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Pendergast volvió a subir por Riverside Drive con la chaqueta del traje abierta y los faldones revoloteando en el aire nocturno de Manhattan. Nora, que corría tras él, pensó en Smithback y en su condición de prisionero de alguno de aquellos edificios tan lúgubres. La imagen, a pesar de sus esfuerzos por borrarla de su mente, siempre volvía. La preocupación por lo que pudiera estar pasando, o haber pasado ya, le provocaba un malestar casi físico.

Le parecía mentira haberse enfadado tanto con él, aunque fuera innegable que en ocasiones —muchas— no le aguantaba ni su madre. Era un intrigante, y muy impulsivo; siempre tenía que meter la nariz en todo, y a sí mismo en líos. Sin embargo, algunos de esos rasgos negativos eran los mismos que le hacían entrañable. Se acordó de cuando se había disfrazado de mendigo para ayudarla a sacar el vestido viejo del solar en obras, y de cuando había ido a avisarla del navajazo a Pendergast. En los momentos decisivos se podía confiar en él. Había sido muy dura, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse. Reprimió un sollozo amargo.

Pasaban al lado de viejas mansiones convertidas en nidos de adictos al crack y a la heroína. Pendergast las examinaba una por una, e invariablemente sacudía un poco la cabeza y les daba la espalda.

El pensamiento de Nora se demoró unos instantes en el propio Leng. Parecía imposible que pudiera seguir vivo, escondido en alguna de esas casas que se caían a trozos. Volvió a concentrarse en Riverside Drive. Lo prioritario era identificar la casa. Un atributo que no faltaría era la comodidad. Seguro que alguien con más de ciento cincuenta años de vida daba una importancia desmesurada a ese factor. Sin embargo, seguro que a primera vista daría impresión de abandono. Por otro lado, sería prácticamente inexpugnable, a fin de evitar visitas sorpresa. Para características así, el barrio era ideal: una vivienda abandonada, pero de antigua elegancia; externamente destartalada, pero internamente habitable; tapiada con tablones y muy aislada.

El problema era la cantidad de casas que se conformaban justamente a esos criterios.

De repente, al llegar a la esquina de la calle Ciento treinta y ocho, Pendergast se detuvo y, lentamente, se colocó de cara al enésimo edificio abandonado. Se trataba de una mansión grande y en mal estado, una mole oscura cuya época de gloria había pasado y que quedaba separada de la calle por una vía de servicio pequeña. Se parecía a muchas de las demás en que la planta baja estaba cerrada a cal y canto con chapa metálica. A simple vista no se diferenciaba de los anteriores edificios, pero Pendergast la miraba con una intensidad que Nora jamás le había visto.

El agente del FBI se metió en silencio por la calle Ciento treinta y ocho, seguido por Nora, que le observaba. Caminaba lentamente, despegando poco la mirada del suelo, y siempre para observar la casa. Avanzaron hasta llegar a la esquina con Broadway. Justo después de doblarla, Pendergast dijo:

—Es esta.

—¿Cómo lo sabe?

—Por el escudo de armas de encima de la puerta: tres esferas de boticario sobre un ramo de cicuta. —Hizo un gesto con la mano—. Perdone que deje las explicaciones para más tarde. Usted sígame, y tenga muchísimo cuidado.

Siguió rodeando la manzana hasta llegar a la esquina de Riverside Drive y la calle Ciento treinta y siete. Nora contemplaba el edificio con una mezcla de curiosidad, aprensión y miedo sin paliativos. Era una casa con una altura de unos quince metros, de ladrillo y piedra, que ocupaba toda una manzana pequeña. La fachada principal quedaba detrás de una reja de hierro forjado con las púas oxidadas y cubiertas de hiedra. El jardín, conquistado por las malas hierbas, las matas y la basura, sólo era un recuerdo. Detrás de la casa había un camino de entrada circular para carruajes, que partía de la calle Ciento treinta y ocho. Las ventanas de la planta baja estaban cerradas con tablones; no así las del primer piso, una de las cuales tenía roto el cristal. Nora contempló el escudo de armas al que se había referido Pendergast. Vio las tres esferas y el ramo de cicuta, y una inscripción perimetral en griego. Una ráfaga de viento hizo temblar las ramas desnudas del patio y parpadear el reflejo de la luna y las nubes en los cristales de las ventanas de arriba. Parecía una casa encantada.

Pendergast avanzó por la entrada de carruajes, con Nora a pocos pasos. Apartó basura con un pie y, tras un rápido vistazo en derredor, llegó hasta un roble muy grande, que se atrincheraba en la oscuridad de detrás de la puerta cochera. Nora tuvo la impresión de que el agente se limitaba a acariciar la cerradura, pero la puerta se abrió, con un mutismo de bisagras perfectamente engrasadas.

Se dieron prisa en entrar. Pendergast ajustó la puerta, y Nora oyó el clic de la cerradura. Siguió un momento de intensa oscuridad, mientras, callados, prestaban atención a los posibles ruidos de la casa. Todo estaba en silencio en la vieja mansión. Después de un minuto apareció la línea amarilla de la linterna de Pendergast, que recorrió la habitación.

