Suspirando exageradamente, William Smithback se acomodó en el banco de madera gastada del reservado del fondo de la Blarney Stone Tavern. El local, situado frente al acceso sur al Museo de Historia Natural, acogía a todas horas al personal de la institución, que lo había bautizado el Huesos a causa de la propensión del dueño a cubrir cualquier trocito libre de pared con huesos de todos los tamaños, formas y especies. A los chistosos del museo les gustaba airear la teoría de que si la policía retirara los huesos para examinarlos, se resolverían la mitad de los casos pendientes de desaparecidos de la ciudad.
En los últimos años, Smithback había pasado en la taberna largas tardes y noches, con sus libretas y el portátil salpicados de cerveza y trabajando en varios libros, tanto el de los asesinatos del museo como su sucesor, el de la «matanza del metro». Para él siempre había sido como una segunda casa, un refugio contra los problemas del mundo. Aquella noche, sin embargo, y por primera vez, el Huesos no le procuraba ningún consuelo. Se acordó de una cita (quizá de Brendan Behan) sobre tener una sed tan grande que hacía sombra. Era como se sentía.
Había pasado la peor semana de su vida, empezando por la metedura de pata con Nora y acabando por la entrevista inútil a Fairhaven. Para colmo, el maldito Post le robaba dos veces la exclusiva, y ni más ni menos que por obra de su eterno enemigo, Bryce Harriman: primero con lo de la turista asesinada en Central Park, y luego con lo de los huesos descubiertos en la calle Doyers. La noticia le pertenecía por derecho. ¿Cómo era posible que el mequetrefe de Harriman hubiera conseguido una exclusiva? ¡Sino se la daba ni su novia! ¿Qué contactos tenía? Pensar que a él, a Smithback, le hubieran dejado fuera con el grupo de plumillas de tres al cuarto, mientras Harriman recibía trato preferente e información privilegiada… Pero ¡qué ganas de tomarse una copa, por Dios!
Llegó el camarero, que tenía las orejas caídas y unas facciones de pobre desgraciado que a Smithback casi le resultaban tan familiares como las propias.
—¿Lo de siempre, señor Smithback?
—No. ¿Tienes Glen Grant de cincuenta años?
—Sí, a treinta y seis dólares —dijo el camarero, apesadumbrado.
—Pues tráeme uno, que quiero beber algo tan viejo como me siento yo.
El camarero volvió a desaparecer en la penumbra y el humo del local. Smithback consultó su reloj y miró alrededor malhumoradamente. Había llegado diez minutos tarde, pero estaba visto que O’Shaughnessy le ganaba a impuntual. Smithback odiaba a los que tardaban más que él. Casi tanto como a los puntuales.
El camarero reapareció con una copa grande de coñac, en cuyo fondo había menos de dos dedos de líquido de color ámbar, y la depositó con reverencia delante de Smithback. El periodista se la acercó a la nariz, hizo que el líquido diera vueltas e inhaló su aroma embriagador a malta, humo y agua pura de las Highlands, un agua que, como decían los escoceses, se había filtrado por turba y granito. Ya se encontraba mejor. Al bajar la copa vio a Boylan, el dueño, en la parte delantera del local, sirviendo por encima de la barra un combinado de cerveza rubia y negra, con un brazo que parecía tallado en una rama de tabaco de mascar. Detrás estaba O’Shaughnessy, que acababa de entrar y buscaba con la mirada. Smithback hizo señas con la mano y apartó la vista de aquel traje de poliéster barato, que, a pesar de la poca luz y la humareda de puro, casi brillaba. ¿Cómo se podía concebir un traje así en una persona más o menos decente?
—¿A quién tenemos aquí? —dijo al ver a O’Shaughnessy acercarse, con una desastrosa imitación del acento irlandés.
—El mismo que viste y calza —contestó O’Shaughnessy, siguiéndole el juego mientras tomaba asiento al otro lado.
Volvió a aparecer el camarero como por arte de magia, e inclinó la cabeza con un gesto cortés.
—Sírvele lo mismo —dijo Smithback, y añadió—: Ya sabes, el de doce años.
—Sí, claro —dijo el camarero.
—¿Qué es? —preguntó O’Shaughnessy.
—Glen Grant. Un malta escocés. El mejor whisky del mundo. Invito yo.
