Aquella primavera, el campo resplandecía especialmente hermoso en «Lago de Plata». César y Lucrecia estaban paseando junto a la orilla. Ella llevaba una capa bordada con piedras preciosas. Él iba vestido de terciopelo negro y llevaba un sombrero con bellas plumas. Habían viajado a ese lugar donde siempre habían sido dichosos, pues no había mejor sitio donde compartir el escaso tiempo que les quedaba antes de que Lucrecia se desposara por tercera vez.
El cabello de César brillaba con destellos cobrizos y, a pesar de su máscara negra, su sonrisa delataba el placer que sentía al poder estar junto a su hermana.
—La semana que viene serás una D’Este —bromeó César—. Formarás parte de una familia «distinguida».
—Siempre seré una Borgia, César —dijo Lucrecia—. Y no debes sentir celos, pues sé que nunca amaré a mi nuevo esposo. Sólo es una alianza política. Además, tengo entendido que Alfonso siente tan poco entusiasmo ante la idea de desposarme como el que siento yo ante la perspectiva de ser su esposa. Aun así, ambos somos hijos de nuestros padres y les debemos obediencia.
César miró con ternura a su hermana.
—Las desventuras te han hecho una mujer todavía más hermosa —dijo con cariño—. Por otro lado, este matrimonio te permitirá dedicarte a las actividades que más te complacen, pues Ferrara es célebre por su arte y su cultura. Allí serás feliz. Además, para mí es una suerte que Ferrara se encuentre junto a mis dominios de la Romaña y que el rey Luis controle al duque con mano firme.
—¿Te asegurarás de que no les falte nada a mis hijos en Roma? No soporto la idea de tener que separarme de ellos, aunque sólo sea durante una temporada, mientras me establezco en Ferrara. Cuida bien de ellos y deja que sientan el calor de tus brazos. ¿Me prometes que los tratarás a los dos por igual?
—Sabes que lo haré —la tranquilizó él—, pues uno de ellos tiene más de mí y el otro más de ti. ¿Cómo no iba a quererlos siendo así?
»Lucrecia —continuó diciendo tras un breve silencio—, sí nuestro padre no te hubiera prometido con Alfonso D’Este, ¿habrías pasado el resto de tu vida llorando la muerte de tu esposo en Nepi?
—He reflexionado cuidadosamente antes de dar mi consentimiento —dijo ella—. Si no hubiera deseado complacer los deseos de nuestro padre, habría sido fácil refugiarme en un convento. Pero he aprendido a gobernar y creo sinceramente que encontraré mi destino en mi nuevo hogar. Además, también tenía que pensar en mis hijos y en ti y, desde luego, un convento no hubiera sido el mejor lugar para educar a dos niños.
César miró a su hermana con admiración.
—¿Acaso hay algo que no hayas considerado? ¿Existe algo a lo que no seas capaz de adaptarte con gracia e inteligencia?
Una sombra de tristeza cruzó el rostro de Lucrecia cuando dijo:
—La verdad es que hay un pequeño problema para el que no soy capaz de encontrar una solución y, aunque se trata de algo insignificante comparado con todo lo demás, no puedo negar que me provoca gran turbación.
—¿Es preciso que te torture para que me digas de qué se trata? —bromeó César—. ¿O me lo dirás voluntariamente y permitirás que te ayude?
Lucrecia inclinó la cabeza.
—No sé cómo llamar a mi futuro esposo —dijo finalmente—. No puedo llamarlo Alfonso sin que mi corazón se estremezca, pero no sé de qué otro modo puedo dirigirme a él.
—No hay problema, por grande que sea, que yo no sea capaz de resolver por mi hermana —dijo César con evidente regocijo—. Tengo la respuesta a tus súplicas. Simplemente llámalo esposo. Sí se lo dices con ternura la primera vez que compartas lecho con él, estoy seguro de que lo tomará como un apelativo cariñoso.
