La ranura volvió a abrirse. En aquel intervalo interminable de oscuridad y miedo, Smithback había perdido la percepción del tiempo. ¿Cuánto había transcurrido? ¿Diez minutos? ¿Una hora? ¿Un día?
Volvió a oírse la voz, mientras en el rectángulo de luz brillaban de nuevo los labios.
—Ha sido toda una atención visitarme en mi antigua e interesante casa. Espero que le haya gustado ver mis colecciones. Yo, a lo que le tengo más cariño es al corindón. ¿Lo ha visto, por casualidad?
Smithback intentó responder, pero se acordó demasiado tarde de que tenía esparadrapo en la boca.
—¡Uy, qué cabeza la mía! Perdone. Y no se moleste en contestar, que ya hablo yo. Usted escuche.
Smithback pasó revista mentalmente a las posibilidades de fuga, pero no había ninguna.
—Sí, el corindón es interesantísimo. El mosasaurio de Kansas, también. Y no nos olvidemos del durdag tibetano, que sólo hay dos en todo el mundo. Parece ser que lo hicieron con la calavera de la decimoquinta reencarnación de Buda.
Smithback oyó una risa árida, como de hojas secas dispersándose.
—En conjunto, querido señor Smithback, se trata de un gabinete de curiosidades interesantísimo. Lástima que haya podido verlo tan poca gente, y que los merecedores de ese honor no hayan tenido ocasión de repetir la visita.
Después de un momento de silencio, la voz siguió hablando con afabilidad.
—Con usted tendré cuidado, señor Smithback. No escatimaré esfuerzos.
A Smithback le recorrió las extremidades un espasmo de miedo que no se parecía a ninguna otra sensación que hubiese tenido en su vida. «Con usted tendré cuidado…». Comprendió que estaba a punto de morir, y se quedó tan asustado que al principio no se dio cuenta de que Leng le había llamado por su apellido.
—Va a ser una experiencia memorable, más que las de sus predecesores. Últimamente he hecho muchos progresos. El procedimiento quirúrgico se ha convertido en todo lo riguroso que se pueda imaginar. Estará despierto hasta el final. Piense que la clave es estar consciente. Ahora me doy cuenta. Le garantizo que se procederá con la más absoluta minuciosidad.
Durante unos momentos de silencio, Smithback luchó por no perder la razón. Los labios se apretaron.
—No le hago esperar más, que es de mala educación. ¿Le parece que nos traslademos al laboratorio?
Se oyó el ruido de una cerradura, y la puerta de hierro se abrió chirriando. La silueta oscura del hombre del bombín se acercaba con una jeringa muy larga, en cuyo extremo temblaba una gota blanca. Llevaba unas gafas ahumadas redondas, a la antigua.
—Sólo es una inyección para relajarle los músculos. Succinilcolina, muy parecido al curare. Se trata de un agente paralizador. Comprobará que tiende a infundir una debilidad como la que se experimenta al soñar. Ya me entiende: se acerca el peligro, y uno intenta escapar, pero nota que no puede moverse. No se asuste, señor Smithback: en su caso, aunque no pueda moverse, conservará la conciencia durante buena parte de la operación, hasta que se ejecute la extirpación final. Así le parecerá mucho más interesante.
Viendo acercarse la jeringa, Smithback forcejeó.
—Tenga en cuenta que es una operación muy delicada. Se necesita muy buen pulso, y mucha práctica. Mientras dura, hay que evitar que el paciente se mueva. A la mínima desviación del escalpelo, ya no hay más remedio que destruir la fuente de suministro y empezar con otra.
La jeringa seguía acercándose.
—Ahora, señor Smithback, le aconsejo que respire hondo.
«Con usted tendré cuidado…».
Sacando energías del terror más extremo, Smithback rodó a ambos lados para arrancar las cadenas, y abrió la boca en un esfuerzo desesperado por gritar por debajo del esparadrapo, pero notó que sólo le servía para desgarrarse los labios. Entonces se debatió contra el confinamiento de las esposas, pero el detentor de la jeringa se acercaba inexorablemente, y al fin Smithback sintió la punzada de la aguja introduciéndose en su carne, seguida por la difusión de un calor por sus venas, y por una debilidad inenarrable: justamente la que había descrito Leng, la sensación de parálisis propia de los peores momentos de las peores pesadillas. Con la diferencia de que Smithback sabía que no era ninguna pesadilla.