El archivo central del museo, inmenso, estaba en las profundidades del sótano, y sólo se podía llegar encadenando ascensores, pasillos tortuosos y escaleras. Nora nunca había estado allí (ni conocía a nadie que lo hubiera visitado, de hecho), y al ir bajando por las entrañas del museo tuvo miedo de haberse equivocado de dirección en alguna encrucijada.
Antes de entrar a trabajar en el museo, había hecho una visita guiada por sus interminables salas, y oído desgranar todas las estadísticas: físicamente era el mayor museo del mundo, y consistía en dos docenas de edificios conectados entre sí, construcciones del siglo XIX que formaban un extraño laberinto de más de tres mil salas y unos trescientos kilómetros de pasillos. Sin embargo, los números no podían reflejar la sensación claustrofóbica de tantos pasillos deshabitados. Pensó que al minotauro le habría dado un ataque de nervios.
Se detuvo, miró el plano y suspiró. Tenía delante un corredor de ladrillo muy largo, iluminado por una hilera de bombillas en jaulas. Había otro que confluía en ángulo recto. El olor a polvo era omnipresente. Necesitaba alguna referencia, un punto fijo que le permitiera orientarse. Lo buscó con la mirada. Cerca había una puerta cerrada con candado y provista de un letrero muy gastado: «Titanoterios». Enfrente, otra donde ponía «Calicoterios y tapiroides». Consultó su mapa, casi inmanejable, y acabó localizando dónde estaba, aunque le costó. No, no se había perdido. El archivo quedaba delante, doblando la esquina. Créetelo tú, pensó al reemprender la marcha, mientras oía el eco de sus tacones en el suelo de cemento.
Se detuvo frente a unas puertas de roble macizo viejas, llenas de rasguños y con el letrero ARCHIVO CENTRAL. Llamó y oyó resonar los golpes al fondo, como en una cueva. Luego oyó ruido de papeles, un libro cayéndose y a alguien carraspeando mucho.
—¡Un momento, por favor! —dijo una voz aguda.
Al sonido de unos pasos lentos y arrastrados le sucedió el de varios cerrojos. Al abrirse la puerta, apareció un individuo bajo, rechoncho y de avanzada edad. Tenía la nariz enrojecida y ganchuda, y era calvo, con un largo mechón de pelo blanco sobre la frente. Al ver a Nora se le pintó una sonrisa de bienvenida que disipó la melancólica expresión de su cara llena de venitas.
—Ah, pase, pase —dijo—. Y no se asuste por las cerraduras; soy viejo, pero no muerdo. Fortunate senex.
Nora dio un paso. Todo estaba lleno de polvo, incluso las solapas gastadas de la chaqueta del archivero. Una lámpara con pantalla verde proyectaba un círculo de luz en el añejo escritorio, invadido por montañas de papeles. También había una máquina de escribir, una Royal antigua que debía de ser lo único de la sala libre de polvo. Nora vio que al otro lado de la mesa había estanterías de hierro colado, llenas de libros y de cajas que se perdían en la oscuridad, profunda como el mar. Con tan poca luz era imposible ver el fondo de la sala.
—¿Usted es Reinhart Puck? —preguntó.
El viejo asintió con energía, haciendo temblar sus mejillas y su pajarita.
—Para servirla.
Se inclinó, y Nora, por unos segundos, se asustó pensando que le besaría la mano; pero no, sólo volvió a carraspear con gran estrépito de mucosidades, obligadas a circular involuntariamente por algún sector de la tráquea.
—Busco información sobre… sobre los gabinetes de curiosidades —dijo ella.
El hombre, que estaba ocupado en volver a echar los cerrojos, giró la cabeza, y se le iluminaron los ojos legañosos.
—¡Ah, pues ha venido al lugar indicado! En su día, el museo absorbió la mayoría de los gabinetes de Nueva York. Tenemos todas las colecciones y todos los documentos. ¿Por dónde quiere que empecemos?
Tras correr el último cerrojo, se frotó las manos; estaba claro, por su sonrisa, que se alegraba de poder ayudar a alguien.
