César Borgia, cardenal, duque y gonfaloniero, fue honrado con unos fastuosos funerales en Roma. El papa Julio II ofició personalmente la misa por su alma. Tras la ceremonia, las cenizas de César fueron enterradas bajo un colosal monumento en la iglesia de Santa María la Mayor. En Roma se decía que el sumo pontífice no se atrevía a perderlo de vista ni tan siquiera después de muerto.
Pero Lucrecia Borgia le pidió a don Michelotto que robase las cenizas de su hermano. Don Michelotto, que había conservado la vida milagrosamente, guardó las cenizas en una urna de oro y cabalgó toda la noche para entregárselas a Lucrecia.
Al día siguiente, Lucrecia partió de Ferrara al frente de un cortejo de trescientos nobles y soldados.
Cuando el cortejo finalmente llegó a «Lago de Plata», antes de levantar las tiendas junto a la orilla, los hombres de Lucrecia expulsaron a los penitentes que buscaban limpiar sus almas de pecado en las aguas del lago.
Al ver a los penitentes, Lucrecia recordó los tiempos en los que ella también se había entregado a los pecados de la carne. Recordó el temor que había sentido por su padre y por su hermano, por la salvación de sus almas. Como tantos otros penitentes, ella también se había bañado en el lago, buscando limpiarse de sus deseos pecaminosos, creyendo que aquellas aguas milagrosas la limpiarían de toda tentación y le brindarían paz y consuelo.
Y Lucrecia recordó cómo su padre, el Santo Padre, le había recordado con una sonrisa irónica que no había nada menos digno de confianza que un pecador buscando redención; después de todo, esa actitud sólo demostraba debilidad de carácter.
Ahora, sentada en su tienda dorada, junto a la orilla del lago, Lucrecia sintió cómo las aguas plateadas la envolvían con una paz como nunca había conocido. Su padre y su hermano habían muerto y, con su muerte, también se había sellado su destino. Tendría más hijos, ayudaría a gobernar Ferrara y, por encima de todo, sería justa y piadosa durante el resto de sus días.
Nunca podría igualar las gestas de su padre ni de su hermano, pero eso no importaba, pues ella sería lo que ellos nunca fueron: una persona misericordiosa. Recordó con tristeza cómo César había ordenado asesinar al poeta Filofila por dirigir sus versos contra los Borgia, acusándolos de mantener relaciones incestuosas y de envenenar a sus enemigos. Qué poco parecía importar eso ahora.
Por eso había llevado las cenizas de César a «Lago de Plata», como si pensara que, incluso después de muerto, necesitase del poder de aquellas aguas milagrosas para eludir la tentación del pecado. O puede que fuera ella misma quien deseara limpiarse de los únicos pecados de los que había sido culpable, aunque ya nunca más lo sería, pues, ahora, por fin encontraría la redención.
Lucrecia pensó en su padre, en el cardenal de la Iglesia, en el padre afectuoso y entregado a sus hijos, en el vicario de Cristo. ¿Ardería su alma en el infierno? Sintió compasión por él y pensó que el Padre Celestial sería misericordioso. Todavía recordaba lo que le había dicho su padre cuando ella lloraba a su amado esposo, muerto a manos de César.
«Ambos serán perdonados —había dicho—. ¿Qué sentido tendría la existencia de Dios de no ser así? Y, algún día, cuando esta tragedia haya tocado a su fin, volveremos a estar juntos».
Con el crepúsculo, la superficie del lago se tiñó de plata. Lucrecia caminó hasta el pequeño embarcadero junto al que ella y sus hermanos solían nadar cuando eran niños. En su mente, podía oír la voz de César: «No, Crecia, el agua es muy poco profunda». «No te preocupes, Crecia, yo cuidaré de ti». Y oyó la voz de César, muchos años después, cuando ambos ya habían renunciado a sus primeros sueños: «Si eso es lo que quieres, Crecia, te ayudaré». Y recordó lo que le había dicho la última vez que habían estado juntos: «Cuando muera, Crecia, tú debes vivir por mí». Y ella le había prometido que lo haría.
Mientras observaba el lago desde el final del embarcadero, la noche empezó a envolverla con su brillante oscuridad. Lucrecia esperó a que la luna se alzara tras el horizonte. Entonces abrió la urna dorada y, lentamente, dejó caer las cenizas de César en el lago.
Un grupo de penitentes que volvía a sus casas tras un día dedicado a la oración y el arrepentimiento vio su silueta perfilándose en el embarcadero.
Una hermosa joven se volvió hacia el hombre que la acompañaba y, señalando hacia Lucrecia, preguntó:
—¿Quién es esa mujer tan hermosa?
—Es Lucrecia, la piadosa duquesa de Ferrara —respondió él—. ¿Nunca has oído hablar de ella?