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Al sargento de policía Paul J. Fenester todo aquello le ponía muy nervioso. Era una pérdida de tiempo espantosa, criminal. Miró las hileras de mesas de madera, repartidas en paralelo por la alfombra de la biblioteca; miró a los ocupantes del lado opuesto al de los policías, gente sin gracia, insulsa, con ropa de tweed y ojos saltones, como conservados en naftalina. Algunos ponían cara de susto; otros, de indignación. Saltaba a la vista que ninguno de los mequetrefes del museo sabía nada. No pasaban de ser una simple pandilla de científicos con caries y mal aliento. ¿De dónde sacaban a gente así? Le daba dentera pensar que una parte de su sueldo, que tanto le costaba ganar, se fuera en impuestos para aquellos inútiles. Además ya eran las diez de la noche, y cuando llegara a casa su mujer le iba a matar. ¿Qué era su trabajo? ¿Qué le pagaban el cincuenta por ciento más? ¿Qué (por presiones de ella) tenían que pagar la hipoteca del pisazo de Cobble Hill y la fortuna en pañales del crío? Daba igual. Le mataría. Llegaría a casa, se encontraría la cena hecha una costra negra en el horno —donde llevaba desde las seis a doscientos cincuenta grados— y a su mujer en la cama, con la luz apagada; pero despierta, por supuesto. Más tiesa que una escoba y cabreadísima, sin hacer caso del llanto del crío. Cuando Fenester se metiera en la cama, ella no le diría nada; sólo le daría la espalda con un suspiro monumental de pena por sí misma y…

—¿Fenester?

Se giró y vio que O’Grady, su compañero, le observaba.

—¿Te encuentras bien? Pones una cara que parece que se te haya muerto alguien.

Fenester suspiró.

—Ojalá fuera yo.

—Venga, despierta, que ya está aquí el siguiente.

Notó algo raro en el tono de O’Grady, algo que le hizo echar un vistazo a las mesas que les correspondían a los dos. Esta vez no tenían que vérselas con ningún fantasmón, sino con una mujer; y no una cualquiera, sino una verdadera belleza de pelo largo y rojizo, ojos color miel y un cuerpo delgado, atlético. Sin querer, irguió los hombros, metió la barriga y marcó los bíceps. Estaba sentada delante de los dos. Le llegó el olor de su perfume: caro, agradable y muy sutil. Menudo bombón. Miró a O’Grady de reojo y advirtió una transformación como la suya. Entonces Fenester cogió la tablilla y repasó la lista del interrogatorio. Conque era Nora Kelly, la tristemente famosa Nora Kelly. La que había encontrado el tercer cadáver y había sido perseguida en el archivo. No se esperaba que fuese tan joven. Ni tan atractiva.

O’Grady se le adelantó.

—Por favor, doctora Kelly, póngase cómoda. —Su tono se había vuelto melifluo, aterciopelado—. Soy el sargento O’Grady. Mi compañero es el sargento Fenester. ¿Nos da permiso para usar la grabadora?

—Si es necesario… —dijo ella.

Su voz era menos sexy que su físico. Lo seco y forzado del tono indicaba irritación.

—Tiene derecho a llamar a un abogado —siguió diciendo O’Grady con la misma suavidad—. Y a no contestar a las preguntas. Que quede claro que esto es voluntario.

—¿Y si me niego?

La reacción de O’Grady fue una risita amistosa.

—En eso yo ya no entro, ¿eh?, pero podrían citarla en comisaría. Los abogados salen caros. Sería una molestia. Además, tenemos muy pocas preguntas. Puro trámite. No es que sea sospechosa; sólo nos gustaría que nos ayudara un poco.

—Bueno, pues adelante —dijo ella—. Ya he pasado por muchos interrogatorios. Supongo que por uno más no me voy a morir.

O’Grady quiso seguir llevando la batuta, pero esta vez Fenester estaba preparado y le cortó. No pensaba quedarse como un pasmarote, dejando el interrogatorio en sus manos. ¡Vaya con el tío! Era igual de malo que su mujer.

—Doctora Kelly —se apresuró a decir. Quizá el tono de su voz había sido demasiado duro, pero lo disimuló con una sonrisa—. Nos alegramos mucho de que quiera ayudarnos. Por favor, declare su nombre y apellidos, su dirección y la hora y fecha en que estamos, para que quede grabado. En aquella pared hay un reloj; aunque ya veo que tiene uno de pulsera. Es puro trámite, ¿eh? Para tener las cintas ordenadas, y que no se mezclen. No nos gustaría equivocarnos de detenido.

Se rio entre dientes de su propio chiste, y le decepcionó que ella no le siguiera. Viendo la mirada de O’Grady, llena de lástima y condescendencia, Fenester notó que la antipatía hacia su compañero iba en aumento. En el fondo era inaguantable. Y luego hablaban del compañerismo de la policía. Le vinieron ganas, espontáneamente, de que un día de esos O’Grady parara una bala. Por ejemplo, al día siguiente.

La doctora dijo su nombre. Entonces Fenester volvió a intervenir para grabar el suyo, y O’Grady le imitó sin mucho entusiasmo. Finalizados los trámites, Fenester dejó la lista de antecedentes y cogió la de preguntas. No sólo le pareció más larga que antes, sino que le sorprendió encontrar algunas añadidas a mano al final de la lista. Seguramente acababan de incorporarlas, y se notaba que con prisas. ¿Quién coño se había dedicado a hurgar en los papeles? Vaya merienda de negros. O’Grady aprovechó el silencio para intervenir.

—Por favor, doctora Kelly, ¿podría describirnos su relación con el caso? Le ruego que se tome todo el tiempo necesario para acordarse en detalle. Si se le ha olvidado algo, o si no lo tiene claro, no deje de decírnoslo. La experiencia me ha enseñado que es mejor decir «no me acuerdo» que dar datos que puedan ser inexactos.

Sonrió de oreja a oreja, con un brillo casi cómplice en sus ojos azules. Que te follen, pensó Fenester. Ella suspiró de irritación, cruzó sus largas piernas y empezó a hablar.