Capítulo 29

La misma noche en que murió Alejandro, numerosos grupos de hombres armados se adueñaron de las calles de Roma, apaleando, asesinando y saqueando los hogares de todos los «catalanes» que encontraban a su paso, pues así se conocía a las personas de ascendencia española.

A pesar de su juventud y su fortaleza, César seguía gravemente enfermo. Había estado varias semanas en cama, luchando contra la enfermedad, resistiéndose a la llamada de la muerte. Y, aun así, no mejoraba. Finalmente, y pese a sus reiteradas negativas, Duarte había ordenado a Marruzza que lo sangrara.

César estaba tan débil que ni siquiera había podido tomar las medidas necesarias para proteger sus propiedades y, mientras los principales miembros de las familias cuyos territorios había conquistado se reunían forjando nuevas alianzas, él apenas era capaz de mantenerse despierto. Sus enemigos no tardaron en reconquistar Urbino, Camerino y Senigallia, mientras otros gobernantes depuestos volvían a ocupar sus antiguos feudos sin apenas resistencia, incluso los Colonna y los Orsini unieron sus fuerzas y enviaron sus tropas a Roma para influir en la elección del nuevo pontífice. Pero César ni siquiera era capaz de levantarse de su lecho.

A lo largo de los años, César y su padre habían planeado las medidas que se debían tomar a la muerte de Alejandro para proteger a la familia y para que ésta conservara sus riquezas, sus títulos y sus territorios. Pero, ahora, César estaba demasiado enfermo para llevarlas a cabo.

De no haber sido así César habría concentrado sus tropas más leales en Roma y sus alrededores, se habría asegurado que las principales plazas y fortalezas de la Romaña recibieran las tropas de refuerzo necesarias para defenderse de los ataques de sus enemigos y, sobre todo, habría reforzado sus alianzas. Pero su salud no se lo permitía. Le había pedido a Jofre que se encargara de tomar las medidas necesarias, pero su hermano se había negado a hacerlo, profundamente afligido como estaba, no por la muerte de su padre, sino por la de su amada esposa, que se había dejado morir en las mazmorras del castillo de Sant’ Angelo antes de ser liberada.

Finalmente, César mandó llamar a Duarte para que reuniese un ejército de hombres leales, pero el Sacro Colegio Cardenalicio, que ya no estaba bajo el control de los Borgia, ordenó que todas las tropas armadas abandonaran la ciudad de Roma de manera inmediata.

Ahora, lo más importante era elegir al nuevo vicario de Cristo y la presencia de tropas armadas en Roma podría influir en la decisión de los miembros del cónclave; incluso las tropas de los Orsini y los Colonna tuvieron que abandonar la ciudad.

El Sacro Colegio Cardenalicio sin duda era un poderoso enemigo. César envió mensajeros solicitando el apoyo de los reyes de Francia y de España, pero, tras la muerte de Alejandro, todo había cambiado; ambas monarquías le negaron su apoyo, pues no deseaban tomar partido en las disputas internas de Italia; preferían aguardar acontecimientos.

Duarte visitaba a César a diario para transmitirle las condiciones del acuerdo que ofrecían los enemigos de los Borgia.

—Podría ser peor —le dijo un día a César—. Al menos podréis conservar vuestras riquezas, aunque todos los territorios conquistados deben ser devueltos a sus antiguos señores.

Pero, más que generosos, los gobernantes de los territorios conquistados estaban siendo precavidos, pues aún temían a César. Desconfiaban de su enfermedad, incluso pensaban que podía ser fingida, que les estuviese tendiendo una trampa, como ya lo había hecho en Senigallia.

Además, los súbditos de las distintas plazas de la Romaña eran leales a César, que había gobernado con más justicia y generosidad que sus antiguos señores. Así, si César aceptaba la oferta de sus enemigos, éstos no tendrían que sufrir la humillación de ver cómo sus antiguos súbditos mostraban públicamente su apoyo a César.

Aunque éste retrasó su respuesta todo lo posible, sabía que, si no ocurría un milagro, se vería obligado a aceptar las condiciones impuestas por sus enemigos.

Aquella noche, a pesar de su debilidad, César se levantó de su lecho y escribió una carta a Caterina Sforza a Florencia. Si tenía que devolver las plazas conquistadas, las de Caterina serían las primeras. Redactó un edicto ordenando la inmediata devolución tanto de Imola como de Forli a Caterina y a su hijo Riario. Pero cuando despertó a la mañana siguiente, sintiéndose con más fuerza, decidió guardar tanto la carta como el edicto. Él también esperaría acontecimientos.

«¡El papa ha muerto! ¡El papa ha muerto!», gritaban los pregoneros en Ferrara. Lucrecia, soñolienta, se levantó del lecho y se asomó al balcón.

