Los cardenales Della Rovere y Ascanio Sforza se reunieron para almorzar en secreto. Sobre la mesa había una fuente con jamón curado, pimientos asados aderezados con aceite de oliva, clavo y ajo, una crujiente hogaza de pan de sémola y vino en abundancia.
Ascanio fue el primero en hablar.
—No debería haberle dado mi voto a Alejandro en el cónclave —dijo—. Aunque nadie puede poner en duda su capacidad como hombre de Estado, es un padre demasiado indulgente. A este paso, sus hijos llevarán a la Iglesia a la bancarrota. La campaña de César para someter a los caudillos de la Romaña ha dejado vacías las arcas del Vaticano y no hay reina o duquesa que goce de un vestuario más amplio y lujoso que el de su hijo Jofre.
El cardenal Della Rovere sonrió con malicia.
—Mi querido Ascanio —dijo—, no creo que me hayáis hecho llamar para hablar de los pecados de Alejandro. Además, no hay nada que podáis decirme que yo no sepa ya.
Ascanio se encogió de hombros.
—¿Qué puedo deciros? Mi sobrino Giovanni ha sido humillado por César Borgia, que además se ha convertido en el nuevo señor de Pesaro. Mi nieta Caterina, una auténtica «virago», como sin duda sabréis, está retenida en uno de los castillos de los Borgia y sus territorios han sido conquistados por las tropas pontificias. Incluso mi propio hermano, Ludovico, está cautivo en una mazmorra desde que el rey de Francia se apoderó de Milán. Y ahora se dice que Alejandro ha firmado un pacto secreto con Francia y España para dividir Nápoles en dos y coronar rey a César. ¡Es intolerable!
—¿Y qué pensáis hacer al respecto? —preguntó Della Rovere.
Hacía meses que Della Rovere esperaba que Ascanio se decidiera a acudir a él y, ahora, sólo debía esperar unos minutos más, pues tratándose de un acto de traición, prefería que fuera él quien llevara la iniciativa; en los tiempos que corrían toda precaución era poca.
Además, aunque los criados hubieran jurado absoluta discreción, un puñado de ducados bastaría para devolverle la vista a un ciego y el oído a un sordo, pues cuando uno es pobre, el oro hace más milagros que las oraciones.
Así, cuando Ascanio por fin se atrevió a hablar, lo hizo en un susurro apenas audible.
—Todo cambiará cuando Alejandro deje de ocupar el solio pontificio —dijo.
—No hay duda de que, si se celebrara un nuevo cónclave, seríais vos el elegido.
—No hay ningún indicio de que Alejandro vaya a renunciar al solio —dijo Della Rovere tras escuchar las palabras de su compañero. Sus ojos, entrecerrados en un gesto de gran concentración, parecían dos oscuras rendijas en su pálido rostro—. Goza de buena salud y, si alguien intentara atentar contra su persona, tendría que enfrentarse a su hijo César; creo que no es necesario que os explique lo que significaría eso.
Ascanio Sforza se llevó una mano al pecho y habló con sinceridad.
—Eminencia, no malinterpretéis mis palabras. El sumo pontífice tiene numerosos enemigos que estarían encantados de acabar con su poder. En ningún momento he querido sugerir que participemos de forma directa en un acto que pueda mancillar nuestras almas. Nunca sugeriría nada que pudiera ponernos en peligro —continuó diciendo—. Sólo digo que creo que ha llegado el momento de reflexionar sobre una posible alternativa al actual sumo pontífice.
—¿Estáis sugiriendo que el sumo pontífice podría caer repentinamente enfermo? ¿Quizás a causa de la ingestión de un vaso de vino, o de almejas en mal estado? —preguntó Della Rovere.
Al responder, Ascanio habló lo suficientemente alto como para que los criados pudieran oírlo.
—Sólo el Padre Celestial sabe cuando ha llegado el momento de llamar a uno de sus hijos junto a él.
Della Rovere repasó mentalmente la lista de los principales enemigos de los Borgia.
