O’Shaughnessy salió a la escalinata del edificio Jacob Javist, donde estaba la delegación del FBI. Ya no llovía. Las calles estrechas de la parte baja de Manhattan habían quedado sembradas de charcos. Pendergast no estaba ni en el Dakota ni allí, en la delegación. Experimentó una mezcla extraña de emociones: impaciencia, curiosidad, ansiedad… El hecho de no haber podido enseñarle enseguida su descubrimiento casi era una decepción. Seguro que Pendergast sabía reconocer el valor del hallazgo, y quizá fuera la pista que les hacía falta para solucionar el caso.
Se escondió detrás de uno de los pilares de granito del edificio para echarle otro vistazo a los libros de contabilidad. Repasó las columnas que había en cada página, con infinitud de entradas en tinta azul descolorida. Constaba todo: nombres de compradores, listas de productos químicos, cantidades, precios, direcciones de entrega, fechas… Las sustancias venenosas estaban en rojo. A Pendergast le iba a entusiasmar. Por supuesto, Leng habría hecho sus compras con seudónimo, y probablemente había dado una dirección falsa, pero no habría tenido más remedio que emplear el mismo seudónimo en todas sus compras. Como Pendergast ya había recopilado una lista con parte de los productos químicos empleados por el doctor (auténticas rarezas), nada era más fácil que cotejarla con las compras del libro de contabilidad y, de ese modo, averiguar el seudónimo de Leng. Si resultaba que usaba el mismo para otras operaciones, aquel librito les llevaría muy, pero que muy lejos.
Dedicó otro minuto a hojear los volúmenes, hasta que, con ellos bajo el brazo, reemprendió pensativo el camino hacia la calle Worth, el ayuntamiento y el metro. Los libros rojos cubrían el período entre 1917 y 1923, anterior al incendio de la farmacia. Se trataba, a todas luces, de los únicos artículos que habían sobrevivido al fuego. Pertenecían al abuelo, y los había vuelto a encuadernar el padre. Por eso el anticuario no se había molestado ni en mirarlos, porque parecían modernos. De hecho, había sido pura chiripa que él, en cambio…
Anticuario. Ahora que lo pensaba, le pareció sospechoso que a las pocas semanas de morirse el abuelo un marchante entrara en la farmacia como por casualidad, interesándose por la caja fuerte. Quizá el actual asesino hubiera precedido a O’Shaughnessy en la búsqueda de más información sobre las compras de sustancias químicas de Leng. No, imposible. Los asesinatos por imitación los había desencadenado el artículo, y aquello había sucedido antes. O’Shaughnessy se reconvino por no haber pedido una descripción del anticuario. Claro que siempre podía volver. Quizá Pendergast quisiera acompañarle.
De repente se detuvo. Sus pies le habían llevado por iniciativa propia más allá de la estación de metro, hasta la calle Ann. Iba a dar media vuelta cuando se dio cuenta de que no estaba lejos del 16 de la calle Water, la casa donde había vivido Mary Greene, y vaciló. Pendergast ya había ido con Nora, pero O’Shaughnessy aún no la había visto. Claro que tampoco había nada que ver, pero, bueno, ahora que estaba tan metido en el caso no quería perderse nada. Se acordó del Metropolitan, del vestido, tan patético, de la nota desesperada…
Valía la pena desviarse diez minutos. La cena no se iba a marchar. Siguió por la calle Ann hasta meterse por Gold, mientras silbaba «Casta diva», de la Norma de Bellini. Era el aria que más había cantado Maria Callas, y una de las favoritas de O’Shaughnessy. Estaba de buen humor. Redescubría que el trabajo de detective podía ser incluso divertido. Junto con otro redescubrimiento: el de su don innato para ello.
El sol, que estaba a punto de ponerse, apareció entre las nubes y proyectó ante O’Shaughnessy una sombra larga y solitaria. Tenía a la izquierda el viaducto de la calle South, y más lejos los muelles de East River. Durante el recorrido empezó a haber cada vez menos edificios de oficinas y bancos, y más casas de pisos, algunas con fachadas de ladrillo restauradas, en contraste con otras abandonadas y que parecían huecas. Empezaba a hacer fresquito, pero daba gusto recibir en la cara los últimos rayos de sol. Atajó por la calle John, a mano izquierda, y caminó hacia el río. Tenía delante una hilera de muelles antiguos. Algunos habían sido asfaltados y seguían en uso, mientras que los demás se caían a pedazos en el agua, con inclinaciones alarmantes; en algunos casos su mal estado era tal que habían quedado reducidos a dobles hileras de postes saliendo del agua. Cuando el sol se hubo puesto, el cielo se cubrió con una cúpula que iba del violeta al amarillo. En la otra orilla de East River, en las casas antiguas de Brooklyn, empezaban a encenderse las luces. O’Shaughnessy apretó el paso, viendo el vaho de su propia respiración.