Antes de que pudiera darse cuenta de lo ocurrido, pues el sueño aún pesaba sobre sus párpados, don Michelotto entró en sus aposentos. Había cabalgado toda la noche, hasta que finalmente había llegado a Ferrara justo detrás de las noticias.

—¿Miguel? —dijo Lucrecia—. ¿Es cierto lo que oigo? ¿De verdad ha muerto mi padre?

Incapaz de hablar, don Michelotto inclinó la cabeza, abatido.

Lucrecia permaneció en silencio, aunque, en su corazón, sus gritos se oyeron por todo Ferrara.

—¿Quién lo ha matado? —preguntó con aparente tranquilidad.

—Al parecer fue la malaria —contestó él.

—¿Y vos lo creéis? —preguntó ella—. ¿Lo cree César?

—Vuestro hermano también está enfermo —dijo don Michelotto—. Tan solo su juventud y su fortaleza han impedido que compartiera el destino de Su Santidad.

Lucrecia cada vez respiraba con mayor dificultad.

—Debo ir a su lado —dijo finalmente.

Su padre había muerto y su hermano la necesitaba.

Un instante después, llamó a una de sus damas de compañía para que se encargara de los preparativos del viaje.

—Necesito un vestido negro y calzado apropiado —le ordenó.

Pero don Michelotto se opuso.

—Vuestro hermano me ha pedido que os mantenga alejada de Roma —dijo.

—Lejos del peligro. Las calles de Roma no son seguras. Hay disturbios y se han saqueado las casas de numerosos españoles.

—Miguel, no podéis pedirme que permanezca lejos de César y de mis hijos —dijo ella—. No podéis pedirme que renuncie a ver por última vez a mi padre antes de que reciba sepultura.

Y, de repente, los ojos de Lucrecia se llenaron de lágrimas de rabia y de dolor.

—Vuestros hijos han sido trasladados a Nepi —dijo don Michelotto—. Allí estarán a salvo. Adriana cuida de ellos y Vanozza no tardará en llegar. César me ha pedido que os dijera que, en cuanto se recupere de su dolencia, se reunirá con vos en Nepi.

—Pero… ¿Y mi padre? —exclamó ella entre sollozos—. Tengo que ver a mi padre.

Don Michelotto no quería pensar en cómo se sentiría Lucrecia si llegaba a ver el cuerpo hinchado y amoratado del sumo pontífice, pues si aquella imagen se había grabado en su retina, dejándole una profunda sensación de tristeza y repugnancia, ¿qué efecto tendría en aquella delicada criatura?

—Podéis rezar por el alma de vuestro padre desde Ferrara —dijo finalmente.

—El padre celestial os escuchará.

Ercole d’Este y su hijo Alfonso no tardaron en acudir a los aposentos de Lucrecia para brindarle su consuelo, pero no había consuelo posible para ella.

Lucrecia dispuso que sus criados prepararan una alcoba para que don Michelotto descansara y le dijo que acudiría a Nepi en cuanto su hermano la llamara.

Ercole y don Michelotto no tardaron en abandonar la estancia, pero, ante la sorpresa de Lucrecia, su esposo permaneció junto a ella. Desde que Lucrecia se había trasladado a Ferrara, Alfonso había pasado la mayor parte del tiempo en el lecho de alguna cortesana o jugando con su colección de armas de fuego, mientras Lucrecia se rodeaba de artistas, músicos y poetas o atendía las peticiones de sus nuevos súbditos.

Pero, ahora, Alfonso se acercó a ella de forma afectuosa.

—¿Hay algo que pueda hacer por vos? —preguntó—. ¿O preferís que os deje a solas?

Lucrecia permaneció en silencio. Era incapaz de pensar, de moverse, de hacer nada. Hasta que, finalmente, todo empezó a nublarse a su alrededor.

Alfonso la sujetó antes de que cayera al suelo. La sentó sobre el lecho y la abrazó, acunándola suavemente entre sus brazos. Hasta que ella volvió a abrir los ojos.

—Habladme, esposo mío —le rogó a Alfonso—. Decidme cualquier cosa que pueda ayudarme a olvidar mi dolor.

Las lágrimas de Lucrecia eran tan profundas que ni tan siquiera conseguía hacerlas brotar.

Alfonso estuvo con su esposa todo el día y toda la noche y todos los días y las noches que siguieron, consolando su dolor, acunando sus lamentos.

La elección de un nuevo papa no podía retrasarse por más tiempo y César debía encontrar la manera de detener a Giuliano della Rovere, Al eterno enemigo de los Borgia.

César apoyaba la elección del cardenal francés Georges d’Amboise, pero para los cardenales italianos sólo existía un posible candidato ése era Della Rovere. Por su parte, los cardenales españoles tenían u propio candidato.