—En la parte baja de Manhattan había un gabinete de curiosidades de un tal Shottum.
El archivero frunció el entrecejo.
—Shottum… Ah, sí, es verdad, el de Shottum. Tenía mucha fama. Pero bueno, vayamos por partes. Por favor, firme en el registro. Entonces podremos empezar.
Le hizo señas para que le siguiese al otro lado del escritorio, del que extrajo un libro grande y con encuadernación de piel. Se veía tan viejo, tan gastado, que Nora tuvo la tentación de pedir pluma y tintero, pero cogió el bolígrafo que le ofrecían e inscribió su nombre y su departamento.
—¿Por qué hay tantas cerraduras y cerrojos? —preguntó al devolver el bolígrafo—. Yo creía que lo más valioso, el oro, los diamantes, qué sé yo, estaba guardado en la zona de seguridad.
—Por la nueva dirección. Como hace unos años pasó aquello tan violento, ahora está todo controladísimo. La verdad es que mucho trabajo no hay. De vez en cuando, como máximo, viene algún investigador, algún doctorando o algún patrocinador rico aficionado a la historia natural.
Guardó el libro de registro, arrastró los pies hacia una hilera larguísima de viejos interruptores de marfil —cada uno del tamaño de un colgador de ropa— y accionó varios de ellos. Al cabo de varios parpadeos al fondo de la inmensa sala, se encendió una luz débil. Puck se dirigió hacia ella con paso lento, y roce de suelas en el suelo de piedra. Nora le siguió mirando las paredes oscuras, que estaban cubiertas de estantes. Tenía la sensación de cruzar un bosque tenebroso, con el norte lejano de la luz de una casita.
—Los gabinetes de curiosidades. Uno de mis temas preferidos. Ya sabe que el primero fue el de Delacourte, fundado en mil ochocientos cuatro. —El eco de la voz de Puck recaía sobre sus hombros encorvados—. Era una colección fabulosa. Un ojo de ballena conservado en whisky, una dentadura de hipopótamo, un colmillo de mastodonte aparecido en una ciénaga de Nueva Jersey… Ah, y el último huevo de dodo, faltaría más; un solitario de la isla Rodrigues, para ser exactos. Lo trajeron vivo en una caja, pero después de exponerlo resultó que había salido la cría, y… ¡Ajá, ya estamos!
Bruscamente se detuvo, levantó los dos brazos para bajar una caja de una de las baldas superiores y abrió las solapas. No contenía el material del gabinete de Shottum, como esperaba Nora, sino un huevo muy grande dividido en tres partes.
—Como de todas estas cosas no consta el origen, no las integraron en la colección principal del museo. Por eso las tenemos aquí. —Señaló los trozos de cáscara con veneración y satisfacción—. El Gabinete de Historia Natural de Delacourte. Cobraban veinticinco centavos de entrada, que para entonces era mucho.
Volvió a guardar la caja, sacó un clasificador de tres anillas del estante de al lado y hojeó su grueso contenido.
—¿Qué quiere saber del gabinete de Delacourte?
—No, el que me interesa es el Gabinete de Producciones y Curiosidades Naturales Shottum. De John Canaday Shottum.
Nora se tragó su impaciencia, porque era evidente que con Puck le serviría de poco.
—Ah, sí, Shottum.
El archivero siguió recorriendo la hilera de cajas, carpetas y libros.
—¿Por qué vía llegaron los gabinetes al museo? —preguntó ella.
—Cuando se inauguró el museo, que era gratis, les quitó la clientela y tuvieron que cerrar. Claro que mucho de lo que exponían era falso, ya se sabe, pero también había artículos científicamente valiosos. Cuando los gabinetes quebraron, los compró uno de los primeros conservadores del museo, que se llamaba McFadden.
—¿Dice que había muchas cosas falsas?
Puck asintió solemnemente.
—Cosían dos cabezas a un cordero, o cogían un hueso de ballena, lo teñían de marrón y lo presentaban como de dinosaurio. Aquí tenemos algunos ejemplos.
