En Ostia, el cardenal Giuliano della Rovere caminaba, enfurecido, por su palacio. Acababa de saber que César Borgia había conquistado Senigallia, Ahora, los Borgia mandaban incluso en aquellos territorios que pertenecían a su familia. Pero eso no era lo peor.
Las tropas que César había dejado atrás habían saqueado la plaza y habían violado a todas las mujeres; ni siquiera su dulce nieta Ana, de doce años de edad, había podido eludir tan terrible destino.
La furia del Cardenal era tal que ni siquiera le permitía entregarse a la oración. Finalmente, cogió una pluma y, de pie ante su escritorio, temblando de la ira, escribió un mensaje para Ascanio Sforza: «El mal seguirá reinando mientras nuestras almas sigan aferrándose a la virtud. Por el bien de Dios y de la Santa Iglesia de Roma, debemos enmendar las afrentas que se han cometido contra nuestras familias». Después escribió la hora y el lugar donde deseaba reunirse con él.
Con las manos temblorosas, sujetó el lacre sobre una vela y observó cómo las gotas rojas caían sobre el pergamino. Después cogió el sello con la cabeza de Cristo Mártir y lo presionó contra el lacre caliente.
Estaba a punto de llamar a su ayuda de cámara para que se encargara de a hacerle llegar la misiva al cardenal Sforza cuando, de repente, sintió un dolor punzante en las sienes. El dolor se tornó tan agudo que, presionándose la cabeza con ambas manos, Della Rovere se dejó caer de rodillas. Intentó gritar, pero la imagen que se presentó ante sus ojos ahogó su grito.
Primero vio el estandarte del papa Alejandro, con el toro rojo bordado sobre un fondo blanco. De repente, el estandarte cayó al suelo y mil caballos pasaron por encima de él, convirtiéndolo en un montón de jirones embarrados.
Era una señal. El poder de los Borgia tocaba a su fin.
Della Rovere se levantó, aturdido. Las rodillas le temblaban hasta tal punto que tuvo que apoyarse contra el escritorio. Unos minutos después, cuando recuperó las fuerzas, volvió a coger la pluma y escribió un mensaje tras otro. Cada vez que lacraba un pergamino recitaba una oración. Escribió al rey Federico de Nápoles y a Fortunato Orsini, que, tras la muerte del cardenal Orsini, se había convertido en el patriarca de la familia. Escribió al cardenal Coroneto, al cardenal Malavoglia, a Caterina Sforza y a la reina Isabel de Castilla.
Había llegado el momento que había esperado durante tantos años.
Como todos los días, Jofre descendió la escalera que llevaba a las mazmorras del castillo de Sant’ Angelo. Como todos los días, pasó frente a la estancia donde los guardias dormían y se dirigió a la miserable celda en la que estaba encerrada su esposa.
Uno de los guardias le abrió la puerta. Sancha estaba sentada en el catre, inmóvil y silenciosa como una estatua, con el cabello enmarañado sobre la cara. Como todos los días, ni tan siquiera pareció advertir la presencia de su esposo. Al verla así, los ojos de Jofre se llenaron de lágrimas. Se sentó a su lado y cogió su mano. Ella seguía sin moverse; ni tan siquiera lo miraba.
—Sancha, amor mío —suplicó él—. No puedes seguir así. Tienes que luchar. Le he enviado tu mensaje a tu tío. Estoy seguro de que pronto vendrá por ti. Sancha, por favor…
Ella empezó a tararear una melodía con la mirada perdida en el techo.
Jofre sabía lo que tenía que hacer, pero no sabía cómo hacerlo.
Porque, desde el día en el que Alejandro había ordenado encerrar a Sancha en las mazmorras, la guardia personal del sumo pontífice lo vigilaba día y noche. Tan sólo lo dejaban solo cuando, todos los días, descendía a las mazmorras del castillo de Sant’ Angelo.
César, que acababa de regresar a Roma, le había dicho que necesitaba un poco de tiempo para razonar con su padre, aunque le había prometido que conseguiría persuadirlo y que Sancha pronto volvería a estar libre.
Ahora Jofre miraba a su esposa y sólo era capaz de llorar. Si César no convencía pronto a su padre, la propia Sancha se liberaría de su terrible cautiverio. Y él no podría soportarlo.
Un guardia abrió la puerta y llamó a Jofre por su nombre. Aunque al principio no lo reconoció, había algo en su voz que le resultaba familiar. El guardia tenía los ojos azules y el cabello oscuro y sus pronunciadas facciones transmitían una sensación de gran fortaleza.
—¿Te conozco? —preguntó Jofre.
