Pendergast, en la plaza y con un paquetito marrón debajo del brazo, miraba pensativo al par de leones que custodiaban la entrada de la biblioteca municipal. La ciudad acababa de sufrir un chaparrón, y los faros de los autobuses y los taxis se reflejaban en infinidad de charcos. Apartó la mirada de los leones y la levantó hacia la fachada que había detrás de ellos, ancha, imponente, con columnas corintias muy macizas que acababan en un arquitrabe enorme. Eran más de las nueve de la noche, y la biblioteca ya hacía mucho que había cerrado. La marea de estudiantes, investigadores, turistas, poetas inéditos y gente del mundo académico llevaba varias horas sin aparecer. Volvió a echar un vistazo alrededor, y a pasear la mirada por la plaza de piedra y la acera del fondo. A continuación se aseguró el paquete bajo el brazo y subió lentamente por la ancha escalinata. En la fachada de granito de la biblioteca había una puerta más pequeña, un poco desplazada de la majestuosa entrada principal. Se acercó a ella y dio unos golpecitos en el bronce con los nudillos. La puerta se abrió hacia dentro casi enseguida, y apareció un vigilante, altísimo, rubio, con el pelo muy corto y la musculatura muy marcada. Una de sus manazas sujetaba un ejemplar del Orlando furioso.
—Buenas noches, agente Pendergast —dijo—. ¿Qué tal estamos?
—Bastante bien, gracias —contestó Pendergast. Señaló el libro con la cabeza—. ¿Qué, Francés, disfruta con Ariosto?
—Mucho. Gracias por el consejo.
—Creo recordar que le recomendé la traducción de Bacon.
—Es que un ejemplar lo tiene Nesmith, del departamento de microfichas, y los demás están en préstamo.
—Recuérdeme que se lo envíe.
—Gracias, ya se lo recordaré.
Pendergast volvió a asentir y pasó de largo. Sin oír otros pasos que los suyos, cruzó el vestíbulo y subió por la escalera de mármol. Al llegar a la entrada de la sala 315, la sala de lectura principal, volvió a detenerse. Dentro, bajo círculos de luz amarillenta, había varias hileras de mesas largas de madera. Entró y se deslizó hacia un mueble aparatoso de madera oscura que separaba la sala de lectura en dos mitades. De día eran los mostradores donde los bibliotecarios tramitaban las peticiones de libros y las enviaban a los almacenes subterráneos por tubo neumático. Al ser por la noche, estaba vacía y en silencio. Pendergast abrió una puerta lateral de la estructura, penetró en ella y se dirigió hacia otra, pequeña y con marco, situada entre largas hileras de mesas con ruedas. También la abrió, y bajó por la escalera a la que daba acceso.
Debajo de la sala de lectura principal había siete niveles de depósitos. Los primeros seis eran grandes urbes de estanterías, ajustadas a una trama precisa que se repetía hilera a hilera y columna a columna. Los almacenes tenían el techo bajo, y las estanterías repletas de libros producían una sensación de claustrofobia. Sin embargo, al caminar casi en penumbra por el primer nivel, notando el olor a polvo, humedad y papel en descomposición, Pendergast experimentó una paz que pocas veces se le concedía. Parecía que se le hubieran aliviado tanto el dolor de la herida de arma blanca como el peso del maletín, considerable. A cada recodo, a cada cruce de pasillos, le embargaba el recuerdo de anteriores paseos: viajes de descubrimiento, expediciones literarias que solían terminar en epifanías de investigación, en solucionar de golpe un caso.
No era momento, sin embargo, para ensoñaciones. Siguió caminando hasta llegar a una escalera estrecha y todavía más empinada que le llevó a un nivel inferior de los depósitos. Al fin salió de la escalera, que parecía un armario, e ingresó en el séptimo nivel. A diferencia de los anteriores, todos perfectamente catalogados, se trataba de una auténtica y misteriosa ratonera, llena de caminos sin salida y merecedora de escasísimas visitas, pese a su reputación de contener algunos fondos espectaculares. Olía a cerrado, como si hiciera varias décadas que no circulaba el aire (a imagen de los libros a los que rodeaba). De la escalera salían varios pasillos flanqueados por estanterías, que confluían y divergían en ángulos extraños. Pendergast se había quedado quieto. En el silencio, la anómala agudeza de su oído captó un ruido casi imperceptible, el de las colonias de pececillos de plata que, rascando, rascando, devoraban su camino a través de provisiones interminables de pasta de papel.