Los florentinos, que eran muy amantes del juego, pronto empezaron a hacer apuestas sobre quién sería el próximo sumo pontífice. El pueblo hacía sus apuestas, pero, sobre todo, eran los bancos florentinos quienes apostaban verdaderas fortunas.

Las apuestas por D’Amboise se pagaban cinco contra uno. Della Rovere, en cambio, estaba a tres contra uno. Del resto de posibles candidatos, ninguno superaba los veinte contra uno. Pero, tratándose de un cónclave, el desenlace era impredecible, pues no sería la primera vez que el principal candidato no llegaba a ocupar el solio pontificio.

Y, en esta ocasión, tras los primeros recuentos, resultó evidente que ni D’Amboise ni Della Rovere conseguirían los votos suficientes.

Hicieron falta otras dos votaciones para que la fumata por fin se tornara blanca. Ante la sorpresa de todos, el nuevo sumo pontífice era el cardenal Francesco Piccolomini. Aunque no fuera su candidato, César recibió la noticia con satisfacción.

Piccolomini tomó el nombre de Pío III. Aunque no siempre hubiera apoyado las decisiones de Alejandro, el nuevo vicario de Cristo era un hombre benévolo y bondadoso. César sabía que trataría a los Borgia de forma justa y que los protegería de sus enemigos; al menos mientras esa protección no fuese en contra de los intereses de la Santa Iglesia de Roma.

Y, así fue como, de forma casi milagrosa, el peligro de un sumo pontífice hostil a los Borgia fue conjurado.

César fue recuperando paulatinamente las fuerzas. Al principio, lo suficiente como para andar por sus aposentos privados, después como para pasear por los jardines… Hasta que, finalmente, volvió a cabalgar sobre su corcel.

Una vez recuperado, empezó a concebir una estrategia para conservar sus territorios de la Romaña, y derrotar a sus enemigos. Hasta que un día, al regresar de cabalgar, César encontró a Duarte esperándolo en sus aposentos.

—Tengo malas noticias —dijo el consejero—. Pío III ha muerto.

Tan sólo había llevado la tiara pontificia durante veintiséis días.

El futuro volvía a tornarse oscuro para los Borgia. Tras la muerte de Pío III, la posibilidad de contar con la protección del sumo pontífice, o incluso con su imparcialidad, se tornó cada vez más remota. Conscientes de ello, los Orsini no tardaron en unirse a los Colonna para atacar a César.

Tras enviar a Vanozza a Nepi, pues su vida era más valiosa que sus posadas y sus viñedos, César reunió a sus tropas más leales y se hizo fuerte en el castillo de Sant’ Angelo.

Esta vez, nada podría detener al cardenal Della Rovere. La fecha en la que volvería a reunirse el cónclave se acercaba y las apuestas volvían a señalarlo como claro favorito. Incluso César daba por supuesta su elección. De ahí que reuniera a todas sus tropas y se preparase para hacer frente al nuevo sumo pontífice.

Y así fue como César se reunió con Giuliano della Rovere y, sirviéndose de su influencia sobre los cardenales españoles y franceses y de la expugnabilidad del castillo de Sant’ Angelo, consiguió llegar a un acuerdo con el cardenal.

César apoyaría su elección como sumo pontífice a cambio de mantener sus territorios y sus fortalezas en la Romaña. Además, César conservaría sus privilegios como gonfaloniero y capitán general de los ejércitos pontificios.

Para asegurarse de que el cardenal cumpliera lo pactado, César exigió que el acuerdo fuese hecho público. Y Della Rovere accedió, pues así se aseguraba la tiara papal.

Y así fue como el cardenal Della Rovere se convirtió en el nuevo vicario de Cristo en el cónclave más rápido que se recordaba en Roma.

Al igual que César, el cardenal Della Rovere era un gran admirador de Julio César. De ahí que eligiera el nombre de Julio II.

¡Cuánto tiempo había esperado ese momento! ¡Cuántas ideas tenía para la reforma de la Santa Iglesia de Roma!

Aunque el nuevo sumo pontífice ya no era un hombre joven, gozaba de buena salud y, ahora que por fin ocupaba el lugar que siempre había creído merecer, se mostraba menos hosco e irritable. Irónicamente, los planes que albergaba para los Estados Pontificios eran muy similares a los de Alejandro, pues su prioridad era unificar todos los territorios bajo un gobierno centralizado.

Al principio, el papa Julio dudó sobre cuál sería la mejor manera de proceder respecto a César. Aunque no le preocupaba tener que romper su palabra, al acceder al solio pontificio había comprendido que primero debía cimentar su poder para protegerse de sus enemigos.

