Jofre y Sancha yacían profundamente dormidos en sus aposentos del Vaticano cuando, de repente y sin dar ningún tipo de explicación, unos soldados de la guardia pontificia entraron en su alcoba y se llevaron a Sancha. Ella se resistía, enfurecida.
—¿Qué significa esto? —gritó Jofre—. ¿Sabe mi padre lo que está ocurriendo?
—Cumplimos órdenes del sumo pontífice —dijo un joven teniente. Jofre se apresuró a acudir a los aposentos privados de su padre, donde encontró a Alejandro sentado frente a su escritorio.
—¿Qué significa esto, padre? —preguntó.
Alejandro levantó los ojos y contestó a su hijo con patente mal humor:
—Podría decirte que la causa es la moral relajada de tu esposa, pues con esa mujer cerca nadie puede estar a salvo, o que lo he hecho por tu incapacidad para dominar su genio —dijo—. Pero la verdad es que la razón es otra muy distinta. Por mucho que lo he intentado, no consigo hacer entrar en razón al rey Federico, que además cuenta con el apoyo del rey Fernando de España. Nápoles es vital para los intereses de la monarquía francesa y el rey Luis ha solicitado mi intervención.
—¿Qué tiene que ver Sancha con todo eso? —preguntó Jofre—. No es más que una muchacha inocente.
—¡Por favor, Jofre! No te comportes como un eunuco sin cabeza —exclamó el Santo Padre con impaciencia—. Lo que está en juego es el futuro de tu hermano. Para sobrevivir, debemos cuidar nuestras alianzas. Y, en este momento, el rey de Francia es nuestro principal aliado.
—Padre —dijo Jofre con la mirada encendida—, no puedo permitir que mi esposa sea ultrajada, pues Sancha nunca podría amar a un hombre que permitiera que la encierren en una mazmorra.
—Espero que tu querida esposa le haga llegar un mensaje a su tío, el rey Federico, pidiéndole su auxilio —dijo Alejandro.
Jofre tuvo que bajar la mirada para que su padre no viera el odio que reflejaba su rostro.
—Padre —dijo finalmente—, sólo voy a pediros esto una vez, como hijo vuestro que soy. Dejad en libertad a Sancha, pues, si no lo hacéis, será el final de mi matrimonio. Y eso es algo que no estoy dispuesto a permitir.
Alejandro miró, sorprendido, a su hijo. ¿Cómo osaba hablarle así? Su esposa sólo había causado problemas desde el primer día y Jofre nunca había sido capaz de controlar su comportamiento. ¿Y ahora se atrevía a decirle a su padre, al Santo Padre, cómo debía gobernar la Iglesia de Roma? Alejandro nunca hubiera creído capaz a Jofre de semejante insolencia.
Pero la voz del sumo pontífice no dejó traslucir ninguna emoción cuando volvió a dirigirse a su hijo.
—Te perdono tu insolencia porque eres mi hijo —dijo—. Pero si alguna vez vuelves a hablarme así, sea cual sea la razón, te juro que haré clavar tu cabeza en una pica por hereje. ¿Lo has entendido?
Jofre respiró profundamente.
—¿Cuánto tiempo tendréis encerrada a mi esposa? —preguntó.
—Pregúntaselo al rey de Nápoles —contestó Alejandro con impaciencia—. Todo depende de él. Tu esposa será liberada en el momento que su tío acepte que es Luis quien debe llevar la corona de Nápoles sobre su cabeza.
Jofre se dio la vuelta para marcharse.
—Desde hoy serás custodiado día y noche —añadió el sumo pontífice cuando su hijo estaba a punto de abandonar la estancia—. Así te evitaré cualquier posible tentación.
—¿Podré verla?
—Me sorprende que me hagas esa pregunta —dijo Alejandro al cabo de unos segundos—. ¿Qué clase de padre sería si impidiese que mi hijo viera a su esposa? ¿Acaso piensas que soy un monstruo?
Al volver a sus aposentos, Jofre no pudo contener las lágrimas, pues esa noche no sólo había perdido a su esposa, sino también a su padre.
Llevaron a Sancha al castillo de Sant’ Angelo y la encerraron en las mazmorras. Desde su celda, la joven napolitana podía oír los llantos, los gemidos, los gritos desesperados y los obscenos insultos de quienes compartían su triste destino.
Quienes la reconocieron se burlaron de ella y aquellos que no sabían quién era se preguntaron cómo una joven distinguida podría haber llegado a una situación así.