El hombre asintió, tendiéndole la mano. Y fue entonces cuando Jofre vio el gran anillo.
—¡Vanni! —exclamó—. Pero… ¿Cómo has conseguido entrar? Vanni sonrió.
—Parece que mi disfraz ha funcionado —dijo con una sonrisa—. Pero ahora debemos hablar. No disponemos de mucho tiempo.
Varios días después, dos hombres se reunieron al atardecer frente a un gran establo. Ambos vestían hábitos cardenalicios. Al cabo de unos minutos, uno de ellos, el más alto, se acercó a los cuatro jinetes enmascarados que esperaban a unos metros del establo ocultos bajo largas capas negras.
—Haced exactamente lo que os he ordenado —dijo—. No debe quedar nada en pie. Nada —repitió.
Los cuatro enmascarados cabalgaron por las dunas hasta la cabaña de la anciana. Al oírlos llegar, Noni salió de la cabaña con su cesta y su bastón de madera de espino.
Uno de los jinetes desmontó y, tras acercarse a la anciana, le susurró algo al oído. Ella asintió, mirando hacia un lado y hacia otro. Después caminó lentamente hasta la huerta y recogió un puñado de bayas oscuras. Cuando volvió a la cabaña, las puso en una pequeña bolsa de cuero y se la entregó al hombre enmascarado.
—Grazie —dijo él cortésmente. Después desenvainó su espada y, con un diestro movimiento, partió en dos el cráneo de la anciana.
Tras prender fuego a la cabaña con el cadáver de Noni dentro, los cuatro jinetes se alejaron al galope.
El cardenal Corneto ofreció un espléndido banquete para celebrar las conquistas de César y el undécimo aniversario del ascenso de Alejandro al solio pontificio. Aquel día, Alejandro se despertó intranquilo; la noche anterior apenas pudo conciliar el sueño. Se sentó en la cama e intentó tranquilizarse antes de ponerse de pie. Buscó su amuleto para frotarlo y rezar sus oraciones, como hacía cada mañana. Cuando se palpó el cuello y vio que no tenía nada, se asustó, pero enseguida se puso a reír en voz baja. Seguro que se había dado la vuelta, y que estaría colgando por su espalda. No se podía haber perdido, ya que hacía años que se lo hizo soldar a la cadena, y, desde entonces, jamás se le había caído del cuello. Sin embargo, aquella mañana no lo encontraba por ninguna parte y Alejandro estaba desconcertado. Llamó a todos sus criados a voz en grito y mandó avisar a Duarte, César y Jofre, pero aunque se buscó el amuleto por todos los rincones de la habitación, éste no aparecía.
—No saldré de mis aposentos hasta que no encontremos el amuleto —les dijo, con los brazos cruzados.
Le aseguraron que lo buscarían por el subterráneo, por la catedral e, incluso, por el bosque si era necesario; no cesarían su búsqueda hasta encontrarlo.
Cuando llegó la noche, la joya todavía no había aparecido. El cardenal Coroneto comunicó al papa que todos le esperaban para dar inicio la celebración y Alejandro accedió a asistir a la misma. Sin embargo, antes de marcharse les advirtió a todos:
—Si mañana por la mañana el amuleto no está en mi poder, suspenderé todos los asuntos eclesiásticos.
Las mesas habían sido dispuestas en el jardín, frente al estanque con fuentes de aguas cristalinas que caían sobre miles de coloridos pétalos de rosa. Se había servido venado en salsa de bayas de enebro, deliciosas gambas genovesas en salsa de limón y una magnífica tarta de frutas con miel. Además, un popular cantor napolitano y un grupo de bailarinas sicilianas amenizaban la velada mientras los criados rellenaban de vino una y otra vez las grandes copas de plata.
Cuando el orondo cardenal romano alzó su copa para brindar por los Borgia, los treinta comensales imitaron su gesto.
Alejandro, de un magnífico humor, bromeaba con sus hijos, que estaban sentados a ambos lados de él. Cuando los rodeó con sus brazos en un cálido abrazo, Jofre se inclinó hacia su hermano para decirle algo y, ya fuera por accidente o a propósito, golpeó la copa que César sujetaba en la mano, y derramó el vino, brillante como la sangre, sobre la camisola de seda dorada de César.
Cuando uno de los criados se apresuró a limpiarle la mancha, César lo apartó de su lado con un gesto impaciente.
Alejandro no tardó en sentirse indispuesto. Fatigado, y cada vez más acalorado, acabó por retirarse. César tampoco se sentía demasiado bien, aunque estaba más preocupado por la salud de su padre, que cada vez estaba más pálido y había empezado a sudar copiosamente.