—¿Es verdad que Alejandro está planeando un encuentro con el duque de Ferrara, para convenir los esponsales de su hija Lucrecia con su hijo Alfonso? —preguntó finalmente.
—Algo he oído decir —contestó Ascanio—. De ser cierto, mi sobrino Giovanni sin duda lo sabrá, pues no hace mucho que ha estado en Ferrara. Aunque no me cabe duda de que el duque de Ferrara rechazará cualquier propuesta relacionada con la tristemente célebre Lucrecia, pues no podemos olvidar que la hija de Alejandro es un «bien usado».
Incapaz de contener su nerviosismo, Della Rovere se levantó de su asiento.
—César Borgia se ha apoderado prácticamente de toda la Romaña —dijo—. Ferrara es el único feudo que no ha sido sometido a la autoridad de Alejandro. Si esa alianza se llevara a cabo, ninguno de nosotros estaría libre del yugo de los Borgia. Conociendo al sumo pontífice, no me cabe duda de que preferirá vencer mediante una alianza que mediante la guerra. Es evidente que pondrá todo su empeño en llevar a buen fin los nuevos esponsales de su hija. Nuestra tarea es asegurarnos de que no logre su objetivo.
Ahora que toda su familia volvía a estar en Roma, Alejandro se entregó por completo a negociar los esponsales de Lucrecia con el joven Alfonso d’Este, el futuro duque de Ferrara.
Situado entre la Romaña y Venecia, el ducado de Ferrara era un territorio de gran importancia estratégica, tanto por su emplazamiento como por sus sólidas fortificaciones y su poderoso ejército.
Los D’Este eran una de las familias más poderosas y respetadas de la aristocracia, además de una de las más rancio abolengo. De ahí que, a pesar de las riquezas y el poder de los Borgia, resultara difícil concebir que los D’Este estuvieran dispuestos a entablar una alianza con una familia española recién llegada a la península. No, nadie creía que el sumo pontífice pudiera llevar su proyecto a buen fin. Nadie excepto Alejandro.
Ercole d’Este, el padre de Alfonso, era un hombre práctico y poco dado al sentimentalismo. Consciente del poder y la capacidad estratégica de César, sabía que, de no consumarse la alianza matrimonial, sus hombres deberían enfrentarse antes o después a las temibles tropas pontificias.
Una alianza con los Borgia podía convertir a un enemigo potencial en un poderoso aliado en su lucha contra los venecianos. Además, después de todo, Alejandro Borgia era el vicario de Cristo en la tierra y, como tal, el hombre más poderoso de la Iglesia. Desde luego, ésas eran razones más que suficientes para considerar la posibilidad de los esponsales, a pesar del origen español y la escasa sofisticación de los Borgia.
Y, por si todo ello no fuera suficiente, la familia D’Este debía obediencia al rey de Francia y el rey Luis le había hecho saber personalmente a Ercole que apoyaba los esponsales entre su hijo Alfonso y Lucrecia Borgia.
Así, las complejas negociaciones siguieron adelante hasta que, finalmente, llegó el momento de abordar la cuestión del dinero.
Ese día, Duarte Brandao se unió a Alejandro y a Ercole d’Este en una sesión en la que todos esperaban alcanzar un acuerdo definitivo.
Los tres hombres estaban sentados en la biblioteca de Alejandro.
—Su Santidad —comenzó diciendo Ercole—, no he podido dejar de advertir que en vuestras magníficas estancias sólo tenéis obras de Pinturicchio; ni un solo Botticelli ni un Bellini ni un Giotto. Ni tan siquiera un Perugino o una pintura de fray Filippo Lippi.
Pero Alejandro tenía sus propias ideas sobre el arte.
—Me gusta Pinturicchio —dijo—. Algún día será reconocido como el pintor más grande de nuestros tiempos.
Ercole sonrió.
—Mucho me temo que sois el único hombre de la península que piensa de esa forma —dijo con aire paternalista.
Duarte creyó adivinar las intenciones de Ercole. Con sus palabras estaba recalcando la sofisticación de la familia D’Este, dejando constancia del abismo que los separaba del escaso bagaje cultural de los Borgia.