Sancha estaba furiosa. Esta vez, Alejandro había ido demasiado lejos. Al dar la orden de encerrarla, el sumo pontífice había sellado su destino, pues ella misma se aseguraría de que fuera privado del solio pontificio. Así, Sancha juró que si era necesario daría la vida para conseguir su objetivo.
Cuando Jofre llegó a las mazmorras de Sant’ Angelo, Sancha había volcado el catre, esparciendo la paja por el suelo de la celda. Además, había arrojado el agua, el vino y la comida que le habían llevado contra la pequeña puerta de madera.
Pero al ver a su esposo, corrió hacia él y lo abrazó con fuerza.
—Tienes que ayudarme —le rogó—. Si me amas, ayúdame a hacerle llegar un mensaje a mi tío. Tiene que saber lo que ha ocurrido.
—Te ayudaré —dijo Jofre, sorprendido por el recibimiento que le había dispensado Sancha. La abrazó con ternura y pasó los dedos entre su largo cabello—. Haré algo más que eso. Y, mientras tanto, estaré contigo en esta celda todo el tiempo que lo desees.
Jofre levantó el catre del suelo y los dos se sentaron. Él la rodeó con un brazo, intentando consolarla.
—¿Puedes conseguir papel? —preguntó ella—. Es importante que mi tío reciba el mensaje lo antes posible.
—Lo conseguiré y me aseguraré de que tu tío reciba el mensaje, pues no puedo soportar estar alejado de ti.
Sancha sonrió.
—Somos como una sola persona —dijo él—. El daño que te hagan a ti también me lo hacen a mí.
—Sé que odiar es un pecado —dijo ella al cabo de unos segundos—, pero estoy dispuesta a mancillar mi alma por el odio que siento hacia tu padre. Me da igual que sea el sumo pontífice; a mis ojos no es más que un ángel caído.
Jofre no defendió a su padre.
—Escribiré a César —dijo—. Estoy seguro de que nos ayudará cuando regrese a Roma.
—En el pasado nunca lo ha hecho —dijo ella sin ocultar su hostilidad—. ¿Por qué piensas que iba a hacerlo ahora?
—Tengo mis razones —dijo él—. Confío en que él pueda sacarte de este infierno.
Al despedirse, Jofre besó a su esposa largamente.
Pero aquella misma noche, cuando Jofre se marchó, los guardias de Sant’ Angelo entraron en la celda de Sancha y la violaron. A pesar de su resistencia, le arrancaron la ropa y la forzaron de uno en uno, pues una vez que había sido encerrada entre ladrones y prostitutas, Sancha dejaba de estar bajo la protección del sumo pontífice, por lo que los guardias no temían sufrir ninguna represalia por sus actos.
A la mañana siguiente, cuando Jofre llegó a Sant’ Angelo, Sancha estaba vestida y aseada, pero no pronunciaba palabra. Daba igual lo que Jofre dijera, ella no le contestaba. Y, lo que era peor, esa intensa luz que siempre había brillado en sus ojos había desaparecido de su mirada, que ahora era turbia, gris, como si estuviera clavada en algún punto indefinido de la eternidad.
Aunque César Borgia ya controlara la Romaña, todavía quedaban ciudades por conquistar para llegar a realizar su sueño de unificar toda Italia. Estaba Camerino, gobernada por la familia Varano, y estaba Senigallia, gobernada por la familia Della Rovere. Y, sobre todo, estaba Urbino, gobernada por el duque Guido Feltra; aunque Urbino parecía una plaza demasiado poderosa para que los ejércitos de César pudieran tomarla. Precisamente por eso deseaba conquistarla. Por eso y porque bloqueaba su salida al Adriático, cortando el paso entre los territorios de Pesaro y Rímini y el resto de las posesiones de César.
La campaña de César continuaba…
El primer objetivo fue Camerino. Un ejército marcharía hacia el norte desde Roma para reunirse con las tropas al mando de uno de los capitanes españoles de César.
Pero, para lograr su objetivo, César requería la colaboración de Guido Feltra, pues la artillería de Vito Vitelli necesitaba atravesar sus territorios, y de todos era conocido el escaso afecto que Feltra sentía por los Borgia.
Sin embargo, la inteligencia de Guido nunca estuvo a la altura de su reputación como condotiero. Así, para evitar un enfrentamiento inmediato, y ocultando su intención de apoyar a Alessio Verano en la defensa de Camerino, Feltra le concedió permiso a César para atravesar sus territorios.