Al llegar al Vaticano, Alejandro, febril, apenas podía hablar. Su médico personal, el doctor Michele Marruzza, fue llamado inmediatamente.
Tras examinar al sumo pontífice se dirigió a César moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Creo que es malaria —dijo. Después, observó a César en silencio durante unos instantes—. Vos tampoco tenéis buen aspecto. Os recomiendo que descanséis. Mañana vendré a veros a primera hora; a Su Santidad y a vos.
Cuando volvió, al día siguiente, resultaba evidente que tanto el padre como el hijo se encontraban gravemente enfermos.
El doctor Marruzza, que no estaba seguro de si estaba luchando contra la malaria o contra algún veneno, procedió a sangrarlos con sanguijuelas. Él mismo las había traído en un frasco, donde las escurridizas y delgadas criaturas se deslizaban pegadas al cristal.
Frunciendo las cejas en un gesto de concentración, Marruzza sacó las viscosas criaturas del frasco sujetándolas cuidadosamente con unas pequeñas pinzas de metal. Las sanguijuelas tenían una ventosa en cada extremo del cuerpo; una para aferrarse a la carne y la otra para chupar la sangre.
Marruzza colocó una sanguijuela en un pequeño plato de latón y se la mostró a César.
—Son las mejores sanguijuelas de toda Roma —explicó con orgullo—. Las he adquirido a un alto precio en el monasterio de San Marcos, donde las crían con gran dedicación.
César se estremeció al ver cómo Marruzza colocaba las dos primeras sanguijuelas en el cuello de su padre. Inmediatamente, las criaturas empezaron a adquirir una tonalidad más oscura al tiempo que su cuerpo se hacía más corto y voluminoso. Cuando Marruzza colocó la cuarta sanguijuela, la primera estaba tan llena de sangre que parecía a punto de explotar. Redonda y amoratada como una baya, se desprendió del cuello del sumo pontífice y cayó sobre las sábanas de seda blanca.
—Debemos darles tiempo para que absorban la sangre enferma de Su Santidad —explicó Marruzza—. Eso ayudará a que sane antes.
César sentía náuseas.
Algunos minutos después, cuando Marruzza consideró que las sanguijuelas ya habían succionado suficiente sangre enferma, procedió a retirarlas cuidadosamente.
—Creo que Su Santidad ya se encuentra mejor —dijo.
De hecho, la fiebre de Alejandro había remitido, aunque ahora el sumo pontífice estaba frío y sudoroso y su piel tenía un tono mortecino.
—Ahora es vuestro turno —dijo Marruzza al tiempo que se acercaba a César y le mostraba una de las sanguijuelas para que pudiera admirarla de cerca. César apartó la cabeza.
Al caer la noche, a pesar del optimismo del doctor, resultaba evidente que el estado de Alejandro había empeorado.
En sus aposentos, situados en la planta superior del palacio, César fue informado por Duarte de que su madre, Vanozza, había visitado al Santo Padre y de que, al parecer, había abandonado la cámara llorando. También había estado junto al lecho de César, pero al ver que dormía había preferido dejarlo descansar.
César insistió en que lo llevaran a los aposentos de su padre. Incapaz de andar, fue trasladado en una camilla y depositado suavemente sobre un amplio sillón situado junto al lecho del sumo pontífice. La cámara olía a podredumbre.
César cogió la mano del Santo Padre y la besó.
Tumbado boca arriba, Alejandro respiraba con dificultad, mientras entraba y salía de un sueño intranquilo. A veces, su mente parecía nublarse, pero el resto del tiempo razonaba con claridad.
Al volver la cabeza, el Santo Padre vio a su hijo César sentado junto a su lecho. Estaba pálido, ojeroso, y tenía el cabello lacio, sin vida. La preocupación que transmitía su rostro le enterneció.
Entonces, Alejandro pensó en sus hijos. ¿Los habría educado bien? ¿O acaso los habría tratado con demasiada autoridad, corrompiéndolos, desarmándolos?
De repente, todos los pecados de los que había hecho partícipes a sus hijos pasaron ante sus ojos en una serie de imágenes tan reales, tan nítidas y tan llenas de sentimiento que Alejandro no pudo negar la evidencia. Y, entonces, el Santo Padre lo comprendió todo.
—Te ruego que me perdones, hijo mío —dijo, apretando la mano de César—, pues he sido injusto contigo.
César sintió por su padre una mezcla de compasión y recelo.
—¿Por qué decís eso? —preguntó, mirando al sumo pontífice con una ternura que casi hizo llorar a Alejandro.