—Quizá tengáis razón, excelencia —intervino astutamente el consejero de Alejandro—. Las plazas que hemos conquistado en la Romaña contienen numerosas obras de los artistas que habéis mencionado. César deseaba traerlas al Vaticano, pero Su Santidad se opuso. Todavía albergo la esperanza de poder convencer al sumo pontífice del valor de esas obras, pues evidentemente enaltecerían el Vaticano. De hecho, no hace mucho que hablábamos de la colección de arte del duque, sin duda la más valiosa de toda nuestra península, y de cómo aumenta el prestigio y la riqueza de Ferrara, pues no todo son monedas.
Ercole dudó unos instantes, antes de abordar la cuestión a la que Duarte apuntaba con sus palabras.
—Bueno —dijo finalmente—, quizá haya llegado el momento de hablar sobre la dote.
—¿En qué cifra habéis pensado, Ercole? —preguntó Alejandro, incapaz de contener su ansiedad.
—Creo que trescientos mil ducados sería una suma adecuada, Su Santidad —sugirió el duque de Ferrara.
Alejandro, que pensaba iniciar la puja con treinta mil ducados, estuvo a punto de atragantarse con el vino.
—¿Trescientos mil ducados?
—Una cifra inferior sería una afrenta para mi familia —intervino con presteza Ercole—. No debemos olvidar que mi hijo Alfonso es un apuesto joven con un futuro extraordinario. Como sin duda sabréis, son muchas las familias que desearían desposar a sus hijas con el futuro duque de Ferrara.
Durante la siguiente hora, ambas partes presentaron todo tipo de argumentos sobre las excelencias de su oferta, hasta que, finalmente, cuando Alejandro se negó rotundamente a pagar la suma solicitada por Ercole, éste se levantó y amenazó con marcharse.
Al ver que los esponsales peligraban, Alejandro le planteó una oferta intermedia.
Ercole rechazó la oferta del Santo Padre. Entonces fue Alejandro quien hizo ademán de retirarse, aunque no tardó en dejarse convencer por el duque de Ferrara de la necesidad de llegar a un acuerdo satisfactorio para ambos.
Finalmente, el duque de Ferrara aceptó doscientos mil ducados, dote que Alejandro seguía considerando desorbitada. Además, Ercole insistió en que se suprimiera el impuesto que Ferrara pagaba anualmente a la Iglesia.
Y así fue como finalmente se selló el pacto para celebrar los esponsales más grandiosos que se presenciaron en toda la década.
Una de las primeras cosas que hizo César al regresar a Roma fue preguntar a Alejandro sobre su prisionera, Caterina Sforza. Al parecer, la Loba había intentando escapar del palacio de Belvedere, tras lo cual había sido trasladada al castillo de Sant’ Angelo, un lugar más seguro, aunque sin duda mucho menos confortable.
César acudió inmediatamente a visitarla.
El castillo de Sant’ Angelo era una gran fortaleza circular. Aunque el piso superior disponía de estancias lujosamente decoradas, Caterina Sforza estaba retenida en una de las celdas de las mazmorras que ocupaban los enormes sótanos de la fortaleza. César ordenó que condujeran a la prisionera a las estancias del piso superior, donde la recibió en un magnífico salón de audiencias. Tras meses enteros sin ver la luz del sol, Caterina apenas era capaz de abrir los ojos. Aun así, todavía estaba hermosa.
César la saludó afectuosamente y se inclinó para besar su mano.
—Amiga mía —dijo con una amplia sonrisa—, veo que sois aún más imprudente de lo que había imaginado. ¿Dispongo que os alojéis en uno de los palacios más elegantes de toda Roma y vos me recompensáis intentando escapar? Esperaba un comportamiento más juicioso por vuestra parte. Me habéis decepcionado.
—Sin duda, sabíais que lo intentaría —dijo ella sin dejar traslucir el menor sentimiento.
—En efecto, debo admitir que pensé en ello —dijo César—. Pero teniendo en cuenta vuestra inteligencia, supuse que preferiríais vivir en la comodidad de un palacio que en una lúgubre mazmorra.
