El doctor Frederick Watson Collopy, toda una eminencia majestuosamente aposentada ante el gran escritorio forrado de cuero del siglo XIX, reflexionaba sobre las personas de ambos sexos que le habían precedido en tan augusto cargo. En los años de gloria del museo —la época en que aquel escritorio aún era nuevo, por ejemplo—, sus directores habían sido auténticos visionarios, a la vez exploradores y científicos. Se deleitó en sus nombres: Byrd, Throckmorton, Andrews… Nombres que el tiempo había vuelto dignos de grabarse en bronce. Procedió a leer los de los dos ocupantes más recientes de aquel espléndido despacho esquinero, y se le agrió un poco el humor: Winston Wright, cuya gestión había sido tan poco acertada, y su fugaz sucesora Olivia Merriam. Nada más satisfactorio, para Collopy, que haber devuelto al cargo su dignidad y eficacia. Se tocó la barba acicalada y, meditabundo, se puso un dedo sobre los labios.
A pesar de todo, volvía a sentir lo de siempre: una melancolía que se resistía a abandonarle.
Le habían encomendado una serie de sacrificios con el objetivo de salvar al museo. Personalmente le apenaba que hubiera que relegar la investigación científica en beneficio de las galas, las salas nuevas y lujosas y las exposiciones multitudinarias. «Multitudinario». Le repugnaba la palabra, pero las circunstancias eran las que eran: Nueva York en los albores del siglo XXI. Los que no aceptasen las reglas se verían apeados del convoy. De hecho, ni los más nobles antecesores de Collopy habían dejado de llevar su cruz. Era necesario doblegarse a los imperativos de cada época. El museo había sobrevivido: he ahí lo importante, lo fundamental.
Entonces pensó en lo distinguido de su propio linaje científico: su tío bisabuelo Amasa Greenough, amigo de Darwin y famoso por el descubrimiento del rape quitinoso de Indochina; su tía abuela Philomena Watson, autora de investigaciones seminales entre los nativos de Tierra del Fuego; su abuelo Gardner Collopy, prestigioso herpetólogo. Pensó en sí mismo, en la experiencia extraordinaria que, allá en su impulsiva juventud, había supuesto volver a clasificar los póngidos. Con suerte, y un margen suficiente de años, quizá su trayectoria rivalizara con la de los mejores directores del pasado. Quizá también grabaran su apellido en bronce, y lo expusieran en la Gran Rotonda, a la vista de todos.
Seguía inerme ante la melancolía que se había apoderado de su ser. No le estaban sirviendo de nada aquellas reflexiones, y eso que solían serenarle. Se sentía desplazado, pasado de moda, obsoleto. Ni siquiera el recuerdo de su bella y joven esposa, con quien tan gozosamente había jugueteado antes de desayunar, logró librarle de la pesadumbre.
Paseó la mirada a lo largo y ancho del despacho: chimeneas de mármol rosado, ventanas curvas con vistas a Museum Drive, paneles de roble ennoblecidos por una pátina de siglos, cuadros de Audubon y De Clefisse… Después se contempló a sí mismo: traje oscuro, de corte anticuado y casi clerical, pechera blanca almidonada, pajarita de seda en señal de independencia de ideas y acciones, zapatos hechos a mano… Y, por encima de todo (su vista recayó en el espejo de encima de la repisa de la chimenea), un rostro bien parecido, elegante, incluso, pese a un toque de severidad; un rostro que aguantaba con gran dignidad el peso de los años.
Suspirando un poco, se giró hacia el escritorio. Quizá le entristecieran las últimas noticias, que acechaban en grandes titulares desde encima de la mesa: aquel artículo tan deleznable, debido a la pluma del mismo granuja que en el 95 había metido en líos al museo. Hasta entonces Collopy había tenido la esperanza de que para calmar las aguas bastara la medida de retirar los materiales problemáticos del archivo, pero ahora había que contar con la carta. Era, a todos los niveles, un desastre potencial: su plantilla involucrada, un agente del FBI merodeando, y Fairhaven, uno de los principales mecenas de la institución, en entredicho. Frente a tantas posibilidades, a cual más ingrata, Collopy notó que le daba vueltas la cabeza. O se tomaban medidas, o el asunto amenazaba con deslucir su gestión. Como mínimo.
No, eso ni lo pienses, se dijo Frederick Watson Collopy. Ya lo solucionaría. Con la estrategia correcta, hasta los peores escenarios (palabra de moda) podían remediarse. En efecto, era lo que hacía falta: una estrategia sutil, y puesta en práctica con la mayor habilidad. Esta vez, pensó, el museo no reaccionará con la visceralidad de siempre. No, el museo no condenaría la investigación, ni protestaría contra el expolio de su archivo. No denunciaría las actividades sospechosas de aquel agente del FBI, como tampoco eludiría su responsabilidad, ni recurriría a evasivas o encubrimientos. Nada de acudir en ayuda de su mayor mecenas, Fairhaven. Al menos de puertas afuera. ¡Con lo mucho que se podía hacer con ellas cerradas, por decirlo de algún modo! Aplicar, con discreción y estrategia, las palabras adecuadas; tranquilizar o inquietar, según los casos; gastar dinero en tal cosa y tal otra… Todo suave, muy suavemente.
Apretó un botón de su intercomunicador, y dijo afablemente:
—Señorita Surd, dígale al señor Brisbane, si es tan amable, que venga a mi despacho en el momento que le convenga.
—Sí, doctor Collopy.
—Muchísimas gracias, señorita Surd.
Soltó el botón y se apoyó en el respaldo. Después, con gran cuidado, dobló el New York Times y lo dejó donde no pudiera verlo; y, por primera vez desde que había salido de su dormitorio, sonrió.