—Siempre te hablé del peligro del poder —dijo el Santo Padre, esforzándose por llenar sus pulmones de aire—, pero nunca te expliqué por qué. Te advertí del peligro, pero nunca te expliqué lo que ocurriría si no lo empleabas al servicio del amor.
—No os comprendo, padre —dijo César.
De repente, Alejandro se sintió joven y lleno de fuerza, como cuando todavía era cardenal y se sentaba junto a sus hijos para hablarles sobre la vida.
—Si no amas algo, el poder se convierte en una aberración y, lo que es más importante todavía, en una amenaza, pues el poder es peligroso y puede ponerse en contra de uno en el momento menos esperado.
Y, entonces, el sumo pontífice imaginó a su hijo frente a los ejércitos pontificios y lo vio venciendo grandes batallas y vio la sangre derramada, las masacres y la devastación de los vencidos.
Hasta que oyó la voz de su hijo que lo llamaba desde algún lejano lugar.
—¿Acaso no es el poder una virtud? —preguntaba César—. ¿Acaso no ayuda a salvar las almas de los hombres?
—Hijo mío —murmuró Alejandro, despertando de su ensueño—, el poder en sí mismo no posee ningún valor. No es más que el ejercicio fútil de la voluntad de un hombre sobre la de otro. El poder por sí solo no es un ejercicio de virtud.
César apretó la mano de su padre.
—Ahora debéis descansar, padre. No os conviene hablar.
Alejandro sonrió y, aunque a sus ojos era una sonrisa radiante, César sólo vio una pequeña mueca en su rostro.
—Sin amor, el poder convierte a los hombres en animales —dijo el Santo Padre, esforzándose por llenar sus pulmones de aire—. Sin amor, el poder nos aleja de nuestra parte divina, nos aleja de los ángeles.
La tez del sumo pontífice cada vez tenía un tono más gris. Sus pulmones silbaban luchando por cada bocanada de aire. Y, aun así, cuando Marruzza entró en la cámara para interesarse por su estado, Alejandro rechazó sus atenciones con un gesto de la mano.
—Vuestro trabajo aquí ha acabado —dijo y, sin prestarle más atención al médico, se volvió de nuevo hacia su hijo—: ¿Has amado alguna vez a alguien más que a tu propia vida? —le preguntó.
—Sí, padre —dijo César—. Lo he hecho.
—¿A quién? —preguntó Alejandro.
—A mi hermana, padre —dijo César evitando la mirada de Alejandro, pues las lágrimas pugnaban por aflorar en sus ojos.
—Lucrecia —dijo Alejandro apenas en un susurro y una sonrisa iluminó su rostro, pues aquel nombre era como música para sus oídos—. Sí —continuó diciendo—, ése fue mi pecado. Mi pecado y tu maldición y la fuerza de Lucrecia.
—Le diré cuánto la queríais, porque sé que ella hubiera deseado estar a vuestro lado en este momento más que ninguna cosa en este mundo.
—Dile a tu hermana que siempre ha sido la flor más preciada de mi vida —dijo Alejandro con una expresión que no podía contener falsedad alguna—. Una vida sin flores no es una vida, pues la belleza es más necesaria de lo que muchos hombres imaginan.
César miró a su padre y, por primera vez en su vida, lo vio como el hombre que era. No como el padre, el cardenal o el sumo pontífice, sino como un hombre imperfecto y tan lleno de dudas como cualquier otro. Porque César y Alejandro nunca habían hablado entre sí con libertad y, ahora, lo único que deseaba César era conocer a aquel hombre que era su padre.
—¿Y vos, padre? ¿Habéis amado a alguien más que a vuestra propia vida?
—Sí, hijo mío… Claro que sí —dijo Alejandro, y sus palabras sonaron llenas de melancolía.
—¿A quién? —preguntó César, al igual que lo había hecho antes su padre.
—A mis hijos, César. A todos vosotros. Y, aun así, a veces pienso que eso también ha sido mi pecado, pues, como sumo pontífice, debería haber amado más a Dios…
—Cada vez que os he visto oficiando misa frente al altar, cada vez que habéis levantado el cáliz áureo y habéis mirado hacia el cielo, he visto cómo vuestros ojos brillaban llenos de amor hacia Dios.
Alejandro empezó a toser y los espasmos retorcieron su cuerpo en una dolorosa convulsión.
