Nora Kelly ya sabía por qué la convocaban. Cómo no, si había visto el artículo en la edición matinal. Era la comidilla, no ya del museo, sino seguramente de toda Nueva York, y adivinaba su efecto sobre alguien como Brisbane. Desde primera hora había esperado el momento de que la avisaran; aviso que se había concretado ahora, a las diez menos cinco. Brisbane había esperado hasta las diez menos cinco. Seguro que para tenerla en vilo. Se preguntó si significaría que le concedía cinco minutos para desaparecer del museo. No le extrañaría.
En la puerta de Brisbane faltaba la placa. Llamó, y la secretaria la hizo pasar.
—Siéntese, por favor.
Era una mujer mayor y demacrada, y se notaba que estaba de mal humor. Nora se sentó y pensó: maldito Bill. ¿Cómo se le había ocurrido? De acuerdo, era impulsivo (tendía a actuar antes de activar el córtex), pero esta vez se había pasado de la raya. Nora iba a ponerse sus tripas de tirantes, como habría dicho su padre. Le cortaría los testículos, los ataría a una correa y se los pondría en la cintura, como unas boleadoras. ¡Con lo crucial que era el empleo para Nora, e iba el tío y prácticamente le rellenaba el formulario de despido! ¿Cómo, cómo había sido capaz de hacerle algo así?
Sonó el teléfono de la secretaria.
—Ya puede pasar.
Nora accedió al despacho interior. Brisbane estaba al lado del escritorio, poniéndose la pajarita delante de un espejo. Llevaba pantalones negros con una franja de raso, y camisa almidonada con botones de nácar. En la silla había una chaqueta de esmoquin. Nora se quedó a un paso de la puerta, pero Brisbane no dijo ni hizo nada indicativo de que la hubiera visto entrar. Observó la destreza con que se hacía el nudo de la pajarita.
El vicepresidente se decidió a hablar.
—Doctora Kelly, en las últimas horas he averiguado muchas cosas sobre usted.
Nora se quedó callada.
—Por ejemplo, sobre una expedición desastrosa al desierto del sudoeste en la que quedó en entredicho su capacidad de liderazgo, e incluso científica. Y sobre un tal William Smithback, del Times. No sabía que fuera tan amiga suya.
Se tomó unos segundos para enderezar la pajarita, que sobresalía de un cuello blanquecino y escuálido como de gallina, parecido acentuado por el gesto de forzarlo.
—Tengo entendido, doctora Kelly, que entró en el archivo con personas ajenas al personal de este museo, infringiendo gravemente sus normas.
Siguió tensando y ajustando, mientras Nora permanecía callada.
—Es más: ha estado empleando sus horas de trabajo en ayudar al agente del FBI, no en trabajar. Otra infracción clarísima.
Nora sabía que era inútil recordarle a Brisbane que el permiso lo había otorgado él, aunque fuera en contra de su voluntad.
—Termino: otra cosa que infringe las normas del museo es tener contacto con la prensa sin pasar por el departamento de relaciones públicas. La normativa existe por algo, doctora Kelly. No es simple burocracia. Tiene que ver con la seguridad del museo y la integridad de sus colecciones, de su archivo y sobre todo de su prestigio. ¿Me entiende?
Nora miró a Brisbane, pero no se le ocurría nada que decir.
—Su conducta ha sido motivo de una gran preocupación en el museo.
—Oiga —dijo ella—, si piensa despedirme, vaya al grano.
Brisbane se decidió a mirarla, componiendo una falsa expresión de sorpresa en su cara rosada.
—¿Quién ha dicho la palabra despedir? No sólo no la despedimos, sino que le prohibimos presentar la dimisión.
Nora le miró azorada.
—Va a quedarse en el museo, doctora Kelly. Piense que ahora mismo es la gran protagonista. El doctor Collopy está de acuerdo. Después de un artículo tan interesado y favorable a su persona, no se nos ocurriría ni locos dejar que se marchara. Está blindada. Al menos de momento.
A medida que escuchaba, Nora pasó de la sorpresa a la indignación. Brisbane dio un golpecito a la pajarita, se echó el último vistazo en el espejo y se giró.
—Quedan suspendidos todos sus privilegios. Desde ahora ya no tiene acceso a las colecciones centrales del archivo.
—¿Y al servicio de señoras?
—Prohibido tratar de cuestiones relativas al museo con personas ajenas a él, sobre todo con el agente del FBI y el periodista, Smithback.
De ése no hace falta que te preocupes, pensó Nora, furibunda.
—Lo sabemos todo sobre él. Abajo hay un expediente como de treinta centímetros de grosor. Supongo que sabe que hace unos años escribió un libro sobre el museo. Fue antes de que me contrataran, y no lo he leído, pero dicen que no era precisamente de premio Nobel. Desde entonces, aquí es persona non grata.