Caminaron hasta el final del viejo muelle, donde solían bañarse cuando eran niños mientras su padre los vigilaba desde la orilla. César recordó la dicha y la seguridad que sentía entonces; era como si nada malo pudiera ocurrirles mientras su padre estuviera presente.
Ahora, después de tantos años, César y Lucrecia volvieron a sentarse en ese mismo muelle y miraron las ondas que se formaban en la superficie del lago, reflejando el sol de la tarde como si de un millón de pequeños diamantes se tratara. Lucrecia se apoyó contra el cuerpo de César y él la rodeó con sus brazos.
—He oído lo que le ha ocurrido al poeta Filofila —dijo ella.
—¿Y? —preguntó César sin demostrar ningún sentimiento—. ¿No irás a decirme que lamentas su muerte? Te aseguro que no le tenía ningún aprecio a la vida; de lo contrario, nunca hubiese escrito esos versos.
Lucrecia se giró y acarició el rostro de su hermano.
—Lo sé, César —dijo—. Lo sé. Y supongo que debería agradecerte todo lo que haces para protegerme. No, no es el poeta quien me preocupa, eres tú. Es tu comportamiento, la facilidad con la que eres capaz de matar a un hombre. ¿No te preocupa la salvación de tu alma?
—Si Dios es tal como lo describe nuestro padre, entonces no es contrario a la muerte, pues ¿acaso no bendice las guerras santas? —razonó César—. «No matarás», dicen los Mandamientos, pero lo que realmente quiso decir el Señor es que matar se convierte en un pecado cuando no existe una causa honorable y justa para hacerlo. ¿O acaso es un pecado ahorcar a un asesino?
—¿Y si lo fuera? —preguntó ella al tiempo que se separaba de César para poder mirarlo a los ojos—. ¿Quiénes somos nosotros para decidir lo que es justo y honorable? Para los infieles es justo y honorable matar a los cristianos, pero para los cristianos lo honorable es matar a los infieles.
Como había hecho tantas veces a lo largo de su vida, César miró a Lucrecia con admiración.
—Hermana mía —dijo—, nunca he matado por gusto. Siempre que lo he hecho ha sido por el bien de mi familia.
—Entonces habrá más muertes… —dijo Lucrecia y, al hacerlo, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Sin duda las habrá —dijo él—, pues a menudo es necesario acabar con la vida de un hombre para obtener un bien mayor.
Entonces, César le contó a su hermana cómo había ordenado ahorcar a los tres soldados que habían robado a un carnicero en Cesena.
Lucrecia tardó en responder.
—Me preocupa que puedas usar ese «bien mayor» como excusa para deshacerte de hombres cuya presencia interfiere en tus planes o simplemente te resulta molesta —dijo finalmente.
César se levantó y contempló las aguas del lago durante unos segundos.
—Realmente es una suerte que no seas un hombre, Lucrecia, pues tus dudas te impedirían tomar las decisiones necesarias.
—Sin duda tienes razón, César, aunque no estoy segura de que eso fuera malo —dijo ella pensativamente y, de repente, se dio cuenta de que ya no estaba segura de poder reconocer el mal, sobre todo si éste se escondía en los corazones de aquellos a quienes amaba.
Cuando el sol empezó a teñir de rosa las aguas plateadas del lago, Lucrecia tomó la mano de su hermano y lo condujo hasta el viejo pabellón de caza. César encendió un fuego y ambos hermanos se tumbaron desnudos sobre la suave alfombra de pieles blancas. César observó la plenitud de los senos de Lucrecia mientras palpaba su suave vientre, maravillado ante la mujer en la que se había convertido su hermana.
—Por favor, quítate la máscara —dijo ella con ternura—. Quiero verte cuando te bese.
De repente, la sonrisa se borró de los labios de César.