Desgraciadamente para el duque, los espías de César no tardaron en descubrir sus verdaderas intenciones y, antes de que Feltra pudiera reaccionar, la poderosa artillería de Vito Vitelli se reunió con las tropas romanas de César y las tropas lideradas por el capitán español y, juntas, se dirigieron a Urbino.
La visión de los poderosos ejércitos pontificios liderados por César cabalgando sobre un magnífico corcel con su armadura negra bastó para que Guido Feltra, temiendo por su vida, huyera de la plaza.
Y así, ante el asombro, no sólo de los gobernantes de Italia, sino los de toda Europa, Urbino, que hasta entonces era considerada una plaza inexpugnable, se rindió ante las tropas de César Borgia.
A continuación, César avanzó hasta Camerino que, sin la ayuda de Guido Feltra, se rindió sin apenas ofrecer resistencia.
Ahora que tanto Urbino como Camerino habían caído en manos de los ejércitos pontificios, ya nada parecía poder detener a César; pronto, el sumo pontífice regiría el destino de toda la península.
Aquella tarde de verano, el sol parecía un humeante disco rojo dispuesto a derretir la ciudad de Florencia.
Las ventanas del palacio de la Signoria permanecían abiertas de par en par, invitando a una brisa inexistente, aunque tan sólo las moscas entraban en la sofocante sala. Sudorosos e inquietos, los miembros de la Signoria se mostraban impacientes por comenzar la sesión, pues cuanto antes lo hicieran antes podrían regresar a sus casas, donde los esperaba un refrescante baño y una copa de vino frío.
El principal asunto que había que tratar era el informe de Nicolás Maquiavelo, que acababa de volver del Vaticano, adonde había sido enviado por la Signoria para recabar información sobre la situación. De sus palabras podía depender el futuro de Florencia, pues César Borgia ya se había atrevido a sitiar Florencia durante su última campaña militar y, ahora, los principales hombres de Florencia temían que la próxima vez no resultara tan fácil satisfacer sus pretensiones.
Maquiavelo se levantó para dirigirse a los miembros de la Signoria. A pesar del calor, llevaba un jubón de seda gris perla y un inmaculado blusón blanco.
—Ilustres señores, es por todos conocido que Urbino se ha rendido a César Borgia —empezó diciendo con dramatismo y elocuencia—. Algunos dicen que la maniobra de los ejércitos pontificios fue un acto de traición, pero, de ser así, fue una traición correspondida, pues el duque estaba conspirando en contra de los Borgia y ellos se limitaron a corresponder ese engaño. Yo diría que se trata de un claro ejemplo de frodi onorevoli, o fraude honorable —continuó diciendo mientras se paseaba frente a su distinguida audiencia—. Y yo pregunto: ¿en qué posición se encuentra ahora César Borgia? Su ejército es poderoso y disciplinado. Además, sus hombres le son leales. Yo aún diría más, lo adoran, como pueden corroborar los súbditos de cualquiera de las plazas que ha conquistado. César Borgia se ha apoderado de toda la Romaña y ahora también domina Urbino. Hizo temblar a la mismísima Bolonia y, a decir verdad, también a nosotros. —Con un gesto grandilocuente, Maquiavelo se llevó una mano a la frente, subrayando la gravedad de lo que iba a decir a continuación—. Y, lo que es peor, no podemos confiar en que los franceses nos brinden su ayuda —dijo con énfasis—. Es cierto que el monarca francés receló de los Borgia durante la rebelión de Arezzo y que expresó su malestar cuando los ejércitos pontificios amenazaron primero Bolonia y después nuestra ilustre ciudad. —Maquiavelo guardó silencio durante unos segundos—. Pero no debemos olvidar que el rey Luis todavía requiere el apoyo del sumo pontífice para negociar con España y con Nápoles. Y, teniendo en cuenta la fuerza y el poderío que han demostrado las tropas de César Borgia, no es de extrañar que el monarca francés no desee enfrentarse a Roma. Pero, ahora, quisiera compartir cierta información que poseo —dijo Maquiavelo bajando repentinamente el tono de voz—. César ha visitado en secreto al rey de Francia. Ha acudido a su presencia solo, sin hacerse acompañar ni tan siquiera por una pequeña escolta, y le ha ofrecido sus disculpas por lo sucedido en Arezzo. Al ponerse en manos del rey Luis, César ha acabado con cualquier posible tensión que pudiera existir entre Francia y el papado. Por eso, creo poder decir, sin riesgo a equivocarme, que, si César decidiera atacar Bolonia, el rey Luis lo apoyaría. No puedo saber lo que ocurriría si su osadía llegara al extremo de atacar Florencia.