—Cada vez que he elevado el cáliz, cada vez que he bendecido el pan y el vino que simbolizan el cuerpo y la sangre de Jesucristo, en mi mente sólo veía el cuerpo y la sangre de mis hijos —dijo Alejandro cuando los espasmos remitieron—. Pues igual que Dios creó al hombre, yo os he creado a vosotros e, igual que él sacrificó la vida de su hijo, yo he sacrificado las vuestras. Cuánta arrogancia, cuánta ambición. Y, aun así, nunca lo vi con tanta claridad como lo veo ahora.
Alejandro rió ante la ironía oculta en sus palabras; hasta que un nuevo acceso de tos convulsionó su cuerpo atormentado.
—Si necesitáis mi perdón, padre, debéis saber que lo tenéis —dijo César, intentando consolar a su padre a pesar de su propia debilidad—. Tenéis mi perdón, igual que siempre habéis tenido mi cariño.
Al oír las palabras de su hijo, por un momento, el sumo pontífice pensó que podría recuperarse de su enfermedad.
—¿Dónde está tu hermano Jofre? —preguntó al tiempo que fruncía el ceño con preocupación.
César llamó a Duarte y le pidió que acudiera inmediatamente en busca de Jofre.
Al entrar en la cámara, Jofre permaneció de pie detrás de su hermano, lejos del lecho de su padre. Su mirada, fría e impenetrable, no mostraba ningún dolor.
—Acércate, hijo mío —dijo Alejandro—. Quiero sentir tu mano en la mía.
Jofre se acercó a su padre y extendió la mano con reticencia.
—Acércate más, hijo mío —pidió Alejandro—. Hay algo que debo decirte.
Jofre vaciló durante unos instantes, hasta que finalmente se inclinó junto al borde del lecho.
—He sido injusto contigo, hijo mío —dijo Alejandro—. Ahora sé que eres mi hijo, pero, hasta esta noche, la vanidad de mi corazón nunca me permitió ver la verdad.
Jofre miró a través de la neblina que cubría los ojos de su padre.
—No puedo perdonaros, padre —dijo—, pues vos sois el culpable de que nunca me haya perdonado a mí mismo.
—Sé que ya es tarde para lo que voy a decirte, pero antes de morir quiero que lo escuches de mi boca —dijo Alejandro—. Tú deberías haber sido el cardenal, pues tú siempre fuiste la persona de mejor corazón de la familia.
—Ni siquiera me conoces, padre —dijo Jofre moviendo la cabeza de un lado a otro.
Alejandro sonrió al oír las palabras de su hijo, pues, cuando se ven las cosas tan claras, no existe lugar para el error.
—De no haber existido Judas, Jesucristo nunca hubiera dejado de ser un simple carpintero y hubiera muerto pacíficamente en su lecho —dijo el Santo Padre. Después dejó escapar una sonora carcajada, pues de repente, la vida le parecía algo absurdo.
Jofre le dio la espalda y salió de la habitación. César sujetó la mano de su padre entre las suyas y sintió cómo iban perdiendo el calor.
Alejandro, agonizante, no oyó los suaves golpes con los que llamaban a la puerta. No vio a Julia Farnesio cuando ésta entró en la habitación con una capa negra y un velo.
—Tenía que verlo por última vez —le explicó a César mientras se inclinaba para besar la frente de Alejandro.
—¿Estáis bien? —le preguntó César.
—Vuestro padre ha sido mi vida —dijo ella—, la piedra angular de mi existencia. He tenido muchos amantes, pero la mayoría de los hombres no son más que niños inexpertos en busca de gloria —continuó diciendo—. Con todos sus defectos, vuestro padre era un verdadero hombre.
De repente, las lágrimas inundaron sus bellos ojos.
—Adiós, amor mío —susurró al oído de su amante. Después abandonó rápidamente la cámara.
Una hora después, César mandó llamar al confesor de Alejandro para que su padre recibiera la extremaunción. Al salir el confesor, César se sentó junto a su padre y volvió a cogerle la mano.
Una sensación de gran paz envolvió a Alejandro al tiempo que el rostro de César iba desapareciendo ante sus ojos.
Y, en su lugar, el Santo Padre vio el deslumbrante rostro de la muerte y, acariciando las cuentas de oro de su rosario, paseo por los bosques de «Lago de Plata», inmerso en un baño de luz. Nunca se había sentido tan bien. Su vida estaba llena de gloria.
El cadáver del sumo pontífice, amoratado y rígido, se hinchó hasta tal punto que rebosó por ambos lados del ataúd. Tuvieron que encajarlo a presión y cerrar el féretro con clavos, pues, por muchos hombres que intentaran mantenerlo cerrado, sus esfuerzos siempre eran en vano.
Y así fue como, al final de sus días, el papa Alejandro VI, grande en vida, lo fue incluso más en la muerte.