Estaban en un vestíbulo pequeño, con el suelo de mármol y las paredes de terciopelo verde. Todo estaba cubierto por una capa de polvo. Pendergast, inmóvil, enfocó con la linterna una serie de huellas en el polvo, debidas en parte a zapatos y en parte a calcetines. Se las quedó mirando tanto rato —como un estudiante de arte ante la obra de un clásico—, que Nora empezó a impacientarse. Al final, Pendergast se decidió a abrir la marcha lentamente, cruzando el vestíbulo y metiéndose por un pasillo corto que desembocaba en una sala grande y larga. Las paredes eran de madera noble, y el techo un artesonado complejo con mezcla de motivos góticos y otros más austeros.

La sala estaba llena de objetos expuestos, una colección heterogénea que Nora no supo descifrar: mesas raras, armarios, cajas largas, jaulas de hierro, extraños aparatos…

—El almacén de un mago —murmuró Pendergast, en respuesta a la pregunta que su acompañante no había formulado.

Atravesaron la sala y salieron por un arco a un espléndido salón. Pendergast hizo otra pausa para examinar varias hileras de huellas que cruzaban en varios sentidos el suelo de parquet.

—Aquí iba descalzo —le oyó decir Nora—. Y corriendo.

El agente examinó el salón con movimientos rápidos de su linterna, y Nora, en el vastísimo espacio, descubrió una gama de objetos increíble: esqueletos ensamblados, fósiles, armarios con puertas de cristal que contenían útiles o adornos tan extraordinarios como terroríficos, piedras preciosas, calaveras, meteoritos, escarabajos irisados… El haz de la linterna resbalaba por todas partes. La sala olía intensamente a telarañas, cuero y bocací añejo, pero en el aire enrarecido acechaba otro olor menos marcado, y bastante más desagradable.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En el gabinete de curiosidades de Leng.

De repente, Pendergast tenía una pistola en la mano izquierda. El mal olor se acentuó; era un hedor dulzón y untuoso, como una niebla húmeda que a Nora se le pegaba en el pelo, las extremidades y la ropa. Pendergast avanzó con precaución, iluminando los objetos de la sala con la luz de la linterna. Algunos estaban descubiertos, pero sobre la mayoría había telas. Las paredes estaban revestidas de vitrinas. Pendergast se acercó a ellas y las iluminó. Al recibir la luz, el cristal se llenaba de brillos y de tornasoles. Las sombras proyectadas por el contenido de las vitrinas se erguían como si tuvieran vida propia.

De repente la linterna quedó inmóvil, y Nora vio que la cara pálida de Pendergast perdía el poco color que solía tener. Al principio el agente se limitó a mirar. No sólo no se movía, sino que parecía que no respirase. Después se acercó con gran lentitud a la vitrina, haciendo temblar un poco la luz de la linterna. Nora fue tras él, curiosa por averiguar el origen de su fascinación.

Era una vitrina distinta a las demás. No contenía ningún esqueleto, trofeo de caza disecado ni talla de madera, sino un cuerpo humano, de sexo masculino, con las piernas y los brazos sujetos por barras y grilletes de hierro rudimentarios, como para ser expuesto en un museo. Iba vestido de negro riguroso, con levita del siglo XIX y pantalones a rayas.

—¿Quién…? —logró decir Nora.

Sin embargo, Pendergast estaba como paralizado, sin oír nada y con la cara rígida. Toda su atención se concentraba en el cadáver, sometido a la acción inclemente de la linterna, que se detuvo largo rato en un detalle: una mano pálida con la piel arrugada y reseca, y con un agujero en la carne podrida por el que despuntaba un nudillo.

Nora contempló el hueso desnudo, cuyo color marfileño con vetas rojas contrastaba con la textura apergaminada de la piel, y experimentó un vuelco en la boca del estómago al darse cuenta de que la mano carecía de uñas. De hecho, las puntas de los dedos eran simples muñones sangrientos, atravesados por los huesos.

A continuación, lenta e inexorablemente, la luz de la linterna empezó a ascender por la parte delantera del cadáver, pasando por los botones de la levita y por la pechera almidonada hasta detenerse en el rostro.

Estaba momificado, reducido, arrugado, pero al mismo tiempo sorprendía su buen estado de conservación, con un modelado tan fino de las facciones que parecían esculpidas en piedra. Los labios, que se habían secado y apergaminado, formaban una mueca de alegría que dejaba por completo a la vista dos hermosas hileras de dientes blancos. Sólo faltaban los ojos: órbitas vacías como pozos sin fondo imposibles de iluminar.

Se oyó un ruido casi imperceptible, como si dentro del cráneo se arrastrase algo.

Después del recorrido por la casa, Nora ya estaba obcecada por el miedo, pero aquel impacto superaba todo lo anterior, y le dejó la mente en blanco. Era el impacto del reconocimiento. Automáticamente, y sin decir nada, se giró hacia Pendergast. El agente tenía todo el cuerpo rígido, y los ojos muy abiertos. Evidentemente, era lo último que se esperaba.

Nora, horrorizada, miró el cadáver por segunda vez. Ni siquiera la muerte dejaba espacio para la duda. Tenía una piel igual de marmórea, unas facciones igual de refinadas, unos labios igual de finos, una nariz igual de aguileña, una frente igual de alta y lisa, una barbilla igual de delicada, un pelo igual de fino y de claro… que Pendergast.