Uno de los miembros de la Signoria se incorporó, sudoroso.
—¿Estáis sugiriendo que nada detendrá a César Borgia? —preguntó mientras se secaba el ceño con un pañuelo de lino—. Oyendo vuestras palabras, parecería que lo más aconsejable sería huir de la ciudad y refugiarnos en nuestras villas de las montañas.
—No creo que la situación sea tan trágica, señoría —dijo Maquiavelo con voz tranquilizadora—. Al fin y al cabo, no debemos olvidar que nuestra relación con César Borgia es amistosa y que el hijo del sumo pontífice siente un sincero aprecio por nuestra bella ciudad. Pero existe otro factor que debemos tener en cuenta, pues se trata de algo que podría cambiar el equilibrio de la presente situación —continuó diciendo tras una breve pausa—. César ha desafiado, incluso ha humillado, expulsándolos de sus territorios, a algunos de los hombres más poderosos de nuestra península. Aunque sus tropas le sean leales, y que, como acabo de decir, sus soldados lo adoren, no estoy tan seguro de la lealtad de sus condotieros; al fin y al cabo, no hay que olvidar que se trata de hombres violentos y ambiciosos cuyas lealtades son impredecibles. Pues la verdad es que, al convertirse él ahora en el hombre más poderoso, César Borgia se ha creado una interminable lista de enemigos.
La conspiración empezó a gestarse en Magtoni, una fortaleza perteneciente a los Orsini. Giovanni Bentivoglio, de Bolonia, estaba decidido a encabezar la conjura, Era un hombre corpulento, de cabello fuerte y rizado y toscas facciones, que gozaba de una gran capacidad de persuasión y siempre parecía presto a sonreír. Pero Giovanni también tenía un lado oscuro. Cuando todavía era un adolescente había formado parte de un grupo de bandoleros que habían dado muerte a cientos de hombres. Pero, con el tiempo, había llegado a convertirse en un gobernador justo; hasta que la humillación sufrida a manos de César Borgia hizo renacer sus instintos más sangrientos.
Poco tiempo después del primer encuentro, Bentivoglio reunió a los conspiradores en su castillo de Bolonia.
Estaba presente Guido Feltra, el ultrajado duque de Urbino, bajo y fornido, que hablaba prácticamente en un susurro, de tal manera que era necesario inclinarse hacia él para escuchar lo que decía, aunque todo el mundo sabía que, tratándose de Feltra, cada frase contendría una amenaza.
También habían acudido dos de los principales condotieros del ejército de César: Paolo y Franco Orsini. Paolo era un demente, mientras que Franco, prefecto de Roma y duque de Gravina, era un hombre de edad avanzada que se había ganado la reputación de ser un soldado despiadado al exhibir la cabeza de uno de sus adversarios clavada en la punta de su lanza durante varios días después de haberle dado muerte. Los Orsini siempre se habían mostrado deseosos de acabar con el poder de los Borgia.
Pero más sorprendente aún era la presencia de dos de los capitanes que más fielmente habían servido a César: Oliver da Fermo y, sobre todo, Vito Vitelli, quien, enfurecido, se había unido a los conspiradores tras obligarlo César a renunciar a los territorios de Arezzo. Y, lo que era aún más importante, además de estar al frente de una parte vital de los ejércitos pontificios, Vitelli se encontraba lo suficientemente cerca de cesar como para que este compartiera con el todos sus planes.
Y así fue como los conspiradores forjaron su estrategia. Lo primero que debían hacer era conseguir nuevos aliados. Una vez que hubieran reunido suficientes hombres, decidirían dónde y cuándo atacarían a César. Todo hacía pensar que los días de César Borgia estaban contados.
Ajeno al peligro que corría, César se encontraba en Urbino, sentado ante la chimenea de los aposentos que aún no hacía mucho que había convertido en suyos, disfrutando de una copa del excelente oporto de las bodegas de Guido Feltra cuando su ayuda de cámara le comunicó que un caballero deseaba verlo. Al parecer, había cabalgado sin descanso desde Florencia para comunicarle algo de suma importancia. Su nombre era Nicolás Maquiavelo.
Maquiavelo fue conducido inmediatamente a los aposentos de César. Mientras se despojaba de su amplia capa de color gris, César observó que el florentino tenía el semblante pálido, parecía agotado. Le indicó que se sentara y le ofreció una copa de oporto.