—Por muchos lujos que tenga, un palacio no deja de ser una prisión —dijo ella con frialdad.
A César le agradaba ver que la Loba no había perdido su espíritu guerrero.
—Pero, decidme, ¿qué habéis pensado hacer? —le preguntó a su prisionera—. Pues, sin duda, no desearéis pasar el resto de vuestros días en una oscura mazmorra.
—¿Qué alternativa me proponéis? —preguntó ella con ademán desafiante.
—Sólo tenéis que firmar un documento renunciando a cualquier derecho, presente o futuro, sobre los feudos de Imola y Forli —dijo César—. Daré orden de que seáis liberada de inmediato y podréis acudir libremente al lugar que deseéis.
Caterina sonrió con astucia.
—Puedo firmar los documentos que deseéis —dijo—, pero ¿de verdad creéis que eso evitará que intente recuperar lo que en justicia me pertenece?
—Puede que otra persona menos noble lo hiciera —replicó César—, pero me cuesta creer que vos estuvierais dispuesta a firmar algo que no creéis poder cumplir. Por supuesto, siempre podría ocurrir, pero en ese caso tendríamos el documento que demostraría que somos los legítimos dueños de esos territorios.
—¿De verdad lo creéis? —preguntó ella con una carcajada—. Me cuesta creer que eso sea todo. Sin duda hay algo que me ocultáis.
César sonrió.
—La verdad es que se trata de una cuestión sentimental —dijo—. Nada tiene que ver con el buen juicio. Simplemente me disgusta pensar que una criatura tan bella como vos pueda pasar el resto de sus días pudriéndose en una mazmorra; sería una verdadera lástima.
Aunque Caterina encontraba la compañía de César estimulante, no estaba dispuesta a permitir que sus sentimientos interfiriesen en su buen juicio. Poseía un secreto que sin duda sería de gran interés para el hijo del papa, aunque no sabía si le convendría compartirlo con él. Necesitaba tiempo para tomar esa decisión.
—Volved mañana —dijo finalmente—. Pensaré en lo que me habéis propuesto.
Al día siguiente, César envió a unas criadas para que asearan y peinaran a Caterina antes de volver a reunirse con ella.
Cuando Caterina entró en la sala de audiencias del castillo de Sant’ Angelo, César se acercó a ella para recibirla; esta vez, en vez de retroceder, la Loba acudió a su encuentro. César la cogió de la cintura y la besó apasionadamente al tiempo que la tumbaba sobre un diván. Pero cuando ella apartó el rostro, él no la forzó.
—He decidido aceptar vuestra oferta —dijo mientras deslizaba sus dedos por el cabello de César—, aunque, sin duda, os dirán que no debéis confiar en mi palabra.
César la miró con afecto.
—Me lo han dicho en muchas ocasiones —dijo—. Debéis saber que, si de mis capitanes dependiera, ya haría mucho tiempo que estaríais flotando muerta en las aguas del Tíber. Pero, decidme —preguntó tras un breve silencio mientras cogía la mano de Caterina—, ¿adónde iréis?
—A Florencia —contestó ella—. Ya que no puedo regresar a Imola ni a Forli, iré a Florencia. Cualquier cosa antes que convivir con mis parientes milaneses. Florencia al menos es un lugar interesante. Y, quién sabe, hasta puede que encuentre un nuevo esposo. ¡Que Dios lo acoja en su seno!
—Quienquiera que sea, sin duda será un hombre afortunado —dijo César con una agradable sonrisa—. Os haré llegar los documentos esta misma noche, y mañana mismo podréis partir. Por supuesto, contaréis con una escolta digna de vuestra condición.
Se levantó para marcharse, pero al llegar a la puerta del salón, pareció dudar. Finalmente, se volvió hacia su prisionera.
—Cuidaos, Caterina —dijo.
—Y vos también —dijo ella.
Cuando César se marchó, la Loba sintió una tristeza que hacía tiempo que no recordaba. En ese momento supo que nunca volvería a verlo y que él nunca entendería que los documentos que iba a firmar no tenían ningún valor, pues llevaba en su vientre un hijo de César y, como madre de su legítimo heredero, algún día los territorios de Imola y Faenza volverían a pertenecerle.