También había otro ruido, más fuerte y seco. Chac. Se giró hacia el lugar de donde procedía y siguió su pista por las estanterías, cambiando de sentido varias veces. Cada vez se oía más cerca. Chac, chac. Distinguió a cierta distancia un halo de luz. Tras doblar la última esquina, vio una mesa grande de madera, muy iluminada. En el borde había una serie de objetos: una aguja, un carrete de hilo recio, unos guantes blancos de algodón, un cuchillo de encuadernador y un lápiz de pegamento. Al lado se observaban varias obras de referencia amontonadas: The Enemies of Books, de Blade, Urban Entomology, de Ebeling, y Curatorial Care of Works of Art on Paper, de Clapp. Junto a la mesa había un carrito con una montaña muy alta de libros viejos en diferentes fases de descomposición, pero que coincidían en tener las tapas gastadas y los lomos arrancados.
Delante de la mesa, dando la espalda a Pendergast, había una persona sentada. Su cabello descendía desde el cráneo hasta los hombros encorvados, largo, blanco, enredado y muy fuerte. Chac. Pendergast se apoyó en la estantería que tenía más cerca y, manteniendo las distancias por educación, dio unos golpecitos con la mano en el metal.
—Oigo llamar por la puerta del sur —dijo, citando Macbeth, la persona de la mesa, con una voz aguda pero evidentemente masculina.
No giró la cabeza. Chac. Pendergast volvió a llamar con los nudillos.
—¡Ya voy! ¡Que ya voy! —contestó el hombre.
Chac.
La tercera vez, Pendergast llamó con más fuerza, y el hombre enderezó los hombros con un suspiro de irritación.
—¡Despierta a Duncan con tus golpes! —exclamó—. ¡Ah, si tú pudieras!
A continuación dejó sobre la mesa unas tijeras de bibliotecario y el viejo libro que había estado encuadernando, y se volvió. Tenía las cejas finas, tan blancas como su melena, y el iris de los ojos de un color amarillento que le confería una mirada como de león, casi salvaje. Al ver a Pendergast, apareció una sonrisa en su arrugado rostro. Después se fijó en el paquete de debajo del brazo del agente, y la sonrisa se ensanchó aún más.
—¡Caramba, si es el agente especial Pendergast! —exclamó—. ¡El agente superextraespecial Pendergast!
Pendergast inclinó la cabeza.
—¿Qué tal, Wren?
—Muy bien, muy bien, gracias. —El tal Wren señaló el carrito con una mano huesuda, y en concreto el montón de libros viejos pendientes de reparación—. Aunque hay tan poco tiempo, y tantas criaturas por curar…
La biblioteca central de Nueva York daba cobijo a muchos personajes extraños, pero ninguno como el fantasma conocido como Wren. Por lo visto no se sabía nada de él, ni si Wren era su nombre o su apellido, ni si se llamaba así de verdad. Tampoco había nadie que supiera dónde comía, ni qué (corrían rumores de que se alimentaba de cola para libros). Lo único que se podía decir de él era que nunca le habían visto salir de la biblioteca, y que tenía una intuición especial para encontrar los tesoros ocultos del séptimo nivel.
Wren observó al recién llegado con una mirada penetrante de halcón en sus ojos amarillentos.
—Le veo cambiado —dijo.
—No me extraña.
Pendergast no añadió nada más. Tampoco parecía que Wren lo esperara.
—Bueno, bueno. ¿Le sirvió de algo el…? ¿Qué era? Ah, sí, un viejo informe de la compañía de aguas de Broadway y unos opúsculos de Five Points.
—Sí, de mucho.
Wren señaló con gestos el paquete.
—¿Qué, qué me presta hoy, Hypocrite lecteur?
Pendergast se apartó de la estantería y se sacó el paquete de debajo del brazo.
—Es un manuscrito de Ifigenia en Áulide traducido del griego antiguo al vernáculo.
Wren escuchaba sin mostrar ninguna emoción.
