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Patrick Murphy O’Shaughnessy estaba sentado en el despacho del capitán del distrito, esperando a que su superior terminara de hablar por teléfono. Llevaba cinco minutos de espera, pero de momento Custer ni siquiera le había mirado. Claro que por él… Miró las paredes sin interés y, tras un recorrido visual por varias distinciones al mérito y trofeos en campeonatos de tiro del departamento, su vista recaló en el cuadro de la pared del fondo. Representaba una cabaña en una ciénaga, de noche y con luna llena, iluminando el agua con la luz amarillenta de sus ventanas. Para los hombres del distrito séptimo era fuente inagotable de regocijo que su capitán, con todo su amaneramiento y sus pretensiones de hombre culto, se enorgulleciera de decorar su despacho con semejante bodrio. Hasta habían comentado la posibilidad de hacer una colecta para comprar otro cuadro menos horripilante. Hasta entonces, O’Shaughnessy había sido el primero en reírse, pero ahora le parecía patético. Como tantas otras cosas.

El impacto del auricular con la base del teléfono le sacó de su ensimismamiento. Levantó la mirada y vio a Custer pulsando el botón del intercomunicador.

—Entre, por favor, sargento Noyes.

O’Shaughnessy apartó la vista. Era mala señal. Herbert Noyes, objeto de un traslado reciente desde asuntos internos, era el nuevo ayudante personal de Custer, y su lameculos número uno. Decididamente, se fraguaba algo malo.

Noyes entró casi enseguida en el despacho, con su habitual sonrisa empalagosa quebrando la suavidad de líneas de su cabeza de hurón. Saludó educadamente a Custer con la cabeza y, sin hacerle el menor caso a O’Shaughnessy, se sentó en la silla que quedaba más cerca de la mesa del capitán, mascando su sempiterno chicle. Era tan poquita cosa que casi no hundió la piel burdeos del asiento. Había llegado muy deprisa, como si hubiera estado al acecho justo al otro lado de la puerta. O’Shaughnessy comprendió que era probable.

Por fin Custer se decidió a mirarle.

—¡Paddy! —dijo con su voz aguda y poco enérgica—. ¿Qué, cómo le va al último poli irlandés que queda?

O’Shaughnessy dejó pasar la cantidad justa de silencio para ser insolente, y luego contestó:

—Me llamo Patrick, señor.

—Patrick, Patrick. Creía que te llamaban Paddy —añadió Custer, pero un poco menos campechano.

—Y en el cuerpo aún quedan muchos irlandeses.

—Ya, ya, pero ¿cuántos hay que se llamen Patrick Murphy O’Shaughnessy? Vaya, qué hay más irlandés que eso… Es como Chaim Moishe Finkelstein, o Vinnie Scarpetta Gotti della Gambino: étnico. Oye, pero no lo entiendas mal, ¿eh?, que lo étnico está bien.

—Mucho —dijo Noyes.

—Yo siempre digo que en la policía nos hace falta diversidad. ¿A que sí?

—Sí, claro —respondió O’Shaughnessy.

—Bueno, Patrick, la cuestión es que tenemos un problema: hace unos días descubrieron treinta y seis esqueletos en un solar en obras del distrito. Puede que te suene. La investigación la supervisé yo personalmente. La constructora es Moegen-Fairhaven. ¿La conoces?

—Por supuesto.

O’Shaughnessy miró intencionadamente la pluma Montblanc de gran tamaño que asomaba por el bolsillo de la camisa de Custer. El año antes, para Navidad, el señor Fairhaven le había regalado una a cada capitán de distrito de Manhattan.

—Una gran empresa, con mucho dinero y muchas amistades. Y buena gente. La cuestión, Patrick, es que los esqueletos tienen más de un siglo. Nuestra opinión es que en el siglo diecinueve los asesinó algún pirado y los escondió en un sótano. ¿Qué, me vas siguiendo?

O’Shaughnessy asintió.

—¿Tienes experiencia con el FBI?

—No.

—Tienen la manía de tomar por idiotas a los polis que trabajan. Les gusta no informarnos de nada. Así se divierten.

—Sí, es como un juego —dijo Noyes con un ligero movimiento de su reluciente cabeza.

Conseguía algo difícil: dar aspecto grasiento a un corte de pelo a cepillo.

—Exacto —dijo Custer—. ¿Ves por dónde vamos, Patrick?

—Sí.

Que se le iba a asignar una mierda de misión relacionada con el FBI: eso era lo que veía O’Shaughnessy.

—Me alegro. No sé porqué, pero hay un agente del FBI merodeando por la obra. Aún no nos ha dicho por qué le interesa tanto. Lo increíble es que ni siquiera es de aquí, sino de Nueva Orleans; pero tiene influencia. Todavía lo estoy investigando. A los de la delegación de Nueva York les cae tan mal como a nosotros. Me han contado algunas cosas, y no me han gustado nada. Ese tío es una fuente de problemas. ¿Me sigues?

—Sí, señor.

—No para de llamar. Quiere ver los huesos, y el informe del forense. Es insaciable. Parece que no se dé cuenta de que esos crímenes ya son historia. Y claro, el señor Fairhaven se preocupa. No quiere que se hinche demasiado el tema, ¿sabes? Va a tener que alquilar los pisos. ¿Ves por dónde voy? ¿Y qué hace Fairhaven cuando se preocupa? Llamar al alcalde. Luego el alcalde llama al jefe de policía Rocker, Rocker llama al comandante, y el comandante me llama a mí. En consecuencia, que ahora el preocupado soy yo.

O’Shaughnessy asintió con la cabeza, pensando: O sea, que ahora yo también tengo que estarlo. Pues no.

—Preocupadísimo —dijo Noyes.

O’Shaughnessy relajó su expresión facial, borrando de ella cualquier rastro de preocupación.

—Bueno, al grano: que te nombro enlace entre el tío ese y la policía de Nueva York. Tendrás que pegarte a él como una mosca a… la miel. Quiero enterarme de qué hace, de adonde va y, sobre todo, de qué intenciones tiene. Pero ojo, no te hagas muy amigo de él, ¿eh?

—No, señor.

—Se llama Pendergast, agente especial Pendergast. —Custer dio la vuelta a un papel—. ¡Caray, si ni siquiera han puesto el nombre de pila! Da igual. He organizado que os veáis mañana a las dos del mediodía. Luego te quedas con él. Oficialmente estás para ayudarle, pero no te pases de servicial, ¿eh?, que ha desquiciado a más de uno. Toma, léelo tú.

O’Shaughnessy cogió el informe de manos del capitán.

—¿Quiere que vaya de uniforme?

—¡Coño, claro, si es de lo que va! Teniendo pegado a un poli de uniforme como una lapa, perderá libertad de movimientos. ¿Lo captas?

—Sí, señor.

El capitán se apoyó en el respaldo y le miró con escepticismo.

—¿Te parece factible, Patrick?

O’Shaughnessy se levantó.

—Completamente.

—Porque hace una temporada que te veo una actitud un poco soberbia. —Custer se tocó un lado de la nariz—. Un consejo entre amigos: resérvatela para el agente Pendergast. Es una actitud que te conviene a ti menos que a nadie.

—Descuide, capitán. Me limito a proteger y servir al ciudadano. —Lo pronunció con un fuerte acento irlandés—. Que tenga un buen día, capitán.

Al girarse y salir del despacho, O’Shaughnessy oyó que Custer le murmuraba a Noyes:

—Un listillo.