Además, en la actual situación, Venecia constituía una amenaza tanto o más seria que los Borgia y tener a César como aliado era la mejor manera de frenar el afán expansionista de los venecianos en la Romaña. Así pues, Julio II decidió que lo más conveniente sería mantener una relación de aparente cordialidad con César.

Mientras tanto, César intentaba fortalecer su posición animando a los capitanes de las plazas y las fortalezas que había conseguido conservar a permanecer junto a él, intentando convencerlos de que eso era lo más conveniente para ellos, asegurándoles que él, César Borgia, conservaría su poder a pesar de su consabida enemistad con el nuevo sumo pontífice.

Además, César se puso en contacto con su amigo Maquiavelo, buscando el apoyo de Florencia.

César y Maquiavelo se reunieron en los jardines de Belvedere una fresca mañana de invierno. Pasearon entre hileras de altos cedros hasta sentarse en un viejo banco de piedra que ofrecía una vista espléndida de las cúpulas y las torres de Roma. El viento había limpiado el cielo de humo y de polvo y los edificios de mármol y terracota se perfilaban con una sorprendente claridad contra el bello telón que proporcionaba el cielo nítido y azul.

Maquiavelo advirtió inmediatamente el nerviosismo de César. El nuevo patriarca de la familia Borgia tenía las mejillas encendidas y apretaba los labios con fuerza. Además, sus ademanes eran vehementes y reía con demasiada frecuencia. Por un momento, Maquiavelo incluso se preguntó si César seguiría enfermo.

—Contemplad esta magnífica ciudad, Nicolás —dijo César con un amplio movimiento de la mano que pretendía abarcar toda Roma—. Hasta hace poco, ésta fue la ciudad de los Borgia y os aseguro que pronto volverá a serlo. Recuperar las fortalezas perdidas no tiene por qué resultar más difícil de lo que lo fue tomarlas por primera vez. Defender las plazas que he conservado no será problema, pues mis hombres me son leales. Además, el pueblo me apoya y estoy reuniendo un nuevo ejército con mercenarios extranjeros y soldados de infantería de Val di Lamone.

»Una vez que haya consolidado mi dominio sobre la Romaña, todo volverá a ser como antes —continuó diciendo César—. Sí, es cierto que el papa Julio siempre ha estado enfrentado a los Borgia, pero ahora todo ha cambiado. Me ha prometido su apoyo y ha hecho pública su promesa ante el pueblo de Roma y ante sus representantes. Yo sigo siendo el gonfaloniero. Incluso hemos hablado de una alianza matrimonial para estrechar la unión entre nuestras familias y es posible que mi hija Luisa pronto se despose con su sobrino Francesco. Hoy empieza un nuevo día, Maquiavelo. ¡Un nuevo día!

Maquiavelo se preguntó qué habría sido del brillante soldado que había conocido, de aquel tenaz guerrero al que había llegado a admirar.

Pero por mucho que se considerara amigo de César, tratándose de una cuestión oficial, Maquiavelo sólo le era fiel a Florencia.

Aquella tarde, espoleó a su caballo sin piedad, pues debía llegar a Florencia antes de que fuera demasiado tarde. Y, esta vez, al presentar su informe, Maquiavelo se dirigió a los miembros de la Signoria de forma muy distinta de como lo había hecho en anteriores ocasiones.

Entró en la sala con un aspecto más descuidado de lo habitual y se dirigió a los miembros de la Signoria sin hacer gala de su habitual vehemencia. Su semblante era grave. Por mucho que le desagradara lo que iba a decir, tenía que hacerlo.

—Señorías, sería una locura brindarle nuestro apoyo a César Borgia —empezó diciendo—. Sí, ya sé que el papa Julio II ha anunciado públicamente que las conquistas de César serán las conquistas de la Iglesia de Roma. Ya sé que César Borgia es el gonfaloniero. Y, aun así, estoy convencido de que el sumo pontífice no mantendrá su palabra. Julio II siempre ha odiado a los Borgia y traicionará a César.

»En cuanto al propio César Borgia, debo decir que he advertido un cambio preocupante en su comportamiento. Ya no es el mismo hombre. Antes, nadie podía saber lo que estaba pensando. Ahora me ha hecho saber expresamente sus planes, jactándose abiertamente de unos objetivos que nunca lograra. Señorías, César Borgia se está deslizando hacia su propia tumba. Florencia no debe ser enterrada con él.

Maquiavelo no se equivocaba. Al ver que tanto el poder de Venecia como el de César ya no suponían una seria amenaza, el papa Julio II no tardó en romper su palabra. Exigió a César que entregara de forma inmediata todas sus fortalezas y, para asegurarse de que sus órdenes se cumplieran, lo puso bajo arresto y lo envió a Ostia acompañado de un viejo cardenal y de una guardia armada.