—No podría soportar que tus ojos me mirasen con lástima —dijo él al tiempo que bajaba la cabeza—. Puede que ésta sea la última vez que hagamos el amor, querida hermana, y no podría soportar el recuerdo de tu mirada.
—Te prometo que no te miraré con lástima —dijo ella—. Te quiero desde que abrí los ojos por primera vez y tú estabas a mi lado, sonriendo. Hemos jugado juntos desde que éramos niños. Te he visto brillar con tanta belleza que he tenido que bajar la mirada para no delatar el amor que sentía por ti, y también te he visto sufrir y la tristeza de tu mirada ha llenado mis ojos de lágrimas. Y te aseguro que unas cicatrices en el rostro nunca podrán cambiar el amor que siento por ti.
Entonces se inclinó sobre su hermano y al posar los labios sobre la boca de César su cuerpo se estremeció, lleno de deseo.
—Sólo quiero tocarte —dijo—. Deseo ver cómo tus párpados se entornan con placer. Deseo deslizar suavemente mis dedos por tu rostro. No quiero barreras entre nosotros, hermano mío, mi amante, mi mejor amigo, porque, desde esta noche, todo lo que queda de mi pasión vivirá en ti.
Lentamente, César se quitó la máscara.
Una semana después, Lucrecia se desposó por poderes en Roma junto a los documentos oficiales, Alfonso d’Este había enviado un pequeño retrato que mostraba a un hombre alto y de mirada severa que no carecía de cierto atractivo. Vestía como un hombre de Estado, con un traje oscuro lleno de medallas. Bajo su nariz larga y afilada lucía un bigote que parecía hacerle cosquillas en el labio superior, y llevaba el cabello perfectamente peinado. Lucrecia no podía imaginarse a sí misma haciendo el amor con ese hombre.
Tras la ceremonia, viajaría a Ferrara, donde viviría con su nuevo esposo. Pero antes debían celebrarse los festejos en Roma y en esta ocasión serían más costosos incluso que los que habían tenido lugar para celebrar los dos primeros esponsales de la hija del papa. De hecho, serían los festejos más extravagantes que los ciudadanos de Roma recordarían haber visto jamás.
El sumo pontífice parecía dispuesto a vaciar las arcas del Vaticano. Las familias nobles de Roma recibieron generosas retribuciones para compensar los costos de las fiestas y la ornamentación de sus palacios y se decretó que todos los trabajadores de la ciudad disfrutaran de una semana de descanso. Se celebrarían desfiles y espectaculares comitivas recorrerían las calles de Roma. Y, por supuesto, también se encenderían hogueras frente al Vaticano y los principales palacios de la ciudad, incluido el de Santa Maria in Portico, donde ardería la más grande de todas ellas.
Una vez firmado el contrato, Alejandro bendijo a su hija, que llevaba un velo de hilo de oro con pequeñas piedras preciosas. Después, Lucrecia salió al balcón del Vaticano y arrojó el velo a la multitud que se había reunido en la plaza. Lo cogió un bufón que se puso a saltar y a correr por la plaza mientras gritaba una y otra vez: «¡Larga vida a la duquesa de Ferrara! ¡Larga vida al papa Alejandro!».
A continuación, César demostró su condición de gran jinete encabezando las tropas pontificias en un gran desfile por las calles de Roma.
Por la noche, en un banquete al que sólo asistió la familia y los amigos más cercanos de los Borgia, Lucrecia representó una danza española para su padre. Alejandro observaba a su hija con evidente orgullo mientras acompañaba la música con palmas. A la derecha del sumo pontífice, César disfrutaba de la danza con el rostro cubierto por una máscara carnavalesca de oro y perlas. A su izquierda estaba Jofre.
De repente, Alejandro, ataviado con sus más lujosos ropajes, se incorporó y, ante el deleite de los presentes, se acercó a su hija.
—¿Honrarías a tu padre con un baile? —le preguntó a Lucrecia con una magnífica sonrisa.