La miró a los ojos con frialdad y sin pestañear.
—Aparte de eso no hay cambios. ¿Esta noche irá a la inauguración de la nueva sala de primates?
—No lo tenía planeado.
—Pues empiece a planearlo, que por algo es la empleada de la semana. La gente querrá verla con energía y contenta. De hecho, el museo va a emitir un comunicado de prensa sobre nuestra heroína, la doctora Kelly, y aprovechará para llamar la atención sobre el civismo del museo, y nuestra larga historia de servicio público a la ciudad. No hace falta que le diga que, si le preguntan sobre el tema, su deber es sacar balones fuera: conteste que todo su trabajo, sin excepción, es rigurosamente confidencial. —Brisbane cogió la chaqueta de la silla y se la puso con mucho cuidado. Después se quitó un hilo suelto del hombro y se alisó el cabello, impecable—. Confío en que encuentre un vestido adecuado en su ropero. Agradezca que no sea uno de los bailes de etiqueta que últimamente gustan tanto en el museo.
—¿Y si me niego? ¿Y si no me presto al programa?
Brisbane se abrochó los gemelos y volvió a girarse hacia ella. Después desvió la mirada hacia la puerta, y Nora le imitó.
En ella estaba el doctor Collopy en persona, con las manos enlazadas. Durante sus paseos silenciosos por las salas del museo, el director ofrecía una imagen amedrentadora, por no decir siniestra: delgado, vestido con severidad, dotado de un perfil de diácono anglicano, la rigidez de su postura intimidaba. Perteneciente a una larga estirpe de científicos e inventores respetables, era un hombre de actitud enigmática y de voz sosegada que jamás parecía levantar. Como remate, tenía en propiedad una casa antigua en West End Avenue, teatro, desde hacía poco tiempo, de su vida conyugal con una chica de bandera, cuarenta años menor. Esta última relación suscitaba un sinfín de comentarios y conjeturas obscenas.
Por una vez, sin embargo, al director Collopy le faltaba poco para sonreír. Dio un paso. Los rasgos angulosos de su pálida cara parecían haberse suavizado y animado; tanto, que llegó al extremo de estrechar la mano de Nora entre dos palmas secas, mientras la miraba atentamente a los ojos. En reacción a su mirada, Nora experimentó un vago hormigueo que la cogió totalmente por sorpresa y la llevó a comprender de pronto qué debía de haber visto la jovencísima esposa: que, tras aquella fachada impenetrable, se escondía un hombre de gran vitalidad. La sonrisa de Collopy, al producirse —porque a la larga se produjo—, fue como ver encenderse una antorcha. Nora se sintió bañada en una irradiación de encanto y de energía.
—Nora, conozco sus investigaciones, y he estado siguiéndolas con grandísimo interés. La teoría de que las ruinas de Chaco Canyon puedan estar influidas por los aztecas, o haber sido construidas por ellos, incluso, es… importante; rompedora, si me apuran.
—Entonces…
Collopy la interrumpió con una ligera presión en la mano.
—No estaba al corriente del recorte presupuestario en su departamento. Aquí no se ha salvado nadie de apretarse el cinturón, pero es posible que hayamos pecado de cierta indiscriminación.
Nora obedeció al impulso de mirar a Brisbane, pero la expresión facial del vicepresidente se había vuelto hermética, ilegible.
—Por suerte, estamos a tiempo de devolverle los fondos, y no sólo eso, sino de añadirles los dieciocho mil dólares que necesita para esas dataciones tan cruciales con carbono catorce. De hecho, el tema me interesa de manera personal. De niño visité las ruinas de Chaco con el doctor Morris en persona, y se me ha quedado grabado su esplendor.
—Gracias, pero…
Otra leve presión.
—No, por favor, no me las dé. Es el señor Brisbane quien ha tenido la amabilidad de someter el tema a mi atención. Sus investigaciones en el centro, Nora, son importantes; darán prestigio al museo, y estoy dispuesto a ponerlo todo de mi parte para que salgan bien. Si necesita algo, llámeme. A mí personalmente.
Le soltó la mano con delicadeza, y se giró hacia Brisbane.
—Tengo que ir a preparar el discurso. Gracias.
De repente ya no estaba.
Nora miró a Brisbane, pero su superior mantenía el mismo hermetismo facial de antes.
—Ya sabe qué pasará si se ajusta al programa —dijo él—. En cuanto a las consecuencias de la otra alternativa, prefiero no comentárselas.
Se giró hacia el espejo y se miró por última vez.
—Hasta esta noche, doctora Kelly —dijo afablemente.