Al cruzar la calle Pearl empezó a tener la sensación de que le seguían. No sabía muy bien a qué atribuir la sensación: ¿había oído algo subliminalmente, o era su sexto sentido de policía de calle? A pesar de ello, siguió caminando al mismo ritmo y sin girarse. Aunque estuviera suspendido de sus funciones, llevaba la pistola debajo del brazo, y sabía usarla. Pobre del atracador a quien le pareciera presa fácil.
Hizo un alto en su camino para contemplar el laberinto de calles que llevaban al río, y en ese momento la sensación se acentuó. Ya hacía tiempo que había aprendido a fiarse de esas sensaciones. Al igual que casi todos los policías de calle, había desarrollado un radar de gran sensibilidad, capaz de detectar cualquier anomalía. Cuando te convertías en policía, o se te desarrollaba deprisa ese radar, o te arrancaban el culo a tiros y te lo devolvían con papel de regalo y en una caja con un lacito rojo. O’Shaughnessy casi se había olvidado de que poseía esa intuición; llevaba muchos años en desuso, pero era una facultad a prueba de bombas. Siguió caminando hasta llegar a la esquina de Burling Slip, en cuya oscuridad se refugió, arrimándose al muro y sacando al mismo tiempo la Smith & Wesson. Esperó aguantando la respiración. Oía el eco del agua chocando con los muelles, el ruido lejano del tráfico y ladridos de perro; nada más.
Se asomó a la esquina. Aún quedaba bastante luz para ver claramente, y no advirtió ninguna presencia humana en las casas ni en los almacenes portuarios. Entonces salió a la luz crepuscular con la pistola a punto. Si le seguía alguien, vería la pistola. Y se marcharía.
Despacio, volvió a enfundar el arma y, tras un último vistazo a su alrededor, se metió por la calle Water. ¿Por qué seguía teniendo la sensación de que le seguían? Al fin y al cabo, tal vez su intuición había sido responsable de una falsa alarma. Al acercarse a la mitad de la manzana, y al número 16, le pareció ver algo oscuro escondiéndose al otro lado de la esquina, y oír un roce de zapatos en la acera. Entonces, olvidándose de Mary Greene, salió corriendo y se metió por la otra calle con la pistola en la mano por segunda vez.
La calle Fletcher estaba oscura y vacía, pero al fondo había una farola encendida, y gracias a su luz vio desaparecer, rauda, una sombra. No había confusión posible. Corrió manzana abajo y dobló otra esquina hasta frenar en seco. La calle, desierta, estaba siendo cruzada por un gato negro con la cola tiesa, cuya punta se movía a cada paso. O’Shaughnessy estaba a pocas manzanas del mercado de Fulton, con el viento de cara, y se le metió en la nariz un hedor a pescado. Llegó flotando del puerto la nota triste de una sirena de remolcador. Se rio solo, avergonzado. No solía ser propenso a las paranoias, pero no había otra palabra. Había estado persiguiendo a un gato. Señal de que el caso debía de estar afectándole. Se colocó bien los libros y siguió caminando hacia el oeste, en dirección a Wall Street y el metro.
Esta vez, sin embargo, no cabía duda: pasos, y cerca. Una tos débil. Se giró y volvió a sacar la pistola. Había oscurecido tanto que ya no se distinguía bien el contorno de la calle, ni de los muelles viejos, ni tampoco de los portales de piedra. Quienquiera que fuese el que le seguía, era tenaz y habilidoso. No se trataba de ningún atracador. En cuanto a la tos, era un farol. Quería que O’Shaughnessy supiera que le seguían. Intentaba darle miedo, ponerle nervioso y empujarle a cometer un error. O’Shaughnessy dio media vuelta y echó a correr, pero no de miedo, o no del todo, sino para que el otro le siguiera. Corrió hasta la siguiente bocacalle, se metió por ella y llegó hasta la mitad de la manzana. Entonces se detuvo, volvió sobre sus pasos en silencio y se escondió en la oscuridad de un portal. Le pareció oír a alguien corriendo. Arrimado a la puerta del fondo, esperó con la pistola en la mano, listo para saltar.
Silencio; un silencio que se prolongó un minuto, dos… hasta cinco. Pasó despacio un taxi que asaetaba la niebla y la noche con los faros. O’Shaughnessy salió del portal con pies de plomo y miró alrededor. Otra vez no había nadie. Lentamente, sin apartarse de los edificios, empezó a caminar por la acera en sentido contrario, hacia el punto de donde venía. Quizá su perseguidor se hubiera metido por otra calle. O se había rendido. A menos que fueran imaginaciones suyas, al fin y al cabo.
Fue en ese momento cuando una silueta oscura salió de un portal, y cuando a O’Shaughnessy le taparon la cabeza con algo, y se lo apretaron en el cuello; el momento en que invadió bruscamente su nariz el olor dulzón y repugnante de algo químico. Una de sus manos se levantó hacia la capucha, mientras la otra apretaba el gatillo entre convulsiones. Lo siguiente fue caer, caer interminablemente.
El ruido del disparo resonó por la calle desierta, rebotando por los viejos edificios hasta apagarse del todo. Entonces el silencio volvió a adueñarse de los muelles y de las calles, que se habían quedado vacías.