—Decidme, amigo mío, ¿a qué debo el honor de vuestra visita en la oscuridad de la noche? —preguntó César con una sonrisa cordial.
El rostro de Maquiavelo reflejaba inquietud.
—Debéis saber que Florencia ha sido invitada a participar en una conspiración de gran envergadura contra vuestra persona —dijo Maquiavelo sin más preámbulos—. Algunos de vuestros mejores capitanes forman parte de la conspiración. Quizá sospechéis de alguno de ellos, pero sin duda os sorprenderá saber que el propio Vito Vitelli se ha unido a los traidores.
César permaneció en silencio mientras el eminente florentino le daba los nombres de los conspiradores.
—¿Por qué me habéis hecho partícipe de la conspiración? —preguntó César sin dejar traslucir ni la sorpresa ni la indignación que sentía—. ¿Acaso no sería más beneficioso para Florencia que los conspiradores tuvieran éxito?
—La Signoria de Florencia ha debatido largamente sobre esta cuestión —contestó Maquiavelo con sinceridad—. ¿Acaso son los conspiradores menos peligrosos que los Borgia? No ha sido fácil, pero, finalmente, el Consejo de los Diez ha decidido apoyaros.
»Al fin y al cabo, vos sois una persona razonable y también lo son vuestros objetivos; al menos aquellos que habéis confesado públicamente. Además, todo hace pensar que no deseáis enemistaros con el rey Luis, lo cual sin duda ocurriría si intentaseis tomar Florencia y así se lo hice saber a los miembros de la Signoria.
»Tampoco debemos olvidar que los conspiradores no son precisamente personas en cuyas buenas intenciones se pueda confiar —continuó diciendo Maquiavelo tras una breve pausa—. Paolo Orsini es un demente y de todos es sabido que los Orsini odian a los actuales gobernantes de Florencia. Vito Vitelli no sólo odia a los gobernantes, sino a la propia ciudad y todo aquello que Florencia representa.
»Y, por si eso no fuera razón suficiente, sabemos que Orsini y Vitelli intentaron convenceros para que atacaseis Florencia. También sabemos que vos os negasteis. Desde luego, esa muestra de lealtad ha sido determinante en la decisión del Consejo de los Diez.
»Pero eso no es todo. Si la conspiración triunfara, si los conspiradores acabaran con vuestra vida, después depondrían a vuestro padre y un cardenal de su elección ocuparía el solio pontificio. Y si llegara a ocurrir algo así, tengo la absoluta seguridad de que los conspiradores no dudarían en atacar Florencia; incluso es posible que saquearan nuestra hermosa ciudad.
»Por último, he hecho saber a los miembros de la Signoria que, antes o después, vos descubriríais la conspiración, pues esos hombres son incapaces de mantener un secreto, y, con vuestra célebre capacidad para la estrategia, sofocaríais la conjura. Así que propuse que fuéramos nosotros quienes os advirtiéramos del peligro —dijo finalmente—. A cambio, no me cabe duda de que vos nos corresponderéis con vuestra buena voluntad.
César no pudo contener una sonora carcajada. Se acercó al florentino y le dio una palmada en la espalda.
—Verdaderamente, sois increíble, Maquiavelo. Simplemente increíble. Vuestra sinceridad es asombrosa, y vuestro cinismo, una verdadera delicia.
Consciente de lo delicado de la situación, César actuó con presteza. Trasladó a sus hombres más leales a las principales fortalezas de la Romaña y envió delegados que cabalgaron día y noche por toda Italia en busca de nuevos condotieros para reemplazar a aquellos que lo habían traicionado; necesitaba capitanes experimentados y mercenarios cualificados que, de ser posible, contaran con sus propias piezas de artillería. Además, César movilizó la célebre infantería de Val di Lamone, que gozaba de merecida fama en toda Italia y cuyos territorios, próximos a Faenza, habían sido gobernados de forma justa y equitativa desde que habían pasado a manos de César. Por último, César envió una misiva al rey Luis con la esperanza de que éste le proporcionara tropas francesas.
Esa misma semana, Maquiavelo envió su informe por escrito al Consejo de los Diez: «Existe la firme convicción de que el rey de Francia ayudará al capitán general de los ejércitos pontificios enviándole hombres y, sin duda, el sumo pontífice se encargará de suministrarle el dinero que pueda necesitar. La tardanza de sus enemigos a la hora de actuar ha concedido ventaja a César Borgia, pues ha tenido tiempo para abastecer las principales plazas de la Romaña y reforzarlas con importantes guarniciones».