Mientras Nora se apresuraba a seguir a Puck a la siguiente hilera, se preguntó cómo encauzar en su provecho un torrente así de información.
—Los gabinetes hacían furor. Hasta P. T. Barnum empezó su carrera comprando uno que se anunciaba como «El Museo Americano de Scudder». Incorporó seres vivos, y fue la semilla de su circo. Ya ve.
—¿Seres vivos?
—Sí, el primero fue Joice Heth, una mujer negra viejísima que según él tenía ciento sesenta y un años y había sido la niñera de George Washington. El que denunció el engaño era de esta casa: Tinbury McFadden.
—¿Tinbury McFadden?
A Nora empezaba a entrarle pánico. ¿Conseguiría salir?
—Sí, Tinbury McFadden. Era conservador del museo en los años setenta y ochenta del siglo diecinueve, y le interesaban mucho los gabinetes de curiosidades. Era un personaje un poco raro. Desapareció de un día para otro.
—A mí me interesa el gabinete de Shottum, John Canaday Shottum.
—Ya llegamos, joven —dijo Puck con una pizca de irritación—. Sobre el de Shottum no tenemos mucho material. Se incendió en mil ochocientos ochenta y uno.
—Lo había recogido casi todo un tal Marysas, Alexander Marysas —dijo Nora, con la esperanza de mantenerle concentrado en el tema.
—¡Para raro, ése! Era de una familia rica de Nueva York, y falleció en Madagascar. Me parece que el jefe de la tribu se hizo una sombrilla con su piel, para proteger del sol a un nieto que acababa de nacer.
Se metieron por un laberinto de estanterías cargadas de papeles, cajas y artefactos extraños. Puck accionó otros interruptores de marfil, y se encendieron más luces delante, mientras detrás, parpadeando, se apagaban sus predecesoras, confinándoles a una isla de luz rodeada por un vasto océano de oscuridad. Llegaron a un claro entre anaqueles, con estrados de roble para varios especímenes de gran tamaño: un mamut peludo (encogido, pero que seguía siendo enorme), un elefante blanco y una jirafa sin cabeza. Viendo detenerse a Puck, a Nora se le cayó el alma a los pies.
—Los gabinetes de la época hacían cualquier cosa con tal de conseguir público de pago. Fíjese en esta cría de mamut. La encontraron en Alaska, conservada por el frío.
Acercó una mano a la panza y apretó algo. Se oyó un clic, y descendió una trampilla.
—Esto era de un número de feria. Había una etiqueta donde ponía que el mamut llevaba cien mil años congelado, pero que un científico iba a descongelarlo y a intentar resucitarlo. Antes de empezar el número, se metía por la trampilla un hombre muy pequeño. Cuando ya estaba todo lleno de espectadores, salía otro, un falso científico, daba una conferencia y empezaba a calentar el mamut con un brasero. Entonces el de dentro empezaba a mover la trompa y a hacer ruidos. —Puck rio por lo bajo—. La gente de entonces era mucho más ingenua, ¿verdad?
Volvió a meter la mano y cerró con cuidado la trampilla.
—Verdad, verdad —dijo Nora—. Señor Puck, todo esto es muy interesante, y le agradezco la visita, pero es que tengo prisa, y si pudiera enseñarme el material de Shottum…
—Está aquí.
Puck desplazó una escalera metálica con ruedas, subió por ella y bajó de la oscuridad con una cajita.
—O terque quaterque beatif. Aquí tiene lo de Shottum. Siento decirle que no era de los gabinetes más interesantes; y como se quemó, nos queda poco. Sólo estos papeles. —Abrió la caja y miró el interior—. ¡Pero bueno, qué desorden! —dijo con un chasquido de reprobación—. No lo entiendo, porque… En fin. Cuando haya terminado, si quiere, le enseño los papeles de Delacourte, que son mucho más completos.
—Me gustaría, pero no tengo tiempo, al menos hoy.
Puck emito un gruñido de insatisfacción. Nora le miró de reojo, y le dio pena, tan solo.