César entregó las dos primeras fortalezas y envió misivas a sus capitanes haciéndoles saber que el nuevo sumo pontífice le había ordenado que devolviera las fortalezas a sus antiguos señores. Esperaba que sus capitanes ignoraran sus misivas, al menos durante el tiempo necesario para que él pudiera reaccionar.

Una vez en Ostia, solicitó el permiso del viejo cardenal para viajar a Nápoles, que ahora estaba bajo dominio español. Puesto que César había cumplido todas las órdenes del sumo pontífice y pensando que, mientras estuviera lejos de la Romaña, no contrariaría los deseos de Julio II, el cardenal lo acompañó al puerto de Ostia y César embarcó en un galeón rumbo a Nápoles.

Pero César todavía tenía una carta que jugar. A las órdenes del avezado capitán Fernández de Córdoba, las tropas españolas acababan de derrotar a los ejércitos franceses, obligándolos a abandonar Nápoles. Ahora que los españoles eran los únicos dueños de Nápoles, César esperaba obtener el apoyo de Fernando e Isabel, pues los Reyes Católicos siempre habían favorecido a los Borgia.

César le dijo a Fernández de Córdoba que, con el apoyo de los monarcas españoles, sus hombres podrían resistir en sus fortalezas de la Romaña el tiempo necesario para formar un nuevo ejército y obligar al sumo pontífice a respetar las condiciones del acuerdo que había roto.

El Gran Capitán accedió a presentar su causa ante sus soberanos. Y así fue como, ahora que estaba fuera del alcance de los hombres de Julio II, César preparó una nueva estrategia. Mientras esperaba la respuesta de Fernando e Isabel, envió nuevas misivas a sus capitanes, en las que los instaba a resistir mientras él reunía un ejército de soldados mercenarios para luchar junto a las tropas españolas al mando de Fernández de Córdoba.

Tres semanas después, César seguía sin tener noticias de los monarcas españoles. Cada vez estaba más impaciente; hasta que ya no se sintió capaz de seguir esperando. Tenía que hacer algo.

Ese día, cabalgó por las colinas que se elevaban junto a la costa hasta llegar al campamento de las tropas españolas. Una vez allí, fue conducido a la tienda de mando.

Gonzalo Fernández de Córdoba estaba sentado estudiando el gran mapa que había extendido sobre una mesa. Al ver entrar a César, se levantó de su asiento y lo recibió con un caluroso abrazo.

—Parecéis preocupado, amigo mío —dijo en tono afectuoso.

—Lo estoy —admitió César—. Mis fortalezas resisten y estoy reuniendo un ejército de mercenarios, pero todo ello será inútil si vuestros monarcas no me brindan el apoyo de vuestras tropas.

—Todavía no he recibido ninguna noticia —dijo el capitán—, pero mañana se espera la llegada de un galeón procedente de Valencia. Con un poco de suerte, ese galeón nos traerá la respuesta de sus majestades.

—Decís que todavía no hay noticias. ¿Acaso creéis que es posible que vuestros monarcas me nieguen su apoyo? Hablad con sinceridad, Gonzalo.

—Como bien sabéis, no es una decisión fácil —dijo el capitán—. Hay mucho en juego. No debéis olvidar que, de ponerse de vuestro lado, España se enemistaría con el sumo pontífice y, como muy bien sabéis, Julio II es un hombre implacable y vengativo.

—Sin duda estáis en lo cierto —dijo César—. Pero Fernando e Isabel siempre tuvieron el apoyo de mi difunto padre. No olvidéis que fue él quien les otorgó la dispensa que hizo posible sus esponsales; incluso fue el padrino de su primer hijo. Y, como sabéis, yo siempre he apoyado a vuestros monarcas…

El capitán español apoyó la mano en el brazo de César.

—Tranquilizaos, amigo mío —dijo—. Es necesario tener paciencia. Soy consciente de todo lo que decís y os aseguro que mis soberanos lo tendrán en cuenta, pues os consideran un amigo, un amigo leal. Lo más probable es que mañana mismo tengamos la respuesta y, si Dios lo quiere, entonces pondré todo el poderío de mis ejércitos al servicio de vuestra causa.

Las palabras del capitán español parecieron apaciguar los nervios de César.

—Tenéis razón —dijo—. Pronto tendremos la respuesta y, entonces, actuaremos con presteza.

—Así es —dijo el capitán—. Mientras tanto, es preferible no llamar la atención. Hay espías por todas partes; incluso en este campamento. La próxima vez, deberíamos encontrarnos en un lugar más retirado. ¿Conocéis el viejo faro que hay al norte del campamento?

—No —contestó César—, pero lo encontraré.

—Os veré allí mañana a la puesta del sol —dijo el capitán—. Entonces planearemos nuestra estrategia.