O’Shaughnessy sonrió, burlón.
—¿Cómo? ¿Piensa obligarme a que me trague una bebida de protestante orangista de mierda? Eso es como escuchar a Verdi traducido. Preferiría un Powers.
Smithback se estremeció.
—¿Ese mejunje? Piense que el whisky irlandés vale más para limpiar motores que para bebérselo. Los irlandeses destacan en literatura, y los escoceses en whisky.
El camarero se marchó y volvió con otra copa para coñac. Smithback esperó a que O’Shaughnessy lo hubiera olido, y a que, con una mueca, se hubiera tomado el primer trago.
—Se puede beber —dijo el sargento al cabo de un rato.
Silenciosamente, entre trago y trago, Smithback observó de reojo al policía que tenía delante. Él, de momento, y en contraste con lo mucho que había largado sobre Fairhaven, no había sacado nada del acuerdo. A pesar de todo, O’Shaughnessy le estaba cayendo bien. Su visión de la vida, lacónica, cínica e incluso fatalista, estaba hecha a la medida de los dos. Suspiró y se apoyó en el respaldo.
—Y bien, ¿qué novedades hay?
O’Shaughnessy puso enseguida mala cara.
—Me han despedido.
Smithback se incorporó de golpe.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—Ayer. Bueno, lo que se dice despedido, de momento, no; estoy suspendido de mis funciones, y van a abrir una investigación. —De repente levantó la vista—. Que quede entre nosotros, ¿eh?
Smithback volvió a apoyar la espalda.
—Sí, claro.
—La semana que viene me recibirá la junta sindical, pero se ve que lo tengo crudo.
—¿Por qué? ¿Por pluriempleo?
—Custer, que está cabreado y sacará trapos sucios de hace tiempo. Un soborno que acepté hace cinco años. Sumándole lo de insubordinación y desobediencia a las órdenes, tendrá bastante para que se me carguen.
—Gordo de mierda…
Se produjo otro silencio, mientras Smithback pensaba: Otra fuente con posibilidades que se me va al garete. Lástima, porque es buen tío.
—Ahora trabajo para Pendergast —añadió O’Shaughnessy en voz muy baja y con la copa entre las manos.
Como sorpresa, superaba a la anterior.
—¿Pendergast? ¿Y eso?
Quizá no estuviera todo perdido.
—Necesitaba un chico para todo, alguien que se patee las calles y le ayude a seguir pistas. Al menos, eso es lo que ha dicho. Mañana tengo que ir al East Village y meter las narices en una farmacia que, según Pendergast, puede ser donde compraba Leng los componentes.
—Caray.
Interesante novedad: O’Shaughnessy trabajando para Pendergast, sin las restricciones policiales sobre el trato con la prensa. La situación podía incluso haber mejorado.
—Si descubre algo, ¿me lo contará? —preguntó Smithback.
—Depende.
—¿De qué?
—Del uso que pueda darle en nuestro beneficio.
—No sé si le entiendo.
—¿No es reportero? ¿No investiga?
—¡Que si investigo, dice! ¿Por qué? ¿Necesitan que les ayude? —Smithback apartó la vista—. ¿Qué diría Nora si colaboro con ella?
—No lo sabe. Pendergast tampoco.
Smithback volvió a mirar al sargento con cara de sorpresa, pero no le vio dispuesto a seguir explicándose. Pensó: No sirve de nada intentar sonsacarle información a este tío; esperaré a que esté maduro. Entonces cambió de estrategia.
—Bueno ¿y qué le ha parecido mi informe sobre Fairhaven?
—Largo, muy largo. Gracias.
—Siento decirlo, pero me parece que sólo había paja.
—Pues parece que a Pendergast le gustó, porque me dijo que le felicitara.
—Es un buen tipo —dijo Smithback con cautela.
O’Shaughnessy asintió y bebió un poco de whisky.
—Sí, pero siempre te da la sensación de que sabe más de lo que dice. Tanto hablar de que tenemos que ir con pies de plomo, de que corremos peligro de muerte, y al final nunca quiere explicar porqué. Hasta que en el momento más inesperado te suelta la bomba. —Entornó los ojos—. Que es donde podría intervenir usted.
Ahora, ahora, pensó Smithback.
