho y naftalina a la que se añadían matices de sudor y, más difusamente, de eucalipto, como si Leng hubiera estado chupando una pastilla para la tos.

—Ahora le voy a colocar en la camilla —dijo Leng.

Smithback notó que le levantaban. Acto seguido, sus extremidades desnudas sufrieron la presión de algo frío y rígido, metálico. Le goteaba la nariz, pero no podía levantar la mano para secársela. La necesidad de oxígeno empezaba a ser acuciante. Se encontraba completamente paralizado, pero lo más horrible de todo era que conservaba clarísimas la conciencia y la sensibilidad.

Leng volvió a entrar en su campo de visión con un tubo fino de plástico en una mano. Le puso los dedos en la mandíbula y le abrió mucho la boca. Smithback notó el impacto del tubo en la garganta, y su deslizamiento por la tráquea. Era horrible: sentía unas ganas muy fuertes de vomitar, pero le estaba vedado cualquier movimiento. Con un ruido susurrante, el aparato de ventilación le llenó los pulmones de aire. Al principio el alivio fue tan grande que se le olvidó todo lo demás. La camilla se movía. Vio pasar un techo bajo de ladrillos, con algunas bombillas desnudas. Transcurrido un instante, el techo cambió; ahora era mucho más alto, y parecía corresponder a un espacio muy grande. La camilla se detuvo con un giro final. Entonces Leng se agachó. Smithback ya no le veía, pero oyó cuatro clics que se sucedieron a intervalos regulares: la fijación de las ruedas. Había una hilera de luces muy potentes, y un olor a alcohol y Betadine que encubría otro más sutil y desagradable.

Leng metió los brazos por debajo de su cuerpo, volvió a levantarle y le trasladó desde la camilla a otra mesa de acero más ancha y todavía más fría. Fue un movimiento delicado, casi afectuoso. Seguidamente, con una maniobra completamente distinta, económica y de una fuerza asombrosa, le colocó boca abajo.

Smithback no podía cerrar la boca, y como la superficie de metal le presionaba la lengua, no tuvo más remedio que percibir el sabor de los desinfectantes, un sabor amargo a cloro que le hizo pensar en los anteriores ocupantes de la mesa y en lo que habría sido de ellos. Experimentó una oleada de miedo y de náuseas. El tubo del ventilador borboteaba en su boca.

Entonces Leng se acercó y le pasó una mano por la cara para cerrarle los párpados.

La mesa estaba fría, congelada. Smithback oía moverse a Leng alrededor. Notó una presión en un codo, y un pinchazo corto al serle aplicada una aguja intravenosa cerca de la muñeca. Después oyó un ruido de arrancar esparadrapo, mientras seguía percibiendo el olor a eucalipto del aliento de Leng, y oía su voz grave, convertida en un susurro:

—Me temo que le va a doler un poco. —Notó que le aplicaban correas en las extremidades—. La verdad es que mucho, pero la ciencia, cuando es ciencia de verdad, siempre tiene un componente de dolor. Así que no se altere. ¿Me permite un consejo?

Smithback intentó forcejear, pero sentía su propio cuerpo muy lejos. La voz seguía susurrando con tono tranquilizador.

—Sea como la gacela en las fauces del león: resígnese. Que su cuerpo no oponga resistencia. Hágame caso. Es la mejor manera.

Se oyó ruido de agua, el choque de dos objetos de acero y el sonido de varios instrumentos resbalando por una superficie de metal. De repente la luz de la sala se había vuelto mucho más intensa, y a Smithback empezó a acelerársele el pulso, hasta que parecía que la mesa de debajo se balanceara al compás de los latidos alocados de su corazón.