Al día siguiente, cuando el sol empezaba a ocultarse tras el horizonte, César caminó hacia el norte por la playa hasta encontrar el faro.

Cuando estaba a punto de llegar, Fernández de Córdoba salió a su encuentro.

—¿Qué noticias hay? —gritó César, incapaz de contener su impaciencia.

El capitán español se llevó un dedo a los labios, pidiéndole silencio.

—No debéis hablar tan alto —dijo cuando César llegó a su altura—. Entremos en el faro; toda precaución es poca.

César entró primero. En cuanto traspasó el umbral, cuatro hombres lo sujetaron. Unos segundos después, había sido desarmado y tenía las manos y las piernas atadas con pesadas cuerdas.

—Nunca pensé que fuerais un traidor, Gonzalo —dijo César.

El capitán español encendió una vela y César vio a los doce soldados armados que lo acompañaban.

—No es un acto de traición —dijo el capitán—. Me limito a obedecer las órdenes de mis soberanos. Aunque en el pasado vuestra familia haya sido aliada de España, mis soberanos no han olvidado vuestra alianza con Francia. Además, el poder de los Borgia pertenece al pasado. Ahora es Julio II quien ocupa el solio pontificio y el Santo Padre os considera su enemigo.

—¡No puede ser! —exclamó César—. ¿Acaso han olvidado que la sangre que corre por mis venas es española?

—Al contrario, amigo mío —dijo Fernández De Córdoba—. Mis soberanos os consideran súbdito suyo y por eso me han ordenado que seáis trasladado a España. Allí seréis acogido… en una prisión valenciana. Lo lamento, amigo mío, pero conocéis la devoción que sienten los Reyes Católicos por la Santa Iglesia de Roma. Para ellos, los deseos del Santo Padre son la expresión de la voluntad divina. —El capitán guardó silencio durante unos segundos—. También debéis saber que María Enríquez, la viuda de vuestro hermano Juan, os ha acusado formalmente de ser el autor del asesinato de su esposo. Y no olvidéis que María es prima del rey Fernando.

La indignación de César era tal que le impedía pronunciar palabra alguna.

Entonces, el capitán español dio una orden a sus hombres y, a pesar de la desesperada resistencia de César, cuatro de los soldados lo arrastraron afuera del faro y lo ataron a lomos de una mula. Minutos después, César se encontraba en el campamento español.

A la mañana siguiente, tras pasar la noche atado de pies y manos, César fue amordazado. Después, los soldados lo envolvieron en un sudario, lo introdujeron en un ataúd de madera, subieron el ataúd a un carro y lo llevaron hasta el puerto, donde fue embarcado en un galeón español con rumbo a Valencia.

César no podía moverse y apenas podía respirar. Luchó con todas sus fuerzas para no sucumbir al pánico, pues sabía que, si se dejaba dominar por él, acabaría por perder la razón.

Fernández de Córdoba había optado por ese método de transporte para evitar que los partidarios de César pudieran averiguar que había sido hecho prisionero. Tenía hombres más que suficientes a su mando para hacer fracasar cualquier intento de rescate, pero, como él mismo le había dicho a uno de sus lugartenientes: «¿Qué sentido tiene arriesgarse? De esta manera, cualquier espía que pueda haber en el puerto sólo verá el ataúd de un soldado que es transportado a España para recibir sepultura en su tierra».

Una hora después de zarpar, el capitán del galeón ordenó que sacaran a César del ataúd y que le quitaran el sudario y la mordaza.

Pálido y tembloroso, César fue encerrado en una gran caja de madera en la bodega de popa. Aun inmunda y abarrotada de objetos como estaba, al menos la caja tenía un respiradero en la puerta; cualquier cosa era mejor que el sofocante ataúd en el que César había pasado las últimas horas.

Durante la travesía, César sólo recibió unos panecillos rancios y un poco de agua una vez al día. El miembro de la tripulación que le llevaba la comida, un hombre bondadoso, además de un experimentado marinero, golpeaba los panecillos contra el suelo para deshacerse de los gusanos antes de romperlos en trozos e introducirlos en la boca de César.

—Lamento no poder liberaros de vuestras ataduras —le dijo el primer día a César—, pero son órdenes del capitán. Debéis permanecer atado hasta que lleguemos a Valencia.

Tras la horrible travesía, con la mar picada, atado de manos y pies en su repugnante caja y sin apenas probar bocado, César finalmente llegó a Vilanova del Grau. Por alguna ironía del destino, se trataba de mismo puerto valenciano desde donde el tío-abuelo de César, Alonso Borgia, que más tarde se convertiría en el papa Calixto, había partido hacia Italia sesenta años antes.

