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Patrick O’Shaughnessy se despertó muy despacio. Tenía la cabeza como si se la hubieran partido con un hacha; le dolían los nudillos, y se notaba la lengua hinchada, con un regusto metálico. Abrió los ojos, pero la oscuridad era total. Temiendo haberse quedado ciego, hizo el gesto automático de llevarse las manos a la cara, pero se dio cuenta, con una mezcla de mareo y sopor, de que las tenía atadas. Pegó un tirón y oyó un ruido.

Cadenas. Le habían encadenado.

Al mover las piernas, descubrió que también las tenía encadenadas. El sopor se le pasó de golpe, y volvió a la dura realidad. El recuerdo de la noche anterior (los pasos, el juego del gato y el ratón en las calles vacías, la asfixiante capucha) se impuso con una nitidez brutal, inexorable. Por unos instantes forcejeó como loco, presa de un pánico atroz que le subía del pecho; después relajó el cuerpo y procuró dominarse. Con pánico, pensó, no arreglas nada. Hay que pensar.

¿Dónde estaba? En una especie de celda. Le habían hecho prisionero. Sí, pero ¿quién?

La respuesta casi fue simultánea a la pregunta: el asesino por imitación. El Cirujano.

La segunda oleada de pánico, provocada al darse cuenta de esto último, se vio cortada en seco por la aparición repentina de un haz de luz cruda, que después de tanta oscuridad llegaba a doler. Miró deprisa alrededor. Estaba en una habitación pequeña y sin mobiliario, toda ella de piedra toscamente labrada, y le habían encadenado al suelo de cemento, frío y húmedo. En una pared había una puerta de metal oxidado, que era (a través de una mirilla) por donde entraba la luz. De repente esta se atenuó, y por la mirilla entró una voz. O’Shaughnessy vio moverse unos labios rojos y húmedos.

—Por favor, no se altere —decía en tono tranquilizador—, que pronto habrá acabado todo. No tiene sentido resistirse.

La mirilla se cerró ruidosamente, y O’Shaughnessy volvió a quedar sumido en las tinieblas. Oyó un eco de pisadas por el suelo de piedra, alejándose. Era evidente lo que se le venía encima. Había visto los resultados en la sala de autopsias del forense. El Cirujano iba a volver; tarde o temprano volvería, y…

No lo pienses. Concéntrate en la manera de escapar.

Intentó relajarse y poner todo su empeño en respirar con lentitud, llenándose del todo los pulmones. Le ayudaba su formación de policía. Notó que la calma se le extendía por todo su cuerpo. Todo tenía remedio. Hasta los criminales más cuidadosos cometían errores. Había hecho el tonto; el entusiasmo de encontrar los libros de cuentas había sido más fuerte que su habitual prudencia. Se le habían olvidado las advertencias de Pendergast sobre que el peligro era constante.

Pues se acabaron las tonterías.

«Pronto habrá acabado todo», había dicho la voz; señal de que tardaría poco en volver. Pues bien, encontraría a O’Shaughnessy preparado. El Cirujano no podía hacer nada sin haberle quitado las esposas. Sería el momento en que O’Shaughnessy se le echara encima. Por desgracia, estaba claro que el Cirujano no tenía ni un pelo de tonto. Su manera de seguirle, de tenderle una emboscada, delataban mucha astucia y sangre fría. Con hacerse el dormido no había suficiente.

Era cuestión de vida o muerte. Sólo tenía una oportunidad, y había que aprovecharla a fondo. Respiró hondo dos veces seguidas, cerró los ojos, se dio un golpe en la frente con los grilletes de las manos y los desplazó de izquierda a derecha. La efusión de sangre casi fue inmediata. El dolor, porque también lo hubo, era beneficioso: le mantenía alerta, y con algo en que pensar. Las heridas de la frente solían sangrar mucho. Otro punto a su favor. Se tumbó lentamente de costado, adoptando una postura como de haberse desmayado y, durante la caída, haberse golpeado en la frente contra la pared de piedra basta. El tacto de esta era frío; el de la sangre que le goteaba por las pestañas, caliente. Iba a salir bien. Iba a salir bien. No quería acabar como Doreen Hollander, destrozado y tieso en la camilla de un depósito de cadáveres.

Volvió a reprimir un brote de pánico. Pronto habría terminajo todo. Volvería el Cirujano, y se oirían sus pasos sobre la piedra. Se abriría la puerta y, en el momento de serle retiradas las cadenas, tomaría al asesino por sorpresa y le reduciría. Saldría con vida, y de paso cogería al culpable de los crímenes por imitación.

Tranquilo. Tranquilo. Con los ojos cerrados y goteando sangre en el suelo frío y húmedo, O’Shaughnessy hizo el esfuerzo de pensar en la ópera. Enseguida, las lúgubres paredes de la celda empezaron a vibrar con los bellos acordes de «O Isis O Osiris», que ascendían sin esfuerzo hasta el nivel de la calle y más arriba, hacia el incorrupto cielo.