—Quiero que investigue un poco, y que se entere de algo para mí. —O’Shaughnessy titubeó—. Es que tengo miedo de que la herida de Pendergast sea más grave de lo que pensábamos. Tiene una teoría que es una locura; tanto, que al oírla casi paso de él.
—¿Ah, sí?
Smithback bebió un traguito de whisky como si nada, esmerándose en disimular su interés. Tenía muy claro lo que podían llegar a ser las «teorías» de Pendergast.
—Sí. Y no es que no me guste trabajar en esto, ¿eh? De hecho, me sentaría fatal dejarlo, pero las investigaciones absurdas no me interesan.
—Lógico. ¿Y qué teoría es?
Esta vez el titubeo de O’Shaughnessy fue más pronunciado. Se notaba que no sabía qué hacer. Smithback apretó los dientes y pensó: Venga, invítale a otra copa. Hizo señas al camarero y le dijo:
—Vamos a tomar otra ronda.
—Para mí un Powers.
—Bueno, como quiera. Sigo invitando yo.
Esperaron a que les trajeran la segunda ronda.
—¿Qué tal en el periódico? —preguntó O’Shaughnessy.
—Fatal. El Post me ha robado la exclusiva. Y dos veces.
—Sí, me he dado cuenta.
—Me habría ido de perlas que me ayudaran, Patrick. Estuvo muy bien avisarme por teléfono de lo de la calle Doyers, pero no conseguí entrar.
—Oiga, que yo le di el chivatazo. Lo de meterse allí ya es cosa de usted.
—¿Cómo consiguió Harriman la exclusiva?
—Ni idea. Sólo sé que a usted le odian. Le culpan de haber provocado los asesinatos por imitación.
Smithback negó con la cabeza.
—Seguro que dentro de nada me echan.
—¿Por una exclusiva? No.
—Dos. Además, no sea tan ingenuo, Patrick, que esto de la prensa es un mundo que está lleno de vampiros, y o chupas sangre o te la chupan.
La metáfora no había acabado de sonar como quería Smithback, pero su contenido estaba claro. O’Shaughnessy se rio sin ganas.
—Sí, también sería una manera de describir mi profesión. —Se puso más serio—. Pero ya sé qué es que te echen.
Smithback se inclinó y adoptó una expresión de confidencialidad. Había llegado el momento de presionar un poco.
—¿Y la teoría de Pendergast?
O’Shaughnessy bebió un poco de whisky. Parecía haber tomado una decisión interna.
—Si se lo cuento, ¿usará sus recursos para ver si hay alguna posibilidad de que sea verdad?
—Cuente conmigo. Haré todo lo que pueda.
—¿Y guardará el secreto? ¿No escribirá ningún artículo, al menos de momento?
Smithback consiguió asentir, aunque le doliera.
—Bueno. —O’Shaughnessy negó con la cabeza—. Aunque, de hecho, tampoco lo podría publicar, porque es impublicable.
Smithback asintió.
—Ya.
Cada vez tenía mejor pinta. O’Shaughnessy le miró.
—Según Pendergast, el tío ese, Leng, aún está vivo. Dice que consiguió alargarse la vida.
Al oírlo, Smithback se quedó frío, anonadado por la decepción.
—Maldita sea, pues sí que es una locura, sí. Vaya ridiculez.
—Ya le había avisado.
Le embargó la desesperación. Era peor que nada. Pendergast estaba fuera de sus cabales. Todo el mundo sabía que había un asesino por imitación suelto por la ciudad. ¿Vivo, Leng, después de siglo y medio? Tuvo la impresión de que la noticia que buscaba se alejaba a marchas forzadas, y apoyó la cabeza en las dos manos.
—¿Cómo?
—Según Pendergast, el análisis de los huesos de la calle Doyers, el informe de la autopsia de la calle Catherine y los resultados de la de Doreen Hollander coinciden punto por punto en las marcas.
Smithback seguía negando con la cabeza.
—¿O sea, que Leng lleva matando… ciento treinta años?
—Según Pendergast, sí. Dice que aún vive por Riverside Drive.
Smithback se quedó un rato callado, jugando con las cerillas. A Pendergast le hacían falta unas largas vacaciones.
—Le ha pedido a Nora que examine escrituras antiguas y encuentre las casas de antes de mil novecientos que no se dividieron en apartamentos. Busca escrituras de propiedad que lleven muchísimo tiempo sin pasar por ningún trámite.