Una vez en España, ya no existía ninguna necesidad de ocultar al prisionero. Además, el concurrido puerto estaba abarrotado de soldados de Isabel y Fernando, por lo que cualquier intento de rescatar a César hubiera resultado inútil.

Una vez más, César fue arrojado como un fardo sobre el lomo de una mula y, así, recorrió las calles empedradas del puerto hasta llegar a la imponente fortaleza que hacía las veces de prisión.

Fue encerrado en una diminuta celda en lo más alto de la fortaleza, donde, en presencia de cuatro soldados armados, por fin fue liberado de sus ataduras.

Mientras se frotaba las doloridas muñecas, César miró a su alrededor. Tan sólo había un colchón lleno de manchas sobre el suelo, un cuenco oxidado para comer y un hediondo orinal. Cesar pensó que aquellas cuatro paredes podrían ser su hogar hasta el día de su muerte. De ser así, sin duda ese día llegaría pronto, pues ahora que sus leales anfitriones, los Reyes Católicos, se mostraban tan deseosos de complacer al sumo pontífice y a la viuda de su hermano Juan, a César no le cabía la menor duda de que pronto le darían muerte.

Pero pasaron los días, y después las semanas, y César permanecía sentado en el suelo de su celda, intentando mantener la cordura a base de contar; contaba las cucarachas de la pared, contaba las manchas del techo, contaba las veces que se abría todos los días la diminuta ranura que había en la puerta de su celda. Una vez a la semana, se le permitía salir al patio de la fortaleza para respirar aire puro durante una hora y los domingos llevaban a su celda una palangana llena de agua turbia para que se aseara.

Hasta que César llegó a preguntarse si aquello no sería peor incluso que la muerte. Aunque no pudiera saberlo, pensaba que no tardaría en averiguarlo.

Las semanas se convirtieron en meses y nada cambió. Había momentos en los que creía estar a punto de perder la razón, momentos en los que incluso llegaba a olvidar quién era. Otras veces se imaginaba a sí mismo paseando por «Lago de Plata» o conversando con su padre en los lujosos aposentos del Vaticano. Aunque intentaba no pensar en Lucrecia, había ocasiones en las que creía tenerla a su lado, acariciándole el cabello, besándolo, dirigiéndose a él con palabras tranquilizadoras.

Pensaba en su padre, intentando comprenderlo, intentando entender sus razones sin criticar sus errores. ¿De verdad había sido tan grandioso Alejandro como siempre había creído César? Aunque era consciente de que hacerlo yacer con Lucrecia había sido una brillante estrategia, no podía perdonar a su padre por ello, pues el precio que habían tenido que pagar por su pecado había sido demasiado alto. Y, aun así, ¿acaso hubiera preferido vivir sin amar a su hermana como la había amado? Ni siquiera podía imaginar una vida sin el amor de su hermana. Aunque, por otro lado, eso le había impedido amar verdaderamente a ninguna otra mujer. ¿Hasta qué punto habría sido ese amor la causa de la muerte de Alfonso?

Aquella noche, César lloró inconsolablemente. Lloró por sí mismo y por Alfonso. Y lloró por su esposa Charlotte. ¡Cuánto lo había amado esa mujer!

Y entonces decidió que, si lograba escapar a su destino, si el Padre Celestial le concedía otra oportunidad, dejaría a un lado su pasión por Lucrecia y viviría una vida honorable junto a su esposa Charlotte y su hija Luisa.

Entonces recordó las palabras de su padre cuando él le había dicho que no creía en Dios ni en la Virgen ni en los santos.

«Muchos pecadores niegan a Dios porque temen su castigo. Por eso renuncian a la verdad —le había dicho su padre con fervor mientras sujetaba su mano—. Presta atención a lo que voy a decirte, hijo mío. La crueldad que ven en el mundo los hace cuestionar la existencia de un Dios eterno y piadoso, los hace dudar de su infinita bondad y de la Santa Iglesia. Pero un hombre puede mantener viva su fe mediante la acción. Muchos santos fueron hombres de acción. Nunca he sentido ninguna estima por esos hombres que se flagelan y meditan sobre los grandes misterios de la vida mientras permanecen recluidos en sus monasterios. No hacen nada por la Iglesia, no ayudan a perpetuarla. Somos los hombres como tú y como yo quienes debemos ocuparnos de eso». César recordaba cómo su padre lo había señalado con el dedo. «Aunque para ello debamos limpiar nuestras almas en el purgatorio. Cada vez que rezo, cada vez que confieso mis pecados, ése es mi único consuelo por las terribles acciones que en ocasiones me veo obligado a cometer. No importa lo que digan los humanistas, esos seguidores de los filósofos griegos que mantienen que esta vida es todo lo que existe, pues existe un Dios todopoderoso y es un Dios piadoso y comprensivo. Ésa es nuestra fe, aquello en lo que debemos creer. Puedes convivir con tus pecados, puedes confesarlos o no, pero nunca debes renunciar a tu fe».