—Fue iluminado en el monasterio de la Sainte-Chapelle, a finales del siglo catorce. Es uno de los últimos manuscritos en los que trabajaron antes del incendio de mil trescientos noventa y siete.
En los ojos amarillentos del anciano se despertó una chispa de interés.
—El papa Pío tercero se interesó por el libro, lo declaró sacrílego y mandó quemar todos los ejemplares. También destaca por las marcas y los dibujos que pusieron los escribas en los márgenes del manuscrito. Dicen que representan el texto perdido del cuento del cocinero de Chaucer, que nos ha llegado fragmentariamente.
De repente la chispa de interés se avivó hasta las llamas. Wren tendió las manos, pero Pendergast mantuvo el paquete fuera de su alcance.
—A cambio sólo le pido un favor.
Wren volvió a flexionar los brazos.
—Por supuesto.
—¿Le suena de algo el legado Wheelwright?
Wren frunció el entrecejo y negó con la cabeza, haciendo bailar sus rizos blancos.
—De mil ochocientos sesenta y seis a mil ochocientos noventa y cuatro fue director de la oficina del catastro de Nueva York. Tenía fama de amigo de lo ajeno. Al final legó a la biblioteca muchísimos folletos, circulares, carteles y publicaciones periódicas en general.
—Será por eso por lo que no me suena el nombre —contestó Wren—. Tal como lo describes, no parece material muy valioso.
—Wheelwright adjuntó al legado un donativo en metálico de cierta consideración.
—Que es la razón de que aún exista.
Pendergast asintió.
—Pero lo lógico es que esté en el séptimo nivel.
Pendergast volvió a asentir.
—¿Por qué le interesa, Hypocrite lecteur?
—Según las necrológicas, Wheelwright dejó a medias una obra histórica sobre los grandes terratenientes de Nueva York. Se documentaba guardando copias de las escrituras de todas las casas de Manhattan que habían pasado por sus manos y valían más de mil dólares. Tengo que consultarlas.
La expresión de Wren se volvió más perspicaz.
—Pues lo lógico sería pedir la información en la Historical Society de Nueva York.
—Sí, en teoría sí, pero resulta que hay algunas escrituras que no están en el archivo, aunque no esté justificado: concretamente, una franja de solares de Riverside Drive. He hecho que me los buscara un empleado de la Historical Society, pero no estaban. Se disgustó mucho al ver que no los tenía.
—Y ahora viene a verme a mí.
La respuesta de Pendergast fue enseñar el paquete. Wren se lo arrebató, le dio vueltas con devoción y rasgó el envoltorio con su cuchillo. Después dejó el paquete encima de la mesa y empezó a retirar el protector de burbujas, pero con mucho cuidado. De repente parecía que ya no se acordara de Pendergast.
—Dentro de cuarenta y ocho horas volveré para consultar el legado… y llevarme el manuscrito iluminado —dijo el agente.
—Puede que tarde más —repuso Wren dándole la espalda—. Que yo sepa, el legado ya no existe.
—Tengo mucha fe en sus recursos.
Tras musitar algo inaudible, Wren se puso los guantes, abrió con delicadeza los cierres de esmalte alveolado y dedicó una mirada ávida a las páginas manuscritas.
—Ah, Wren…
El tono de Pendergast tenía algo que hizo que el anciano mirara por encima del hombro.
—¿Me permite una sugerencia? Empiece buscando el legado, y luego disfrute con el manuscrito. Acuérdese de lo que pasó hace dos años.
El rostro de Wren adoptó una expresión indignada.
—Agente Pendergast, ya sabe que siempre antepongo sus intereses a todo lo demás.
Pendergast escrutó el arrugado y vivo rostro, cuya expresión era de ofensa.
—Ya lo sé.
Y, repentinamente, desapareció en la penumbra de las estanterías. Los ojos amarillentos de Wren parpadearon, y volvió a concentrarse en el manuscrito iluminado. Conocía perfectamente la localización del legado. De hecho, sólo tardaría un cuarto de hora en encontrarlo. Disponía, por lo tanto, de cuarenta y siete horas y cuarenta y cinco minutos para examinar el manuscrito. Enseguida volvió a quedar todo en silencio. Casi parecía que la presencia de Pendergast hubiera sido un sueño.