Lucrecia hizo una reverencia y cogió la mano que le ofrecía su padre. Los músicos volvieron a tocar. Alejandro rodeó a su hija por la cintura y empezaron a bailar. Lucrecia se sentía feliz, Su padre la dirigía con firmeza y suavidad. Viendo su radiante sonrisa, Lucrecia recordó aquella ocasión en la que, cuando era una niña, había colocado sus pequeños pies enfundados en zapatillas de raso rosa sobre los de su padre y habían bailado deslizándose de un lado a otro de la estancia. De niña, Lucrecia había amado a su padre más que a la propia vida. De niña, su vida había sido como un sueño donde todo era posible, donde la palabra sacrificio todavía no tenía significado.
Al levantar la cabeza que apoyaba en el hombro de su padre, vio a su hermano César detrás de él.
—¿Puedo, padre? —preguntó César.
Alejandro, sorprendido, se dio la vuelta. Al ver a su hijo, sonrió.
—Por supuesto, hijo mío.
Pero en vez de soltar la mano de su hija y entregársela a César, Alejandro se volvió hacia los músicos y les pidió que tocaran una melodía ligera y alegre.
Sujetando la mano de cada hijo en una de las suyas, con una amplia sonrisa en los labios, el sumo pontífice empezó a bailar, dando una vuelta tras otra, arrastrando con una increíble energía a César y a Lucrecia con él.
Contagiados de la felicidad del Santo Padre, los asistentes acompañaron la música con palmas y alegres risas y, poco a poco, fueron uniéndose al baile, hasta que el salón se llenó de hombres y mujeres que danzaban jovialmente.
Tan sólo hubo una persona que no se unió al baile; Jofre, el hijo menor de Alejandro, que permanecía de pie observando la escena con gesto adusto.
Cuando faltaban pocos días para que Lucrecia partiera hacia Ferrara, Alejandro celebró una fiesta para hombres a la que invitó a los más notorios de Roma. Decenas de bailarinas amenizaban la velada con sus danzas y había mesas de juego repartidas a lo largo y ancho del salón.
Alejandro, César y Jofre presidían la mesa principal, a la que también estaban sentados el duque de Ferrara, Ercole d’Este, y sus dos jóvenes sobrinos. Alfonso d’Este, el novio, había permanecido en Ferrara para gobernar la ciudad en ausencia de su padre.
Se sirvieron todo tipo de suculentos platos y el vino corrió copiosamente, contribuyendo al buen ánimo y la jovialidad de los asistentes.
Cuando los criados retiraron los platos, Jofre, que había bebido más de lo recomendable, se incorporó y levantó su copa en un brindis.
—En nombre del rey Federico de Nápoles y de su familia, y en honor de mi nueva familia, los D’Este, tengo el gusto de ofreceros una diversión muy especial… Se trata de algo que no se ha visto en Roma desde hace muchos años.
Alejandro y César se miraron sorprendidos por el anuncio y avergonzados por el presuntuoso comportamiento de Jofre al referirse a los D’Este como su «nueva familia». ¿En qué consistiría la sorpresa de Jofre? Los huéspedes miraban a su alrededor con evidente expectación.
Las grandes puertas de madera se abrieron y entraron cuatro lacayos que, en completo silencio, esparcieron castañas de oro por el suelo de la estancia.
Al darse cuenta de lo que se trataba, César miró a su padre.
—No, Jofre. ¡No lo hagas! —exclamó, pero ya era demasiado tarde.
Acompañado del sonido de trompetas, Jofre abrió una puerta lateral del salón, dando paso a veinte cortesanas desnudas con el cabello suelto y la piel untada con aceites. Cada una de ellas llevaba una pequeña bolsa de seda colgando de una cinta que rodeaba sus caderas.
—Lo que veis en el suelo son castañas de oro macizo —explicó Jofre, luchando por mantener el equilibrio—. Estas bellas señoritas estarán encantadas de ponerse a cuatro patas para que podáis disfrutar de ellas. Será una nueva experiencia… Al menos para algunos.