Los conspiradores no tardarían en comprobar lo acertado de las palabras de Maquiavelo. Y, así, la conjura se deshizo cuando apenas había comenzado.
Bentivoglio fue el primero en solicitar el perdón de César y jurarle lealtad.
Al poco tiempo, Orsini le manifestó sus deseos de paz, y le aseguró que si los demás conspiradores insistían en su actitud, él no los apoyaría. Guido Feltra fue el único que no se acercó a César.
Uno a uno, César se reunió con los miembros de la conjura y les aseguró que no tomaría ninguna represalia contra ellos. Su única exigencia era que le devolvieran de forma inmediata las plazas de Camerino y Urbino, que habían sido ocupadas por los ejércitos conspiradores. Bentivoglio podría seguir gobernando Bolonia, ya que el sumo pontífice estaba dispuesto a renunciar a esa plaza, complaciendo así los deseos del rey Luis. A cambio, Bentivoglio proveería a César con lanceros y soldados de caballería siempre que éste los solicitara para una campaña militar.
En cuanto a los condotieros, Orsini, Vitelli, Gravina y Da Fermo fueron perdonados y volvieron a ocupar sus puestos bajo las órdenes de César.
La paz volvía a reinar. Así, cuando llegaron las tropas francesas que el rey Luis había enviado en apoyo de César, éste las envió de vuelta a Francia con su más sincero agradecimiento para el monarca francés.
Sin embargo, en Roma, y sin que César lo supiera, el sumo pontífice ya había tomado sus propias medidas para proteger a su hijo. Alejandro sabía que Franco y Paolo Orsini no podrían recibir su justo castigo mientras el cardenal Antonio Orsini estuviera vivo, pues, como patriarca de la familia, la venganza del cardenal sería terrible y Alejandro no estaba dispuesto a perder otro hijo.
Así, el sumo pontífice invitó al cardenal al Vaticano con el pretexto de hablar con él sobre la posibilidad de concederle un nombramiento eclesiástico a uno de sus sobrinos.
Antonio Orsini acogió la invitación con recelo, aunque la aceptó con aparente humildad y agradecimiento.
Alejandro lo recibió en sus aposentos privados y lo obsequió con una opípara cena acompañada por abundantes y excelentes vinos. Hablaron sobre diversas cuestiones políticas y bromearon sobre algunas cortesanas que habían compartido; alguien que no los conociera nunca habría sospechado lo que escondían los corazones de aquellos dos hombres de la Iglesia.
El cardenal Orsini, siempre cauteloso cuando de los Borgia se trataba, fingió un supuesto malestar para no beber vino, pues temía ser envenenado; el agua era transparente, por lo que no podía esconder ninguna intención turbia. Sin embargo, al ver que así lo hacía su anfitrión, comió con apetito.
Y, aun así, al poco tiempo de concluir la cena, el cardenal Orsini sintió un fuerte malestar. Se llevó las manos al estómago, deslizándose en su asiento hasta caer al suelo y miró el techo con los ojos en blanco, como uno de los mártires de los frescos que decoraban la estancia.
—No lo entiendo —dijo apenas en un susurro—. No he bebido vino.
—Pero habéis comido la tinta de los calamares —replicó Alejandro, desvelando sus dudas.
Aquella misma noche, los soldados de la guardia pontificia transportaron el cuerpo del cardenal Orsini hasta el panteón de su familia, y al día siguiente, el propio Alejandro ofició el funeral, pidiendo al Padre Celestial que acogiera al cardenal en su reino celestial.
No habían transcurrido dos días, cuando el Santo Padre ordenó confiscar todos los bienes del difunto cardenal, incluido su palacio; después de todo, siempre eran necesarios nuevos fondos para sufragar las conquistas de César. Cuando los soldados de la guardia de Alejandro encontraron a la anciana madre de Orsini llorando la muerte de su hijo en sus aposentos, la expulsaron del palacio.
—Pero necesito a mis criados —exclamó ella.
Asustada, tropezó y cayó al suelo, pero ninguno de los soldados la ayudó a levantarse. Se limitaron a expulsar también a los criados.
Aquella noche nevó. El viento era terrible, pero nadie ofreció cobijo a la anciana, pues temían enojar al Santo Padre.
Dos días después, el sumo pontífice ofició un nuevo funeral en el Vaticano; esta vez por el alma de la madre del cardenal Orsini, que había sido encontrada muerta hecha ovillo en un portal, con su bastón pegado por el hielo a su mano marchita.
