Siempre alerta ante la posibilidad de que alguna patrulla de la milicia española pudiera volver a prenderlo, César evitó todas las poblaciones, cabalgando de noche y durmiendo de día, al amparo de los bosques. Hasta que, finalmente, sucio y exhausto, llegó a Navarra tras atravesar media península Ibérica.
Tal como le había dicho Duarte, su cuñado, el rey de Navarra, esperaba su llegada. Así, al llegar a palacio, César fue conducido inmediatamente a una amplia estancia cuyos ventanales daban al río.
Tras bañarse y vestirse con ropas limpias, fue conducido a los aposentos reales.
Allí, el rey Juan de Navarra, un hombre de gran corpulencia con la tez bronceada y la barba perfectamente recortada, lo recibió con un efusivo abrazo.
—Hermano mío —dijo el monarca navarro—, cuánto me alegro de veros. Me siento como si ya os conociera. Mi hermana Charlotte me ha hablado tantas veces de vos. Por supuesto, sois bienvenido. Aquí estaréis seguro —continuó diciendo—. En ocasiones tenemos alguna escaramuza con algún noble que se muestra demasiado ambicioso, pero nada que pueda amenazar vuestra seguridad ni que deba preocuparos. Así que descansad y disfrutad de la vida. Podéis permanecer aquí cuanto tiempo estiméis conveniente. Tan sólo os pido una cosa —concluyó diciendo con buen humor el monarca—: que mandéis llamar inmediatamente al sastre real para que os confeccione un nuevo vestuario.
César se sintió sinceramente agradecido hacia aquel hombre que, sin haberlo visto nunca, acababa de salvarle la vida. Estaba en deuda con él, sobre todo después de haber dejado a Charlotte sola en Francia durante tantos años. Algún día esperaba poder corresponder a su generosidad, pues César Borgia siempre pagaba sus deudas.
—Os agradezco de corazón vuestra hospitalidad, majestad —dijo César—. Si me lo permitís, quisiera ayudaros a sofocar esas escaramuzas de las que habéis hablado. Como sabréis, tengo cierta experiencia en la guerra y estaría encantado de poner mis conocimientos a vuestro servicio.
El rey Juan sonrió.
—Será un privilegio, pues vuestra fama os precede. —Bromeando, desenvainó su espada y la posó sobre el hombro de César—. Yo os nombro comandante en jefe de los ejércitos reales. —Guardó silencio durante unos instantes—. Aun así, deberíais saber que el anterior comandante saltó por los aires hecho pedazos la semana pasada —concluyó diciendo mientras reía, mostrando su reluciente dentadura.
César, agotado, durmió durante dos días seguidos. Pero, al amanecer del tercer día, se levantó y, enfundado en su nueva armadura, salió a inspeccionar sus nuevas tropas.
La caballería estaba formada por experimentados profesionales, disciplinados y bien comandados; sin duda se conducirían con valor en el campo de batalla.
La artillería contaba con veinticuatro piezas, limpias y en buen estado. Al igual que los soldados de caballería, los artilleros parecían hombres experimentados en el arte de la guerra. Aunque no era ni mucho menos la artillería de Vito Vitelli, serviría.
Pero al pasar revista a las tropas de infantería, César se encontró con un panorama muy distinto. Estaba formada mayoritariamente por campesinos sin ninguna experiencia que el rey reclutaba para hacer el servicio militar y, aunque no les faltara voluntad, estaban pobremente equipados y apenas contaban con adiestramiento alguno. De surgir algún conflicto, César tendría que valérselas sin su ayuda.
Pero las semanas transcurrieron sin que César tuviera que recurrir a sus tropas. Ante la sorpresa del propio César, fueron los días más felices que recordaba, con la excepción de los que había pasado junto a Charlotte tras sus esponsales y aquellos que había vívido en «Lago de Plata». Por una vez, su vida no parecía correr peligro. Por una vez, no estaba obligado a planear estrategias en contra de nadie, ni nadie las planeaba tampoco en contra de él.
El rey Juan, que demostró ser un perfecto anfitrión, parecía agradecer su compañía. Era un hombre bondadoso y en ningún momento César tuvo la sensación de que pudiera llegar a traicionarlo. Pasaban juntos gran parte del día, cabalgando o cazando. Así, César no tardó en pensar en él como en un hermano. Por las noches, después de cenar, se sentaban junto a la chimenea y comentaban los libros que habían leído o conversaban sobre las diferentes formas de gobierno y las responsabilidades del liderazgo. Incluso llegaron a enfrentarse en un combate de lucha libre, aunque César tuvo la impresión de que el rey se dejó vencer debido al afecto que había llegado a sentir por él.