Los invitados rieron a carcajadas. César y Alejandro se levantaron, intentando detener la obscena exhibición antes de que fuera demasiado tarde.
—Caballeros, podéis montar a estas yeguas tantas veces como deseéis —continuó diciendo Jofre, a pesar de las señas que le hacían su padre y su hermano—. Pero siempre debéis hacerlo de pie y por detrás. Por cada monta que realicéis con éxito, vuestra dama recogerá una castaña de oro del suelo y la depositará en su bolsa. Huelga decir que las damas se quedarán con todas las castañas que recojan como obsequio por su generosidad.
Las cortesanas empezaron a agacharse, agitando sensualmente los traseros desnudos ante los comensales.
Ercole d’Este observaba la vulgar escena con incredulidad. Cada vez parecía más pálido.
Y, aun así, los nobles romanos fueron levantándose y, uno a uno, se acercaron a las cortesanas y acariciaron lujuriosamente sus curvas femeninas antes de montarlas.
Durante su juventud, Alejandro había disfrutado de este tipo de orgías, pero ahora se sentía avergonzado ante tan grotesco espectáculo. Además, estaba convencido de que eso era exactamente lo que pretendía el rey de Nápoles al mandar esas treinta cortesanas, pues sin duda debía tratarse de una advertencia del rey Federico.
El sumo pontífice se volvió hacia Ercole d’Este, y le pidió disculpas por tan bochornoso espectáculo.
El duque de Ferrara se limitó a negar con la cabeza mientras se decía a sí mismo que, si no fuera porque ya se habían celebrado, cancelaría inmediatamente los esponsales y renunciaría a los doscientos mil ducados. Incluso estaría dispuesto a enfrentarse a los ejércitos de Francia y de Roma. Desgraciadamente, su hijo ya había desposado a Lucrecia y él ya había invertido el dinero de la dote, por lo que se limitó a abandonar el salón mientras les susurraba a sus sobrinos:
—Los Borgia no son mejores que unos simples campesinos.
Esa misma noche, César recibió una noticia todavía más preocupante. El cuerpo de Astorre Manfredi había sido encontrado flotando en el Tiber. Dado que César le había ofrecido un salvoconducto después de la toma de Faenza, su muerte podría hacer pensar que el hijo del papa Alejandro había roto su palabra. Una vez más, César se convertiría en sospechoso de haber cometido un asesinato. Desde luego, podría haber matado a Astorre si hubiera deseado hacerlo, pero ése no era el caso. Ahora debía averiguar quién lo había hecho y por qué.
Dos días después, Alejandro se despidió de su hija en el salón del Vaticano que se conocía como la sala del Papagayo. A Lucrecia le apenaba tener que volver a separarse de su padre. El sumo pontífice intentaba mostrarse jovial, ocultando sus verdaderos sentimientos, pues sabía cuánto iba a añorar la presencia de su amada hija.
—Si alguna vez estás triste, envíame un mensaje —le dijo—. Me valdré de toda mi influencia para arreglar la situación. No te preocupes por los niños. Adriana cuidará de ellos.
—Estoy asustada, padre —dijo ella—. A pesar de todo lo que he aprendido sobre el arte de la diplomacia, me asusta la idea de vivir en una corte donde, sin duda, me recibirán con recelo.
—En cuanto te conozcan, aprenderán a amarte como te amamos nosotros —la tranquilizó Alejandro—. Si me necesitas, sólo tienes que pensar en mí. Yo sabré que lo estás haciendo, igual que lo sabrás tú cada vez que yo piense en ti. Y, ahora, vete, porque resultaría indecoroso que el sumo pontífice derramara lágrimas ante la marcha de su hija —concluyó diciendo tras besarla en la frente.
Alejandro observó cómo su hija salía del palacio desde el balcón.