En diciembre, de camino a Senigallia, César se detuvo en Cesena para hacer algunas averiguaciones sobre Ramiro da Lorca, de cuyo gobierno no parecían estar satisfechos los súbditos de César.
Al llegar, convocó una vista pública en la plaza principal para que Da Lorca pudiera defenderse.
—Se os acusa de haber empleado una crueldad extrema contra el pueblo de Cesena. ¿Qué tenéis que decir en vuestra defensa?
Una gran melena pelirroja rodeaba la cabeza de Da Lorca como un halo de fuego. El gobernante de Cesena frunció sus gruesos labios.
—No creo que haya sido excesivamente cruel, excelencia —dijo con una voz tan aguda que, más que hablar, parecía chillar—. La realidad es que nadie me escucha y mis órdenes no son obedecidas.
—¿Es verdad que ordenasteis quemar vivo a un paje en la hoguera?
—Tenía razones para hacerlo —dijo Da Lorca al cabo de unos segundos.
—Me gustaría que me las explicaseis —dijo César al tiempo que apoyaba la mano en la empuñadura de su espada.
—Ese paje era un descarado. Además de un torpe —respondió Da Lorca.
—¿Y eso os parece razón suficiente para enviar a alguien a la hoguera?
César sabía que Da Lorca había participado en la fallida conspiración contra él, pero, ahora, lo que más le importaba era el bienestar de sus súbditos, pues una crueldad injustificada en el gobierno podría minar el poder de los Borgia en la Romaña. Da Lorca debía ser castigado.
Ordenó que fuera encerrado en las mazmorras de la fortaleza e hizo llamar a Zappitto, a quien nombró nuevo gobernador de Cesena tras darle una bolsa llena de ducados y órdenes muy concretas.
Ante la sorpresa de todos, Zappitto puso en libertad al despiadado Da Lorca en cuanto César abandonó Cesena. Aun así, el pueblo se sentía feliz, pues Zappitto era un gobernante clemente.
La mañana del día de Navidad, el caballo de Ramiro da Lorca apareció en el mercado con el cuerpo sin cabeza de su amo atado a la silla.
Y, entonces, todo el mundo pensó que hubiera sido mejor para él permanecer cautivo en las mazmorras.
César preparó el ataque contra Senigallia. Hacía tiempo que deseaba tomar esa plaza portuaria del Adriático gobernada por la familia Della Rovere. Avanzó con sus fieles tropas hasta la costa, donde se reunió con los antiguos conspiradores al frente de sus propios ejércitos. Tanto quienes se habían mantenido fieles a él como los condotieros que habían formado parte de la conspiración parecían satisfechos de volver a luchar en el mismo bando.
Aunque Senigallia se rindió sin ofrecer resistencia, Andrea Doria, el capitán de la fortaleza, insistió en que sólo se entregaría a César en persona.
César dispuso que sus tropas más leales se desplegaran alrededor de la plaza, mientras que las que habían formado parte de la conspiración esperaban un poco más alejadas. Siguiendo sus instrucciones, sus más fieles capitanes se reunieron con él a las puertas de las murallas. Paolo y Franco Orsini, Oliver Da Fermo y Vito Vitelli formaban parte del grupo.
Y, así, cruzaron las murallas, dispuestos a reunirse con Andrea Doria para acordar las condiciones de la rendición.
Al entrar en la ciudadela, cuando las enormes puertas se cerraron ruidosamente tras ellos, César rió.
—Parece que Doria no está dispuesto a correr el riesgo de que nuestros hombres saqueen la ciudad mientras negociamos la rendición —comentó a sus capitanes.
Una vez en el palacio, fueron conducidos hasta un gran salón octogonal con las paredes de color melocotón. El salón tenía cuatro puertas y en el centro había una gran mesa rodeada de sillas de terciopelo, también de color melocotón.
César se dirigió al centro de la sala y se despojó de su espada, dando a entender que se trataba de un encuentro pacífico. Sus capitanes siguieron su ejemplo mientras esperaban la llegada de Andrea Doria. Vitelli era el único al que parecía preocupar que las puertas de la ciudadela se hubieran cerrado a su paso, separándolo así del grueso de sus tropas.
César les indicó que tomaran asiento.
—Senigallia siempre ha sido un puerto célebre —dijo a sus capitanes—, pero estoy convencido de que, a partir de hoy, lo será aún más. Vuestro comportamiento merece una recompensa y, sin duda, la tendréis —continuó diciendo—. De hecho tengo la firme intención de no demorarla por más tiempo.