Pues menuda pérdida de tiempo, pensó Smithback. ¿Qué mosca le ha picado a Pendergast? Se acabó la copa, que ya no le sabía a nada.
—No se olvide de lo que me ha prometido. ¿Lo investigará? ¿Buscará en las necrológicas y consultará números viejos del Times por si hay algo, aunque sea poco? ¿Se enterará de si hay la más remota posibilidad de que Pendergast tenga razón?
—Sí, descuide.
Vaya con la bromita. Ahora Smithback se arrepentía de haber dado su consentimiento, porque sólo significaría más tiempo perdido.
O’Shaughnessy puso cara de alivio.
—Gracias.
Smithback se guardó las cerillas en el bolsillo, apuró la copa e hizo señas al camarero.
—¿Qué se debe?
—Noventa y dos dólares —dijo el camarero, cariacontecido.
Sin tíquet, como de costumbre. Smithback estaba seguro de que una buena parte se la embolsaba el propio camarero.
—¡Noventa y dos dólares! —exclamó O’Shaughnessy—. ¿Cuántas copas se había tomado antes de llegar yo?
—Patrick, en esta vida lo bueno nunca es gratis —dijo Smithback, apenado—. Y el malta escocés de verdad, menos que nada.
—Piense en los niños que se mueren de hambre.
—Y usted en los periodistas que se mueren de sed. La próxima vez, invita usted. Sobre todo si vuelve a venir con algo igual de descabellado.
—Ya le había avisado. Ah, y espero que no le moleste que tomemos Powers, porque una cuenta así no la paga un irlandés ni muerto. Los únicos capaces de cobrar tanto por una copa son los escoceses.
Smithback, pensativo, se metió por la avenida Columbus, y de repente dejó de caminar. La teoría de Pendergast era absurda, pero le había dado una idea. Con tanto barullo sobre los asesinatos por imitación y los descubrimientos de la calle Doyers, nadie había seguido seriamente la pista de Leng. ¿Quién era? ¿De dónde era? ¿Dónde se había licenciado en medicina? ¿Qué relación tenía con el museo? ¿Dónde vivía?
Buena idea, sí señor. Un artículo sobre el doctor Enoch Leng, asesino en serie. Eso sí que era dar en el clavo. Podía ser perfectamente lo que le salvara de ser despedido del Times.
Cuanto más lo pensaba, mejor le parecía. En cuanto a fechas, Leng era anterior a Jack el Destripador. «Enoch Leng: retrato del primer asesino en serie de Estados Unidos». Podía dar para un artículo de portada en el dominical del Times. Así mataría dos pájaros de un tiro: por un lado, cumplía su promesa de investigar para O’Shaughnessy, y, por el otro, se informaba sobre Leng. Y sin faltar a la discreción con nadie, naturalmente que no; porque, una vez establecida la fecha de la muerte del doctor, la teoría descabellada de Pendergast ya no se sostendría.
De repente tuvo un escalofrío de miedo. ¿Y si Harriman ya estaba investigando al mismo personaje? Más le valía poner manos a la obra cuanto antes. Al menos tenía una ventaja muy grande sobre Harriman: que investigando era un hacha. Empezaría por la hemeroteca del periódico, buscando breves, menciones a Leng, Shottum o McFadden. Buscaría, también, asesinatos que coincidieran con el modus operandi de los de Leng: la disección de la médula espinal, que era su marca de fábrica. Además, seguro que había más víctimas que las que habían aparecido en las calles Catherine y Doyers, y quizá en algunos casos se hubieran descubierto y lo recogiera la prensa de la época.
Otra fuente era el archivo del museo, que Smithback, gracias a proyectos de libros anteriores, se conocía al dedillo. Leng había tenido relación con el museo. En cuanto a información, el archivo era una mina de oro. Sólo había que saber buscar.
De paso conseguía otra ventaja: la posibilidad de darle a Nora los datos que buscaba sobre el lugar de residencia de Leng. Ese gesto podía ser la manera de volver a encarrilar su relación. Y a saber si al mismo tiempo no encarrilaría la investigación de Pendergast.
En el fondo, la entrevista con O’Shaughnessy no había sido una pérdida de tiempo.