Así, por primera vez en muchos años, César se sentía tranquilo.
—Creo que ya es hora de que vuelva a reunirme con mi esposa y mi hija —le dijo un día al rey—. Desde que nos despedimos, he escrito a Charlotte en numerosas ocasiones y he enviado obsequios para ambas, pero, cada vez que pensaba que se aproximaba el momento de volver a reunirme con ellas, surgía algún nuevo peligro que lo impedía.
Juan acogió con entusiasmo la perspectiva de volver a ver a su hermana y a su sobrina. Así, los dos amigos brindaron por el reencuentro con Charlotte.
Esa misma noche, César escribió a su esposa al castillo de la Motte Feuilly.
Mi querida Charlotte:
Por fin puedo haceros partícipe de las noticias que desde hace tanto tiempo deseaba haceros llegar. Quiero que os reunáis conmigo en Navarra, vos y la pequeña Luisa. Juan se ha portado como un verdadero hermano conmigo y la situación aquí permite que volvamos a estar juntos, se que el viaje será largo y fatigoso pero, una vez que estéis aquí, ya nunca volveremos a separarnos.
Vuestro y enamorado.
CÉSAR
A la mañana siguiente, César envió la carta por correo real. Aunque sabía que todavía pasarían varios meses antes de que su esposa y su hija se reunieran con él, la perspectiva de volver a verlas lo llenaba de gozo.
Varios días después, mientras cenaba con el rey, César advirtió que algo contrariaba a su anfitrión.
—¿Qué es lo que os preocupa, hermano mío? —preguntó.
El rey Juan tardó algunos segundos en responder.
—El conde Luis de Beaumont lleva meses causándome problemas —dijo finalmente, incapaz de contener su ira por más tiempo—. Sus hombres roban el ganado y el grano a mis súbditos, y los dejan sin sustento. Fingiendo servir a la Iglesia en una causa supuestamente santa, intenta sobornar a mis capitanes con tierras y oro para que me traicionen. Pero esta vez el conde se ha superado a sí mismo. No hace muchas horas que sus soldados se han apoderado de una población y, tras torturar a todos los hombres y violar a las mujeres, han prendido fuego a toda la aldea. Ya no se trata de un incidente aislado. Beaumont pretende apoderarse de parte de mis territorios. Y su estrategia es el terror. Pretende aterrorizar a los aldeanos para que me abandonen y acaben rindiéndole pleitesía para poder conservar sus hogares y sus vidas.
Una vez más, la traición emergía como un dragón desde las profundidades. César, que conocía la traición mejor que nadie, temió por Juan.
De repente, el rey golpeó la mesa con ambos puños, y derramó el vino de su copa.
—¡Lo detendré! —exclamó—. Como rey de Navarra debo proteger a mis súbditos. El pueblo no debe vivir atemorizado. Mañana mismo conduciré mis tropas hasta Viana y tomaré su castillo.
—Habláis como un verdadero rey —dijo César—. Y haréis bien en someter al conde de Beaumont, pero no debéis ser vos quien lideré las tropas, pues el enemigo sin duda opondrá una resistencia feroz y vos sois demasiado valioso para el reino como para arriesgar vuestra vida. Nunca podré saldar mi deuda con vos, pues me ayudasteis cuando todos los demás me dieron la espalda, pero ahora permitid que sea yo quien cabalgue al frente de vuestros hombres, pues he liderado muchos ejércitos y os aseguro que saldremos victoriosos.
Desarmado ante sus argumentos, el rey Juan accedió a los deseos de César. Ambos pasaron buena parte de la noche estudiando los planos de las defensas de Viana y planeando la estrategia que debía conducirlos a la victoria.
Al día siguiente, César se levantó antes del amanecer. Las tropas esperaban listas para emprender la marcha. Su caballo, un brioso semental bayo, golpeaba el empedrado nerviosamente con sus poderosos cascos.
Así, el ejército del rey de Navarra, liderado por César Borgia, atravesó extensas praderas, subió colinas y vadeó ríos, hasta que, finalmente, llegó a la plaza fortificada de Viana.
César estudió las defensas del enemigo. Los muros eran altos y recios, pero él había visto murallas más altas y más sólidas. En comparación con Forli o con Faenza, Viana no debería ser una plaza difícil de tomar.
Igual que lo había hecho tantas otras veces, César desplegó a sus hombres alrededor de la fortaleza. Con una armadura ligera y la espada desenvainada, estaba listo para la lucha. Él mismo comandaría la carga de la caballería ligera, pues, al no poder confiar en la infantería, sabía que el desenlace de la batalla dependería de lo que hiciera la caballería.