Filofila escribía los versos más ultrajantes de Roma, Bajo el mecenazgo secreto del cardenal Orsini, quien le pagaba generosamente, la pluma de Filofila era capaz de atribuir los crímenes más groseros a los hombres más santos, aunque cuando más disfrutaba era cuando atacaba a hombres de infame comportamiento, siempre, claro está, que pertenecieran a la más alta jerarquía. Y su pluma tampoco temblaba cuando se trataba de vilipendiar a ciudades enteras.
Florencia, sin ir más lejos, era una ramera de grandes senos, una ciudad llena de hombres ricos y grandes artistas, pero sin recios guerreros, Los florentinos eran avaros prestamistas, cómplices de los turcos y experimentados sodomitas. Además, con la virtud de una prostituta, Florencia flirteaba con las potencias extranjeras en vez de emparejarse con sus ciudades hermanas.
Venecia, por supuesto, era la ciudad de los secretos, la sigilosa e implacable ciudad de los dux, quienes no dudaban en comerciar con la sangre de sus ciudadanos para enriquecerse. Venecia era la mezquina ciudad en la que un hombre podía perder la vida por decirle a un extranjero el precio de la seda en Extremo Oriente. Venecia era una gran serpiente, siempre al acecho de cualquier negocio lucrativo, una ciudad sin artistas ni artesanos, sin grandes libros, sin bibliotecas, una ciudad ciega a la luz de la verdad, una ciudad experta en traiciones.
Nápoles era la ciudad de la sífilis. Milán, siempre experta en calumnias, se había vendido al rey francés.
Pero el blanco predilecto de Filofila era la familia Borgia.
Componía versos de exquisita elocuencia sobre las orgías que se celebraban en el Vaticano y sobre los asesinatos cometidos por los hermanos Borgia, y su prosa nunca era tan poderosa como cuando denunciaba la simonía de la que se había servido Alejandro para ocupar el solio pontificio o la concupiscencia que le había proporcionado veinte hijos naturales. El sumo pontífice había empleado los fondos destinados a una nueva cruzada a sufragar las campañas de su hijo César, a quien incluso había tenido la osadía de convertir en el nuevo señor de la Romaña.
Y, todo ello, ¿con qué objetivo?
Para mantener a su familia, a sus hijos bastardos, a sus meretrices, para financiar sus orgías… Y por si yacer incestuosamente con su hija no fuera suficiente, había enseñado a Lucrecia a envenenar a sus rivales del consistorio cardenalicio y la había vendido repetidas veces en matrimonio, como si de una simple mercancía se tratase, para forjar alianzas con poderosas familias de la nobleza; aunque su propio hermano, César, se hubiera encargado de dar fin a sus últimos esponsales.
La pluma de Filofila nunca era más afilada que cuando dedicaba sus versos a César Borgia. Recreándose en cada detalle, describía cómo César llevaba esas horribles máscaras para esconder su rostro desfigurado por las supurantes pústulas de la sífilis. Decía de él que había engañado tanto al rey de Francia como al de España, al tiempo que traicionaba a las ciudades de Italia. Decía que, además de con su propia hermana, cometía incesto con su cuñada. Decía que César había convertido a uno de sus hermanos en un cornudo y al otro en un cadáver. Decía que disfrutaba violando a mujeres y que la única diplomacia que conocía era el asesinato.
Pero ahora que se aproximaban los esponsales de Lucrecia con Alfonso d’Este, Filofila cargó todas sus iras contra la hija del sumo pontífice. Acusó a Lucrecia de haber yacido con su padre y con su hermano y de tener relaciones sexuales con perros, con monos y con mulas; de que, en una ocasión, al ser descubierta por uno de sus criados, lo había envenenado para que no pudiera revelar su secreto. Y, ahora, incapaz de soportar por más tiempo la vergüenza de tener una hija así, Alejandro la había vendido a los D’Este para consolidar la alianza con la ilustre familia de Ferrara.