En aquel momento, las palabras de su padre no habían significado nada para César, pues no alcanzaba a comprender su verdadero sentido. Ahora, en cambio, estaba dispuesto a confesarse ante cualquier Dios que pudiera oírlo. Pero cuando su padre le dijo aquellas palabras, César solo oyó una frase: «No olvides, hijo mío, que tú eres mi mayor esperanza para el futuro de los Borgia».

Un día, pasada la medianoche, César vio cómo la puerta de su celda se abría lentamente. Pero en vez de un guardia, quien entró fue Duarte Brandao. Llevaba una cuerda enrollada alrededor del brazo.

—¡Duarte! —exclamó César—. ¿Qué hacéis aquí?

—Rescataros, amigo mío —contestó Duarte—. Pero debéis daros prisa. No tenemos mucho tiempo.

—¿Y los guardias? —preguntó César, cuyo corazón latía frenéticamente.

—Han recibido un generoso soborno —dijo Duarte mientras desenrollaba la cuerda.

—¿No pretenderéis que descendamos por esa cuerda? —preguntó César, frunciendo el ceño—. Es demasiado corta.

—Desde luego —dijo Duarte, sonriendo—. Sólo la colgaré para proporcionarle una coartada a los guardias —continuó diciendo mientras fijaba la cuerda a la argolla de hierro que había en la pared y descolgaba el otro extremo por la ventana.

Salieron de la celda y César siguió a Duarte por la escalera de espiral que descendía hasta una pequeña puerta en la fachada trasera de la fortaleza. No se cruzaron con ningún guardia. Duarte corrió hasta el lugar donde la cuerda colgaba, balanceándose junto al muro, a varios metros del suelo, y sacó un frasco de terracota del bolsillo de su capa.

—Sangre de pollo —le dijo a César—. Esparciré un poco justo debajo de la cuerda y dejaré un rastro que señale hacia el sur. Así pensarán que os heristeis al saltar y que huisteis cojeando en esa dirección, cuando, en realidad, nos dirigiremos hacia el norte.

César y Duarte atravesaron una pradera y subieron a lo alto de una colina, donde un niño los aguardaba con dos caballos.

—¿Adónde nos dirigimos, Duarte? —preguntó César—. No creo que queden muchos lugares seguros para vos y para mí.

—Así es —dijo Duarte—. Hay pocos lugares donde podamos estar seguros, pero aún quedan algunos. Vos cabalgaréis hasta la fortaleza de vuestro cuñado, el rey de Navarra. Os espera. Allí seréis bienvenido y estaréis a salvo.

—¿Y vos? —preguntó César—. ¿Qué será de vos? En Italia nunca sobreviviríais. Después de esta noche, España tampoco es un lugar seguro y ni vos confiasteis nunca en los franceses ni tampoco ellos confiaron en vos. ¿Qué posibilidad os queda, entonces?

—Tengo una pequeña barca esperándome en la playa, no muy lejos de aquí —dijo Duarte—. Navegaré hasta Inglaterra.

—¿Entonces volvéis a Inglaterra, sir Edward? —preguntó César, al tiempo que esbozaba una sonrisa.

Sorprendido, Duarte levantó la mirada.

—¿Lo sabíais?

—Mi padre siempre lo sospechó —dijo César—. Pero ¿acaso no teméis encontraros con un rey hostil?

—Posiblemente —dijo Duarte—. Pero, ante todo, Enrique Tudor es un hombre práctico y sagaz que gusta de rodearse de consejeros capaces. De hecho, he oído que ha indagado sobre mi paradero y que ha dado a entender que si regresara a Inglaterra y me pusiera a su servicio estaría dispuesto a concederme su perdón, devolviéndome mi anterior posición, que debo admitir que era bastante privilegiada. Por supuesto, es posible que se trate de una trampa. Pero ¿acaso tengo elección?

—No, supongo que no —dijo César—. Pero ¿de verdad creéis que podréis navegar solo hasta Inglaterra?

—No debéis preocuparos por mí. He navegado mucho más lejos que eso. Además, con el paso de los años, he llegado a apreciar la soledad. —Duarte guardó silencio durante unos instantes—. Bueno, amigo mío, se está haciendo tarde. Creo que ha llegado el momento de decir adiós.

Los dos hombres se abrazaron en lo alto de la colina, iluminados por la brillante luna española.

—Nunca os olvidaré, Duarte —dijo César—. Tened buen viaje y que Dios os conceda una brisa favorable.

Y, sin más, saltó sobre su montura y cabalgó hacia el norte antes de que Duarte pudiera ver las lágrimas que afloraban en sus ojos.