—No permitas que tu ánimo decaiga —gritó al tiempo que agitaba una mano en señal de despedida—. Recuerda que cualquier deseo que tengas ya te ha sido concedido.
Montando un caballo español con la silla y las bridas tachonadas en oro, Lucrecia partió hacia Ferrara acompañada por un séquito de más de mil personas. Los miembros de la nobleza, suntuosamente ataviados, viajaban a caballo o en elegantes carruajes, mientras que los criados, los músicos, los juglares, los bufones y el resto del séquito lo hacían en rústicos carros, a lomos de burros o incluso a pie.
La comitiva se detuvo en cada una de las plazas que César había conquistado en la Romaña, donde Lucrecia era recibida por niños que corrían a su encuentro vestidos de púrpura y amarillo: los colores de César. Y, en cada plaza, Lucrecia tenía la oportunidad de bañarse y lavarse el cabello antes de acudir a los bailes y los banquetes que se celebraban en su honor.
Así transcurrió un mes antes de que la lujosa comitiva llegara a Ferrara tras dejar vacías las arcas de más de un anfitrión.
Ercole d’Este, el duque de Ferrara, era célebre por su avaricia. Así, a nadie le sorprendió que, a los pocos días de la llegada de su nuera, mandara de vuelta a Roma a su numeroso séquito; Lucrecia incluso se vio obligada a luchar por conservar a su lado a los criados que consideraba más indispensables.
Por si eso fuera poco, cuando el séquito se disponía a abandonar la ciudad, Ercole le ofreció a Lucrecia una contundente demostración de cómo se hacían las cosas en Ferrara.
Condujo a su nuera por una pequeña escalera de caracol hasta una estancia situada en lo más alto del castillo y, al llegar, le mostró una mancha marrón que había en el suelo.
—Uno de mis antecesores decapitó aquí a su esposa y a su hijastro al descubrir que eran amantes —dijo con una desagradable risotada—. Ésta es la mancha de su sangre.
Lucrecia sintió un escalofrío.
Lucrecia se quedó encinta a los pocos meses de llegar a Ferrara. En el castillo, la noticia fue acogida con júbilo, pues el ducado pronto tendría un nuevo heredero. Desgraciadamente, el verano fue muy húmedo y con los abundantes mosquitos también llegó el paludismo. Lucrecia cayó enferma.
Alfonso d’Este envió un mensajero al sumo pontífice comunicándole que su esposa tenía fiebre y sufría temblores y sudores fríos. También le decía que Lucrecia había caído en un grave delirio y que lo comprendería si el Santo Padre estimaba conveniente enviar a su médico personal para atenderla.
Alejandro y César ni tan siquiera eran capaces de concebir que pudiera ocurrirle algo a Lucrecia. La idea de que pudieran haberla envenenado los horrorizaba. De ahí que Alejandro enviara instrucciones escritas de su puño y letra indicando que su hija tan sólo debía ser tratada por el médico que él enviaba.
Disfrazado de moro, con la tez oscurecida y una chilaba, César partió inmediatamente hacia Ferrara junto al médico de su padre.
Cuando llegaron al castillo, tanto Ercole como Alfonso permanecieron en sus aposentos mientras un lacayo conducía a los recién llegados hasta la cámara de Lucrecia.
Lucrecia estaba pálida y la fiebre había agrietado sus labios. Además, sufría dolores de vientre, pues, al parecer, llevaba dos semanas vomitando prácticamente a diario. Al reconocer a su hermano, intentó saludarlo, pero su voz era tan ronca, tan débil, que César no pudo comprender lo que decía.
Cuando el lacayo abandonó la cámara, César se inclinó para besar a su hermana.
—Mi dulce princesa —bromeó, intentado levantar su ánimo—, estás un poco pálida esta noche. ¿Acaso te es esquivo el amor?
Lucrecia sonrió pero, aunque intentó acariciar el rostro de su hermano, ni siquiera tenía fuerzas para levantar el brazo.