Sí, realmente, Filofila se había superado a sí mismo con sus versos sobre Lucrecia. De hecho, su éxito fue tal, que fueron copiados y pegados en los muros de Roma y el poeta no tardó en recibir encargos de Florencia y de ricos mercaderes venecianos.
Pues aunque Filofila no osara firmar sus obras con su nombre, los dos cuervos que dibujaba al final de cada verso graznándose entre sí bastaban para que todo el mundo identificara sus versos.
Esa tarde, el poeta se vistió con sus mejores ropas, dispuesto a reunirse con su mecenas, el cardenal Orsini, que le había proporcionado una pequeña casa erigida en los jardines de su palacio; como todos los hombres poderosos, el cardenal vivía rodeado de familiares y fieles servidores que acudirían en su defensa si fuera necesario, y Filofila era tan diestro en el manejo de la daga como lo era con la pluma.
Al oír las pisadas de unos caballos, Filofila se asomó a la ventana. Una docena de hombres armados se acercaban a su casa.
Todos llevaban armadura, excepto el hombre que iba en cabeza, que vestía completamente de negro. El jubón, las calzas, los guantes, el sombrero… Incluso la máscara era negra. Filofila reconoció inmediatamente a César Borgia, que se acercaba a su casa con una mano en la empuñadura de su espada.
Unos segundos después, observó con alivio cómo un grupo de soldados de Orsini se acercaba andando a los jinetes. Ignorándolos, César se bajó de su montura y caminó hacia la casa de Filofila. El poeta salió a encontrarse con él; era la primera vez que se veían cara a cara.
Le sorprendió la altura y la corpulencia de César.
—Maestro, he venido a ayudaros con vuestras rimas —dijo César con exagerada cortesía—. Aunque, pensándolo bien, aquí hay demasiada gente para trabajar. Será mejor que me acompañéis a un lugar más tranquilo.
Filofila correspondió a las palabras de César con una respetuosa inclinación de cabeza.
—Mucho me temo que no me va a ser posible, excelencia, pues mí señor, el cardenal Orsini, me espera —dijo—. Pero estaré encantado de acompañaros en cualquier otra ocasión.
Sin perder un solo instante, César cogió a Filofila de la cintura, lo levantó en el aire y lo arrojó sobre su caballo como si de un muñeco de trapo se tratara. Después montó en el caballo y estrelló su puño contra el rostro del poeta. Sólo fue un golpe, pero bastó para dejar inconsciente a Filofila.
Cuando recobró el sentido, Filofila vio unas rugosas vigas de madera y una pared cubierta de trofeos de caza: jabalíes, osos, bueyes… Pensó que debía de estar en un pabellón de caza.
Al girar la cabeza y ver al hombre que había a su lado, tan sólo el pánico le impidió gritar. Don Michelotto, el famoso estrangulador, estaba afilando un largo estilete.
—Debéis saber que la guardia del cardenal Orsini castigará a cualquier hombre que se atreva a hacerme daño —dijo el poeta cuando consiguió reunir el valor necesario para hablar.
Don Michelotto continuó afilando el estilete en silencio.
—Supongo que intentaréis estrangularme… —dijo Filofila con voz temblorosa.
Esta vez, Michelotto sí le contestó.
—No —dijo—. Sería una muerte demasiado rápida para un hombre tan cruel como vos. Ya que queréis saberlo, os diré lo que voy a hacer —continuó diciendo—. Primero os cortaré la lengua, después las orejas y la nariz y los genitales y, por supuesto, los dedos, uno por uno. Después, si me siento compasivo, puede que os haga el favor de estrangularos.
Al día siguiente, alguien arrojó un gran fardo empapado de sangre por encima de los muros del palacio Orsini. El soldado de la guardia que lo abrió, no pudo contener una arcada. Dentro estaba el cuerpo mutilado de Filofila; sus genitales, su lengua, sus dedos, su nariz y sus orejas estaban envueltos cuidadosamente en distintos versos del poeta.
En Roma, nunca más volvió a saberse de Filofila; se rumoreaba que había viajado a Alemania por problemas de salud.