—Mire, una carta de Tinbury McFadden —dijo él, sacando de la caja un papel descolorido—. Ayudó a Shottum a clasificar los mamíferos y los pájaros de la colección. Asesoraba a muchos dueños de gabinetes. Cobrando. —Hurgó un poco más—. Era muy amigo de Shottum.
Nora pensó un poco.
—¿Me deja mirar la caja?
—Tendrá que ser en la sala de consulta, porque no puede salir del archivo.
—Bueno. —Nora hizo otra pausa para meditar—. ¿Y dice que Tinbury McFadden era muy amigo de Shottum? ¿Sus papeles también están aquí?
—¿Qué si están? ¡Virgen santa que si están! ¡Montañas y montañas! Tenía su propio gabinete, aunque no lo abría al público. Lo legó al museo, pero, como en ningún caso constaba la procedencia y estaba plagado de falsificaciones, lo guardaron aquí abajo. Por interés histórico. Decían que no tenía valor científico. —Puck hizo un ruido despectivo con la nariz—. No era digno de la colección principal.
—¿Puedo verlo?
—¡Faltaría más! —Puck, con su arrastrar de pies, salió caminando en una nueva dirección—. Está a la vuelta de la esquina.
Se detuvieron frente a dos estantes. El superior estaba cargado con más papeles y más cajas, y encima de una de ellas aparecía un pagaré descolorido de artículos traspasados por J. C. Shottum a T. F. McFadden, en concepto de pago por «servicios prestados y prometidos». El inferior estaba a rebosar de una gran variedad de objetos curiosos. Nora echó un vistazo y vio animales disecados con envoltorio de papel de seda y cordel, fósiles de aspecto dudoso, un cerdo con dos cabezas flotando en una botella de cristal de tres litros, una anaconda seca cuyo cuerpo formaba un nudo gigante (de metro y medio), una gallina disecada con seis patas y cuatro alas, y una caja peculiar, fabricada con una pata de elefante.
Puck se sonó con un trompetazo y se frotó los ojos.
—Si supiera que su adorada colección ha acabado aquí abajo, el pobre Tinbury se retorcería en su tumba. Le atribuía un valor científico incalculable. Claro que era una época en que muchos conservadores del museo eran simples aficionados, con escasa acreditación científica.
Nora señaló el pagaré.
—Parece una indicación de que Shottum dio especímenes a McFadden a cambio de su trabajo.
—Sí, se hacía mucho.
—¿Así que algunas de estas cosas proceden del gabinete de Shottum?
—Seguro.
—¿También podría examinar los especímenes?
Puck sonrió efusivamente.
—Lo llevaré todo a la sala de consulta, y lo repartiré por las mesas. Cuando esté todo listo, la aviso.
—¿Cuánto tardará?
—Un día.
Se puso rojo por el placer de ser útil.
—¿No necesita que le ayuden a moverlo?
—Sí, claro, pero ya se encarga Osear, mi ayudante.
Nora miró alrededor.
—¿Osear?
—Osear Gibbs. Normalmente trabaja en osteología, porque aquí no baja mucha gente. Sólo le llamo para trabajos especiales, como esto.
—Se lo agradezco mucho, señor Puck.
—¡No, por favor! ¡Es un placer, señorita!
—Vendrá un colega mío.
Sobre el semblante de Puck cayó un velo de duda.
—¿Un colega? Para casos así, ahora que se cuida tanto la seguridad, hay ciertas normas, y…
—¿Normas?
—Acceso restringido al personal del museo. Antes el archivo estaba abierto a todo el mundo, pero ahora sólo se puede entrar estando en plantilla. O en el consejo de administración.
—El agente especial Pendergast está… mmm… relacionado con el museo.
—¿Pendergast? ¿Agente, dice? Me suena el nombre. Pendergast… Sí, ya me acuerdo. Uno del sur, muy educado. ¡Válgame Dios! —Dio breves muestras de angustia—. Bueno, bueno, usted misma. Les espero mañana a las nueve.