Tal como se lo había visto hacer tantas veces a Vito Vitelli, dispersó los cañones frente al perímetro de las murallas, protegiéndolos del enemigo con unidades de caballería e infantería. Una vez satisfecho con la posición de sus hombres, ordenó que los cañones disparasen contra las torres y las almenas, pues sabía que así provocaría numerosas bajas en el enemigo, reduciendo los riesgos a los que deberían someterse sus propios hombres. Los cañones hicieron temblar la tierra.
Todo se desarrolló tal y como estaba previsto. Los cañones dispararon una y otra vez hasta que la parte superior de las murallas empezó a desmoronarse, derrumbándose a ambos lados de la fortaleza.
César no tardó en oír los gritos de los enemigos que habían sido mutilados por el letal bombardeo.
Al cabo de una hora de incesante bombardeo, César ordenó que todas las piezas de artillería fueran reunidas frente a un mismo flanco de la fortaleza, donde concentrarían sus disparos en una sección de la muralla de unos quince metros de ancho. Por ahí cargaría la caballería en cuanto los cañones abrieran una brecha.
Al ver cómo los muros temblaban con cada nueva descarga, César supo que había llegado el momento.
Ordenó a la caballería que se preparase para la lucha. Sus capitanes transmitieron sus órdenes y los soldados subieron a sus monturas, empuñando sus temibles lanzas. Además, llevaban espadas colgando de las sillas para seguir luchando en caso de ser desmontados.
César montó en su brioso corcel con la lanza en posición de ataque y comprobó que su espada y su maza estuvieran bien sujetas a la silla.
La sangre de César volvía a hervir con el ardor del guerrero. Pero esta vez era más que eso, pues no se trataba de una batalla más. Ahora luchaba por un rey que había sido generoso con él, por un rey que se había convertido en su amigo, en su hermano.
Si todo marchaba como estaba previsto, esa misma noche le comunicaría personalmente al rey de Navarra, su amigo y benefactor, que el enemigo había sido derrotado.
Y, entonces, César oyó ese grito que tantas otras veces había oído.
—¡Una brecha! ¡Una brecha! —exclamaron los soldados.
El muro había cedido, y había dejado espacio más que suficiente para que la caballería pudiera acceder a la plaza.
—¡A la carga! —gritó César al tiempo que bajaba la visera de su yelmo. Un segundo después, galopaba hacia la brecha abierta en la muralla.
Pero algo iba mal. No escuchaba el retumbar de los cascos galopando a su espalda.
Sin detenerse, César se giró sobre su montura.
La caballería al completo permanecía inmóvil, en perfecta formación. Ni uno solo de sus hombres lo había seguido.
Las tropas de reserva del conde Beaumont no tardarían en posicionarse en la brecha abierta en el muro y, entonces, todo el trabajo de la artillería habría sido inútil.
César detuvo su caballo y levantó la visera de su yelmo.
—¿Acaso no tenéis valor? ¡Cargad, cobardes! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
Pero, una vez más, todos los jinetes permanecieron inmóviles. Y, entonces, César lo comprendió todo. Aquellos miserables se habían vendido al enemigo. La caballería de Navarra había traicionado a su rey.
Pero César nunca traicionaría a su amigo, a su salvador.
Se bajó la visera del yelmo y, con la lanza ajustada bajo el brazo, galopó en solitario hacia la brecha.
Los soldados del conde lo esperaban al otro lado de la brecha con picas, lanzas y espadas. Y, aun así, César siguió galopando. Dio muerte a los dos primeros hombres que encontró en su camino, pero pronto se vio rodeado por el enemigo.
Blandiendo la espada en una mano y la maza en la otra, César luchó por su vida. Un soldado tras otro fueron cayendo a su alrededor, atravesados por su espada o aplastados por su maza.
Hasta que su caballo se desplomó, y César rodó por el suelo, intentando esquivar las picas y las espadas del enemigo. Consiguió incorporarse y, aunque había perdido la maza, se defendió asestando golpes de espada a diestro y siniestro.
Pero el enemigo era demasiado numeroso. Sintió cómo el filo de una lanza se clavaba en su costado y, de repente, todos los soldados se abalanzaron sobre él, atravesándolo una y otra vez con sus espadas. Sangraba por numerosas heridas. Cada vez estaba más débil. Y entonces oyó la voz del destino, reconfortándolo: «Vivir para las armas y morir por ellas». Mientras caía desplomado al suelo, su mente le trajo la imagen de Lucrecia. Y entonces todo pensamiento cesó.
César Borgia había muerto.