Tras examinarla, el médico le dijo a César que su estado era crítico.
César se acercó al lavamanos, se despojó de la chilaba y se lavó la cara. Después llamó al lacayo y le ordenó que fuera en busca del duque.
Ercole d’Este no tardó en llegar. Parecía alarmado.
—¡César Borgia! —exclamó apenas sin aliento—. ¿Qué hacéis vos en Ferrara?
—He venido a visitar a mi hermana —contestó César escuetamente—. Pero, por lo que veo, mi visita no es de vuestro agrado. ¿Acaso hay algo que no deseáis que sepa?
—No, por supuesto que no —se apresuró a decir Ercole—. Simplemente… me ha sorprendido veros.
—No debéis preocuparos, mi querido duque —dijo César—. No permaneceré mucho tiempo en Ferrara; tan sólo el necesario para entregaros un mensaje y cuidar de mi hermana.
—Os escucho —dijo el duque, entrecerrando los ojos, en un gesto que reflejaba más temor que desconfianza.
César se acercó a Ercole y apoyó la mano en la empuñadura de su espada en un ademán que daba a entender que estaba dispuesto a luchar con quien osara enfrentarse a él. Pero cuando habló, su voz sólo transmitía frialdad.
—No hay nada que el sumo pontífice y yo deseemos más que una pronta recuperación de Lucrecia, pero debéis saber que, si mi hermana muere, os haremos responsables de ello. ¿Me he expresado con suficiente claridad?
—¿Acaso me estáis amenazando? —se defendió Ercole.
—Llamadlo como queráis —dijo César con mayor serenidad de la que sentía realmente—, pero rezad para que mi hermana no muera, pues os aseguro que, si eso sucede, no morirá sola.
César permaneció varios días en Ferrara. El médico personal de su padre había decidido que Lucrecia debía ser sangrada, pero ella se oponía.
—No quiero que me sangre —protestaba, sacudiendo la cabeza con las escasas energías que le quedaban.
César se sentó junto a ella y la abrazó, intentando tranquilizarla, convenciéndola de que fuera valiente.
—Debes vivir por mí —le dijo—, pues tú eres la única razón por la que vivo yo.
Finalmente, Lucrecia apretó el rostro contra el pecho de César para no ver lo que le iban a hacer. El médico le practicó varios cortes, primero en el tobillo y después en el empeine, hasta que estuvo satisfecho con la cantidad de sangre que manaba de las heridas.
Antes de marcharse, César le prometió a su hermana que regresaría pronto a verla, pues iba a establecerse en Cesena, a tan sólo unas horas de Ferrara.
Lentamente, Lucrecia fue recuperándose. La fiebre había remitido y ella cada vez permanecía despierta más tiempo. Aunque había perdido al hijo que llevaba en las entrañas, poco a poco iba recuperando la salud y la vitalidad.
Sólo lloraba al hijo que había perdido cuando estaba sola en su alcoba, en el silencio de la noche, pues la vida le había enseñado que el tiempo dedicado a llorar la pérdida de un ser querido era un tiempo baldío, y ya había habido demasiado dolor en su vida. Para sacarle el mayor partido a aquello que tenía, para hacer todo el bien que estuviera en sus manos, debía centrarse en aquello que todavía podía hacer, no en aquello que ya nunca podría cambiar.
Al cumplirse un año de su llegada a Ferrara, Lucrecia ya había empezado a ganarse el cariño y el respeto de sus súbditos y de esa extraña y poderosa familia con la que vivía: los D’Este.
El viejo duque Ercole había sido el primero en apreciar su inteligencia, como demostraba el hecho de que, a medida que fueron pasando los meses, empezó a valorar sus consejos incluso más que los de sus propios hijos. Y así fue como Lucrecia empezó a tomar importantes decisiones y a encargarse de tareas relacionadas con el gobierno de sus súbditos.