Y, de repente, dos docenas de soldados armados irrumpieron en el salón por cada una de las cuatro puertas. Un minuto después, Paolo y Franco Orsini, Oliver da Fermo y Vito Vitelli habían sido atados a sus asientos.
—Y ahora quisiera presentaros a mi buen amigo don Michelotto. Estoy seguro de que él os dará la recompensa que merecéis.
Don Michelotto, que había entrado con los soldados, se acercó a los conspiradores y, tras sendas reverencias, cogió la soga que le ofreció un lacayo y, ante la mirada aterrorizada de los traidores, fue estrangulándolos uno a uno.
A su regreso a Roma, César fue recibido como un héroe a las puertas de la ciudad. Desde que había conquistado la Romaña, el hijo del sumo pontífice se mostraba más satisfecho, más dispuesto a sonreír.
La dicha de Alejandro no era menor, pues, pronto, todas las ciudades de la península estarían bajo su poder.
Cuando se reunieron en sus aposentos privados, Alejandro le hizo saber a César su intención de coronarlo rey de la Romaña o incluso de cederle el solio pontificio, Pero antes era preciso conquistar la Toscana, algo a lo que, hasta entonces, Alejandro se había mostrado reacio.
Esa noche, mientras César descansaba en sus aposentos, disfrutando de los recuerdos de sus victorias, un criado le entregó un cofre con una nota de Isabel d’Este, la hermana del duque de Urbino, a quien César había privado de sus posesiones.
Al tomar Urbino, César había recibido un primer mensaje de Isabel, en el que le pedía que le devolviera dos esculturas que, al parecer, tenían un gran valor sentimental para ella. Una era un Cupido; la otra, una imagen de Venus. Dado que Isabel era la nueva cuñada de Lucrecia, César había accedido a sus ruegos y le había hecho llegar ambas esculturas.
Ahora, Isabel le agradecía su gesto y le pedía que, a cambio, aceptara el modesto obsequio que le había enviado.
César abrió el gran cofre envuelto con cintas de seda y lazos dorados con el nerviosismo de un niño que abre un regalo el día de su cumpleaños. Quitó el envoltorio cuidadosamente y, al abrir el cofre y retirar el pergamino que cubría el contenido, descubrió cien máscaras. Había máscaras de carnaval de oro y piedras preciosas, máscaras de seda púrpura y amarilla, misteriosas máscaras negras y plateadas, máscaras con rostros de santos y con forma de dragón y de demonio…
César reía mientras se probaba las máscaras delante de un espejo, feliz ante cada nueva imagen que se reflejaba ante sus ojos.
Un mes después, César y Alejandro estaban en los aposentos del sumo pontífice, esperando a Duarte, que acababa de regresar de Florencia y Venecia.
Mientras aguardaban la llegada del consejero, Alejandro, entusiasmado, le explicó a César sus planes para embellecer el Vaticano.
—Aunque no ha resultado fácil, finalmente he convencido a Miguel Ángel para que diseñe los planos para la nueva basílica de San Pedro —dijo Alejandro—. Quiero que sea un templo sin igual, una basílica capaz de reflejar toda la gloria de la cristiandad.
—No conozco su trabajo como arquitecto —dijo César—, pero el Cupido que adquirí no deja lugar a dudas; Miguel Ángel es un artista extraordinario.
Duarte entró en la habitación, se inclinó ante el sumo pontífice y le besó el anillo.
—¿Habéis averiguado la identidad de esos canallas de Venecia? —preguntó César—. ¿Qué noticias traéis de Florencia? Supongo que dirán que soy un despiadado asesino después de lo ocurrido en Senigallia…
—Lo cierto es que la mayoría de la gente piensa que hicisteis lo que debíais y que demostrasteis poseer gran astucia e inteligencia. Como dicen en Florencia, fue un scelleratezzi glorioso, un glorioso engaño. La gente adora la venganza, sobre todo cuando está cargada de dramatismo.
Pero la sonrisa de Duarte desapareció de sus labios al dirigirse al sumo pontífice.
—Su Santidad —dijo con gravedad—, mucho me temo que seguís corriendo un grave peligro.
—¿A qué te refieres, Duarte? —preguntó Alejandro.
—Puede que los conspiradores hayan muerto —dijo el consejero—, pero estoy convencido de que sus familiares intentarán vengar su muerte. —Guardó silencio durante unos instantes, y finalmente se volvió hacia César—: Nunca perdonarán vuestra ofensa —dijo—, y si no pueden vengarse en vuestra persona, sin duda intentarán hacerlo en la del Santo Padre.